miércoles, 20 de noviembre de 2013

El testigo presencial

A esta hora del atardecer se antoja caminar por el malecón. Al fondo, puedo distinguir unos automóviles. Prefiero ver el mar. Y el Peñón. Mis abuelos me contaron que la tierra que se ve difuminada es África y que nuestra familia viene de allá.

Las cinco de la tarde es una hora preciosa. Es cuando el mundo empieza a hacerse dorado. Hasta que dan las seis y brillan las luces artificiales. Casi es hora de volver.

Tiene sus ventajas no alejarse mucho de casa, así puedo estar a tiempo en mi ventana y no me pierdo un espectáculo grandioso.

Un ferrari rojo y negro, más semejante a una lancha, espera a su conductor. Se que es así porque ya se han puesto otros carros estacionados en el mismo lugar, la casa amarilla con puertas cafés y ventanas blancas.




Llegó el conductor, alguien muy joven, no el de los otros días, que se tardó en encontrar por dónde meter la llave. Por fin la puerta se abrió, o mejor dicho, las dos puertas giraron hacia arriba, como alas de un avión y dejaron al descubierto un interior todo negro de asientos muy confortables.

El muchacho tomó el lugar del piloto y así, sin cerrar, arrancó. No duró circulando mucho tiempo. La Guardia Civil lo paró porque iba exhibiendo hasta la cajuela. Allí había una bolsa de dormir y dentro de ella, hecha ovillo, una mujer marroquí.

Me felicité por estar lejos y pertenecer a una comunidad emblemática. Eso me garantiza moverme con facilidad, pero también me asegura que este suceso no lo voy a poder escribir. ¿Quién leerá lo que cuenta un pobre mono de berbería?



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