martes, 11 de septiembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos



Confidencias de la escoba y el mechudo

En realidad, ella no ha sido la única afanadora de que disfrutan las escaleras de este edificio, pero se convirtió en la más constante. Cuando llegó, no había conserje y El Anciano que se Ostentaba Como Dueño era quien, de vez en cuando, trapeaba y barría. Después vino una señora con el cargo de portera, que apenas podía con su grasa corpórea, en virtud de lo cual se echó para atrás ante la idea de acarrear cubetas de agua cada dos pisos, y las pobres escaleras agarraron un tono grisáceo que iba oscureciéndose a medida que bajaba uno de nivel, como vestido degradado. No llegaron a ponerse color de hormiga, pero se estacionaron un buen tiempo en el gris rata. Fue cuando aparecieron, escritos en dos peldaños, unos letreros:

Atentamente:
yo fui el que te robó tu estéreo, pendeja.

¡Ojalá y te agarren, criaturita de albañal,
anda a robarle a tu chingada madre,
que no te supo educar!

El que escribió atentamente leía el segundo letrero y no podía caminar. ¡En su vida le habían dicho que era una criaturita! Sintió bonito. Estaba ahí, regocijándose, sin importar que lo consideraran digno de un albañal. Subió los dos escalones de una zancada, como si tuviera miedo de estropear la palabra criaturita, ¡dirigida a él! La Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía se lo encontró, alelado, acariciando las letras con los ojos. Lo miró de arriba a abajo y poco faltó para que siguiera estrictamente el protocolo perruno. Es decir, que no le faltaron ganas de aventarle tierra, pues solamente los animales pagan la hospitalidad con rapiña. Lo más enojoso de todo, era que nunca más volvería a ver su estéreo.


La Afanadora Constante, al mismo tiempo que pasaba la escoba y el mechudo, repasaba también con los ojos aquellos caracteres y concebía la idea de que era una privilegiada. Al ver cómo iba cediendo el enojo a la acción del detergente, podía decir que era testigo presencial de que en esta vida se borran los recuerdos. Cada semana las letras se fueron difuminando, hasta que el mosaico blanqueado mostró algún puntito rebelde por ahí, como una cicatriz que poco o nada va a significar para aquellos que habitarán el lugar después de los funestos sucesos; pero, para ella, era la señal indiscutible de que las escaleras están vivas, y, aunque no hablen, los objetos ahí depositados son verdaderos recados que no necesitan palabras, partes de un rompecabezas que van embonando hasta que llega a tenerse el cuadro completo, tan claro y limpio como esos peldaños cuarteados. Gracias a ellos, La Afanadora Constante supo, como ya sabían todos, que la vecina robada se estaba desgañitando, porque no hallaba, en ningún libro de cocina, la receta del postre alvaradeño, pues alguien le había sugerido que ofreciera ese platillo en desquite a la persona que le dejó el aviso. ¡Si, por lo menos, supiera dónde se vende el Baño María! De los rincones salían, al llamado de la escoba, listoncitos hechos nudo, bolas de tela con alfileres, polvos blancos: sal o azúcar; tierra, cabellos, envolturas de dulces, los pedazos de una carta.
        
Un día encontró tal regadero, pues parecía que algún apache arrancó a destajo cueros cabelludos en la tertulia del tercer piso. Y sí. El pleito fue tan sonado que llegó la policía y el que dejó el recadito en la escalera de arriba, se fue a esconder unos días y se respiró la paz. La Afanadora Constante limpiaba, volvía a limpiar y, mientras tanto, a su mente acudían las ideotas que le daban los recuerdos de una niñez infeliz: se le apareció su madre cuando Aquel Recaderito se presentó en la vivienda y amenazó con golpearla, si no limpiaba las heces que algún gatito dejó en las escaleras. Pero ese tal gatito ni era propiedad de ella, sino del escribidor. Cuando empezaba a trapear, comenzó a escuchar los gritos de la autora de sus días: ¡Inútil! ¡Para eso habías de ser viva! ¡Mira cómo me tienes la casa! ¿Crees que con unos pinches cubetazos que avientas ya hiciste el quehacer, pendeja? ¡Ay de ti si esas manchas no se quitan, cochina! Un extraño paliativo eran tales remembranzas, porque servían de motor para acabar la faena.


¡Años habían transcurrido! Ya no tenía la desgracia de encontrarse al recadero y hacía todavía más años que esas voces maternas no eran una realidad. Pero ella seguía insistiendo en limpiar los recuerdos y, en la espiral hacia abajo que implicaba la trapeada, volvía a escuchar a su madre y contemplaba a su hermana. Mucho más dócil y también más demandante de un reconocimiento por parte de esa tirana que nada más pudo dar un poquito de dulzura al primogénito, al varón. ¡Pobre Alejandro! Por eso murió de un coma diabético. ¿De manera que las armas que nos daba para defendernos en la vida eran estas? ¿Saber barrer y trapear? Eso quiere decir que a Marilusa y a mí nos estaba entrenando para que fuéramos sirvientas, pero además, sirvientas de ella. El efecto de estas reflexiones era más contundente, si, en ese justo momento, alguna costra cedía ante los golpes del cuchillito sin filo que era parte medular del instrumental de trabajo. Entonces podía fantasear con ser una gran arqueóloga, incluso creerse diosa o aventurera en una novela. Era la gran heroína que penetraba aquel Hades y se apropiaba de huesos, cenizas y todo vestigio servible para explicar su presente. No ha dejado de ser dura la pobreza. Ella enfermó a mi madre y me engañó. Me prometió libertad. Me aseguró que no estaba reñida con la limpieza. ¡Y es menos trabajoso fregar ocho pisos de escaleras que el cuarto donde vivo! ¿Más vale ser pobre, pero honrado, que rico y ladrón? Pero aquel vecino confeso no era rico. Ninguno de los habitantes del edificio era dueño de más de mil pesos.


