XII
En última
instancia
Uno
La misantropía inventó los barrios y las ciudades perdidas. Lo vi clarito en ese lugar. Ahí estaba, todas las tardes, en la banqueta, la bolita de gente conversando. Parecían muy contentos. ¿Cómo podían llamarle a eso convivir? Los viejos que nacieron pobres, se mezclaban con aquellos cuyas destrezas habían dejado de ser necesarias en el mundo del trabajo y todos compartían sueños fallidos con glorias pasadas. Fue mejor, en realidad, que nadie quisiera hablarme. ¿Qué podía haber de positivo en sus conversaciones plagadas de frustración?
Allí,
los hombres jóvenes se quedan con la idea de que se vale soñar. Muy pocos se
dan cuenta de que mientras no emigren, estarán fantaseando. Crecen al muy
cuestionable cuidado de familias mezquinas; pero, una vez que deciden por sí
mismos, si no se van, tampoco se limitan a ayudar a sus ancestros en los
atracos que planean para agraviar al de junto: hacen sus parcelas en casa,
cultivan el don de la inoportunidad y, a deshoras de la noche, despiertan
felinamente al vecindario para cazar a un roedor.
El
Salvador Fidedigno fue uno de esos
niños que, de tanto fantasear, no se dio cuenta de que le hacía cosquillitas a
los cuarenta de edad. La Madre del Salvador, por su parte, presionaba a cuanta mujer sola estuviera a la mano,
porque ya estaba harta de cargar con el costal de mentiras en que se había
convertido su retoñito.
En
el edificio hay cotos de poder. El Salvador Fidedigno jamás ha encabezado
ninguno. El pobrecito es un papanatas. No se qué hará cuando se muera su madre
y tampoco me importa. Con toda seguridad, se sigue emborrachando mientras que
yo estoy en el medio al que pertenezco, muy por encima de toda esa
nauseabundez.
Para
esa gente, la vieja vecindad es algo así como la tierra de donde ya no pueden
separarse. De ahí que todos los marginados no se muevan, si no los mueven.
Cuando
los integrantes de ese vecindario llegaron a vivir al edificio, se quejaban de
todo; pero, gracias a la imprevisión del Anciano
que se Ostentaba Como Dueño, hoy gozan de un techo gratuito. Hasta podría
decirse que la muerte de ese señor sirvió para darles categoría. La
distribución del espacio se asemeja, desde entonces, a una aldea vandálica.
Empezaron a colocarse rejas, paredes de madera, cadenas y candados para enseñar
el propósito defensivo.
Un
signo de riqueza en cualquier vecindad es la posesión de botes, barriles,
cubetas, tinas, tinajas, garrafas y jícaras y todo lo que sirva para almacenar
agua. Con ellos se delimitan territorios y se puede construir verdaderas
fortalezas de plástico, protección a piedra y lodo contra bacterias, virus y
gérmenes. Todos tuvieron oportunidad de sentirse protegidos por algo muy
superior a la línea Maginot. En ese tiempo, La
Última en Darse Cuenta tuvo dos
perros y un gato que se le enfermaron de sarna. Murieron. Esa señora tiró en el
patio, sin más, los cadáveres infectados. ¡El vecindario completo se hizo ovillo
detrás de sus barricadas! Pero yo siempre estuve expuesta. ¡Mamá no fue para
mandarme ni siquiera una cubeta!
Las
viviendas, desde luego, tienen esa fisonomía de los antiguos vándalos: La Afanadora Constante decía que su casa
era La Casa del Rigor Científico,
porque tenía planta alta hipotética, es decir, su cama en alto, como litera, y
abajo el sótano, donde almacenaba un montón de cosas que de otra forma no
habrían encontrado acomodo. Y aunque el cuarto de junto no formaba parte de su
casa, estaba integrado a ese estilo: allí vivía La Vaca Echada que Nadie Quiere. ¡Sí que salía un olor a establo
cuando abría la puerta!
Extraño
mi época en ese edificio. De toda la gente que habita el lugar, la única que me
escuchaba de vez en cuando era La
Afanadora Constante. Con ella podía hablarse de temas que implicaran un
poquito de cultura. Ya dije que es una prófuga de la Colonia del Valle. No nada
más he sido hippie, drogadicta y borracha. Además de Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales, soy
economista, pero eso nadie lo tomaba en cuenta dado mi aspecto desaliñado y
sucio. Si hoy me vieran, no me reconocerían. He vuelto a casa y tengo trabajo
con un amigo de papi.
