A esta hora del atardecer se antoja caminar por el malecón. Al fondo, puedo distinguir unos automóviles. Prefiero ver el mar. Y el Peñón. Mis abuelos me contaron que la tierra que se ve difuminada es África y que nuestra familia viene de allá.
Las cinco de la tarde es una hora preciosa. Es cuando el mundo empieza a hacerse dorado. Hasta que dan las seis y brillan las luces artificiales. Casi es hora de volver.
Tiene sus ventajas no alejarse mucho de casa, así puedo estar a tiempo en mi ventana y no me pierdo un espectáculo grandioso.
Un ferrari rojo y negro, más semejante a una lancha, espera a su conductor. Se que es así porque ya se han puesto otros carros estacionados en el mismo lugar, la casa amarilla con puertas cafés y ventanas blancas.
Llegó el conductor, alguien muy joven, no el de los otros días, que se tardó en encontrar por dónde meter la llave. Por fin la puerta se abrió, o mejor dicho, las dos puertas giraron hacia arriba, como alas de un avión y dejaron al descubierto un interior todo negro de asientos muy confortables.
El muchacho tomó el lugar del piloto y así, sin cerrar, arrancó. No duró circulando mucho tiempo. La Guardia Civil lo paró porque iba exhibiendo hasta la cajuela. Allí había una bolsa de dormir y dentro de ella, hecha ovillo, una mujer marroquí.
Me felicité por estar lejos y pertenecer a una comunidad emblemática. Eso me garantiza moverme con facilidad, pero también me asegura que este suceso no lo voy a poder escribir. ¿Quién leerá lo que cuenta un pobre mono de berbería?
Hojear de vez en cuando el diccionario particular. Revisar aquellos conceptos que alguna vez fueron “el coco”, para ver de qué manera siguen determinando los caminos que transitamos a la hora de escribir. Diseccionar las palabrotas, sacarles a los diablos que tienen escondidos, mandarlos al averno, soltar la pluma, ponerse día con día a muchas horas-nalga de distancia, para reírse a carcajadas de todos esos fantasmas.
miércoles, 20 de noviembre de 2013
domingo, 17 de noviembre de 2013
De luces, plata y tepalcates
-Vaya,
parece que tenemos la luna en casa. -dijo Froylán, con un dejo de
ironía. Aquella luz intensa, redonda como paréntesis emergente,
metió por la ventana, cual niño que invita a sus amigos, al azul
estrellado de la noche.
Era
imperdonable esa invasión al recinto, y, más imperdonable aún, que
ella lo provocó. Las cortinas se hicieron de amarillo y rojo
relucientes, el marco de la ventana se veía color de tierra y la
pared, ¡su pared azul celeste, volvía el lugar transparente!
¡Quería un sitio acogedor, no estar a campo traviesa!
En
la mirada de Enriqueta se podía leer que recibiría
más críticas. La nueva lámpara no había sido del gusto de nadie.
Jugó, nerviosa, con la toalla y el plato que estaba secando. Siempre
que la dejaban elegir la compra de algo, desacreditaban su esfuerzo,
pero esta vez sería diferente. Estaba decidida. Si Froylán no
aceptaba la devolución del dinero, le estrellaría el plato en la
cabeza.
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