De
todos esos horrores de cuando me drogaba, conservo el grupo al que voy. Acepto
el programa, lo que no me gusta es ser cristiana. Esa religión no se hizo para
reivindicar a nadie, fue una estrategia para dominar, muy conveniente para el
imperio romano. Una ideología sembrada en esclavos, en gente de bajos recursos,
baja moral y baja autoestima. ¡Gente de abajo, pues! En esos tiempos sucedió la
primera expansión de la industria, ya después llegó el siglo XVIII y con él
vinieron los métodos para culpar al pobre de su pobreza, al solo de su soledad,
al enfermo de su enfermedad…
Muchos
países hoy sufren una desintegración como Roma en los primeros siglos después
de la muerte de Cristo… la gran tribulación está ocurriendo ahora mismo:
ciudades abandonadas, gente que huye de sus lugares de origen porque de otra
manera no hay chance de vivir como humano. De los países que todavía son
comunistas, la gente no puede irse, o tiene que echar mano de una serie de
estrategias que rayan en la locura, o pasar por trámites oficinescos que hacen
de Kafka un escritor para niños. ¡Los ricos se han vuelto indolentes, quién lo
iba a decir! Tengo una prueba: ¡El Anciano que se Ostentaba Como Dueño no
arregló los papeles como heredero del edificio que perteneciera a su madre, por
desesperanza!
La
vecindad es un ser vivo, acechante. Cada conjunto de viviendas en mal estado,
cada edificio viejo, es una célula de esa cosa establecida en la que aprende
uno a menospreciar la honradez, porque equivale a sumisión. Pero tampoco gana
el más ratero, sino el que mejor maneja la doble moral.
Dos
A La Princesa le gustaba El Salvador Fidedigno, quien, después de un acostón, salió corrido del cuartucho por no querer entrarle a la piedra, y la flamante junior se quedó esperando sentada a que La Madre del Salvador la pusiera como lazo de cochino. Hubiera pagado por demostrar que no era regega, que estaba abierta a la negociación de un contrato de matrimonio. Sin embargo, en su fuero interno, ningún hombre valía la pena. Hasta que se dio cuenta de que en realidad, era ella la que no valía la pena para ningún señor.
No tenía más mérito que
el de ser hija de un hombre rico. A pesar de que manejaba una información de
historia del mundo muy superior a la que tiene el común de la gente, nadie le
hacía caso, tal y como admite ahora. Ella misma no se llegó a dar cuenta de la
envidia que le tuvo a La Afanadora, por ser ésta una trabajadora limpia, que se compraba sus cosas y hasta
se daba el chance de pagar a un barrendero, que llegaba cada semana a recoger
la basura de su bote.
¡Era una desharrapada
que deliraba en francés! Por eso entiendo muy bien Al
Salvador. ¡También yo dije patas, porque
aquí me matan! Para mí, vale más un ignorante que tiene quién le sirva, que un
gran sabio que no tiene un pan qué llevarse a la boca.
La
Afanadora Constante ha sido para mí una
gran compañera. Ha suplido con creces a mis amigas las plantas, esas que
cuidaban Guarralumpen y
su hermana Venenice cuando
eran las porteras. Afortunadamente, ninguna era capaz de entender en qué idioma
hablaban El Teléfono, La Chismosa, La Millonaria y La Sábila, lo cual
confirma que Dios no le da alas a los alacranes, ¡pues vaya que tenían una
larga cauda de pecados en su haber! Ellas aventaban cubetazos de agua para
limpiar las escaleras muy quitadas de la pena, y en sus meras narices tenían
lugar conversaciones tan picantes como ésta:
–¡Hummm! Por aquí ha
pasado cada cosa… –dijo El Teléfono con aire sabihondo– Si nosotros habláramos como la gente, ya se sabría
quién es esa mujer, las hermanas Leña Horréndez son niñitas de kínder a su lado.
–No exageres y
aterriza, –sentenció La Chismosa con retintín– no porque seas teléfono te sientas de Graham Bell, ¿eh?
¡Y mucho menos tan celular!
–¡Pinche chismosa!
–dijo, ofendido, El Teléfono, que ya tenía todas sus hojas vueltas hacia el envés, lo que equivale a
volverle a alguien la espalda. La Chismosa estalló en carcajadas:
–¡No me pongas esa
cara! ¿Cuántas casadas no engañan al marido? ¿O a poco no, Millonaria?
–Cierto, –contestó la
interpelada– un matrimonio sin sancho es una flor sin aroma, pero, ¡ah, pa’l
amante que se fue a conseguir!
–¡Oh, bueno! ¿Y qué
querías? Ni modo que le diera con El Bernal. –Repuso La Sábila– Dicen que El Licenciado de la Calle ahí le hace, pero el ganón es El Gachupín. Por mí, qué bueno que la pesadilla se acabó. Ya no soportaba todos
esos moñitos de colores y las embadurnadas de miel que me ponía, ¡y el mugroso Teléfono, que nada más se pitorreó de mí! –Esta vez,
el aludido se rió:
–¡Quién te manda ser
penca! –La Sábila
brincó, es decir, poco faltó para que se desarraigara del coraje:
–¡Mira, desgraciado, la
que te ofendió diciendo que eres de pacotilla es La
Chismosa, no te desquites conmigo!
En esos momentos yo
hacía las veces de réferi. Sin duda alguna, había cariño entre ellas, pero no
podían hacer otra cosa que traspalear los pleitos que heredaban, más que ver,
de los humanos que en ese tiempo habitaban el edificio. Todas las noches
platicábamos de lo que había pasado en el día. La conversación más sentida, fue
cuando se llevaron en camilla a Venenice. Para entonces, estaban medio secas y por
poco no alcanzamos ni a decirnos adiós. Nuestras chorchas se acababan al verse
el cielo todo negro, como de terciopelo, unos minutos antes de que empezara a
azulear, y si alguna duda quedaba respecto a que estuviera empezando el día, Bernal, el muchacho de la tienda con su diablito
cargado de cosas y Don Leodegario,
enfundado en su abrigo de todos los días, se encargaban de despejarla. Ellos
hubieran sido buenos amigos de La Afanadora Constante, que ahora debe estar en la delegación, sosteniendo un pleito grande
con La Vaca Echada que Nadie Quiere.
Al sentir la paz que se
respiraba debido a la ausencia de la vecina huevona y cochina, El
Representante Digno de la Erotomanía Tardía y
El Militante Seco de la Orden de la Cruda Alegre convencieron a La Afanadora
de abrir ese cuarto apestoso y hacer su vivienda más amplia. La casa de mi
amiga, hasta ese momento, había sido como un pequeño país independiente al que
no podían someter.
La
Vaca Echada, sin saberlo, sirvió de
carnada para lograr ese fin. Al regresar después de la ida a su pueblo, ver sus
cosas en el patio la hizo berrear del coraje. Bueno, lo que quedaba de sus
cosas, porque algunos vivos ya habían hecho su agosto. Hubo otro zafarrancho
digno de ser reseñado en el Órale,
pero, por desgracia, esta comunidad no pertenece al medio de la farándula.
Hasta la acera de
enfrente se escucharon los gritos de La Vaca Echada que
Nadie Quiere, secundada por La Vecina
de Todos Ustedes Menos Mía, que se hizo
pata en cuanto vio que La Vaca y La
Afanadora se dieron un agarrón de
vestidos rotos, vergüenzas de fuera y lo que ustedes, lectores, quieran
imaginar.
Lo peor fue cuando El
Salvador Fidedigno le restregó, a la
infeliz de La Vaca, en plena cara,
una bolsa de plástico, transparente, que contenía materia fecal de hace quién
sabe cuánto. Y había más, ropa interior sucia, rancia, cacerolas con comida
echada a perder y hasta una rata muerta. Con razón la pestilencia no se
acababa, ¡impresionante ver tanta porquería junta, por mis ancestros y mi nueva
cola!
La
Vaca Echada estaba tan acostumbrada a sus
plastas de cochinada, que no reconoció su licuadora, cuando La Acarreadora
de Chinches, descaradamente, la estaba
usando. No tenía luz en su cuarto y fue a pedirle permiso de conectarla a La
Suprema Reina, justo en el momento en que
empezó el relajo.
Cuando llegó la
patrulla y se llevaron a La Afanadora, El Representante
Digno, El Militante Seco y El Salvador Fidedigno se hicieron ojo de hormiga, pero ella tiene
suficiente dinero para ganar.
La
Vaca Echada, tal como su nombre lo
indica, no es querida por nadie. Sería más fácil decir, por ejemplo, a quién no
le ha robado ropa del tendedero. Eso es lo menos grave que ha hecho para
ganarse que ningún vecino haya ido a atestiguar que pertenece al grupo de
habitantes del edificio.
Las han dejado solas,
pero El Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas y El Campeón de Levantamiento de Tarro, han acabado de limpiar el cuchitril.
También ellos están seguros de que La Afanadora saldrá victoriosa y en tal caso, nada más será cuestión de tiempo que
termine juntada con El Salvador, que
además de borracho, omiso y cobarde, es, como el papá de mi amiga, exigente de
la honra y desentendido del gasto.
Dado que el señor tuvo
el decoro de nunca estar en su casa cuando más se le necesitó, La
Afanadora Constante se debatía, desde su
niñez, entre el cariño y el odio. Con el paso de los años, al ir cediendo la
rebeldía, llegó a su mente la aceptación. Después de todo, no hay más cera que
la que arde y en los lugares como éste, es muy mal visto que se aspire a
florecer. Se logra sobrevivir. Pero, hasta eso, se debe minimizar.