La Afanadora Constante ha podido confirmar que en reveses de fortuna, todos enseñan el cobre. Al exprimir el mechudo, el rostro de Guadalupe, la pareja del borracho, con un resplandor de espuma y unas burbujas grandotas que hacían de manto sagrado, se le apareció de pronto y le advirtió, una vez más, que iría a la delegación y la acusaría de locura, porque su excelso marido no podía estarla hostigando. Después, al cambio de agua, otra vez La Guadalupe que llegaba a despedirse con su cara de tristeza por los años que se fueron y todas las pertenencias que su ejemplar concubino le obligó a dejar atrás.

En eso, alguien que llegaba y le decía con permiso, la sacaba del recuerdo. Pero se volvía a meter, porque se preguntaba qué tenía de semejante esa mujer arruinada, con ella misma, de joven, cuando su madre le dijo que, si quería irse de casa, tendría que ser con lo puesto. Los lugares donde vivimos reproducen las raíces, los usos y las costumbres del medio en que se nació.
       
El sonido de la puerta cuando alguien metía la llave, la remitía al chasquido del cordón que escuchaba cuando niña, que le indicaba que había olvidado pasar el trapo de sacudir por debajo de un adorno. Se confundía con el ardor punzante en cualquier parte del cuerpo, que horas después luciría con sendos rayones negros.

Lo mismito sintió cuando El Ginecólogo Astral salió, pistola en mano, a reclamar airado por el ruido que le hacía con mover el trapeador. Sabrá Dios cómo escuchó el drogadicto el ruido de la escoba y el mechudo, ¡para saber cuál fue la percepción del mariguano que hasta se puso en alerta, solo porque chocó el jalador con la reja de su entrada! ¡Muy valiente con una vecina indefensa, pero un manso corderito ante sus compinches, que seguido lo madreaban y le ajustaban cuentas! El caso es que se la pasaba oyendo serpientes y ese día salió decidido a matarlas.

 
La Afanadora Constante le dio la espalda al vecino para olvidar ese miedo, para que nadie lo viera, pero él cortó cartucho. Dos días después, una comisión encabezada por El Campeón de Levantamiento de Tarro, se apersonó en casa del tal por cual Ginecólogo, para reclamar.

Ponte a pensar, maestro, –decía y manoteaba El Campeón–, nadie más lo hace, ella era la única que las limpiaba. A ver, ahora, ¿quién lo va a hacer? ¿Tú? ¿La pendeja de Ardelina? ¿Vas a poner a tus amigotes a que lo hagan? ¡Mira nada más! ¡Pinches escaleras!

A La Afanadora, después de reconfortarla y volverla a convencer de que siguiera limpiando, le explicaron que el arma era de juguete, que nada había sido real. Para sus lindos vecinos, aquello no era importante, pero la angustia vivida y la orfandad que sintió no fueron una ficción. Ella aguantaba la vara. Vivió un ambiente malsano y, aunque no estaba contenta o tal vez creía no estarlo o ni sabía cómo estaba, aceptó su realidad y aceptó el trabajo duro. En su casa hubo locura, del mismo modo que ahora: en este viejo edificio, no hay dueño que ponga un orden, ni portero que lo ejecute. En el caos de la familia el que tenía más saliva, pues tragaba más pinole. Y en el del edificio, había que moverse mucho porque no era conveniente salir en todas las fotos. Lo entendió La Afanadora cuando llegó de la chamba y estaba todo vacío. No se escuchaba ni un alma. De pronto, el murmullo desde abajo. Sin entender qué decían fue distinguiendo las voces: El que no Rompe ni Un Plato, los gritos de Don Mongelio, los comentarios hirientes de La Acarreadora de Chinches, ¡y La Ricachona de Aquí!

Reunidos en el garage, todos estaban atentos al discurso de unos cuates que les fueron a ofrecer ayuda para cambiar. Los Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus Casas hablaban con entusiasmo de irse a manifestar, asistir a los plantones, hacerse oír del gobierno para que les dieran casa y una vida mejor. Acudieron al llamado de uno de los vecinos que iba a esas reuniones de los partidos en pugna, de la polaca en chiquito. Ahí prometen al que llega, que tendrá más de una casa si ayuda al lidercillo a conectarse con gente a quien llevar de acarreada a mítines, peloteras, servir, en fin, de paleros, a ver si en algunos años ya viven con dignidad.

Los Políticos de Quinta hicieron dos gestioncitas y una legión de ingenieros del gobierno del Distrito fue al edificio con la encomienda de tomar medidas y fotografías del estado que guardaba ese lugar, lo cual le dio a La Afanadora oportunidad de entrar a casa de sus vecinos y se sintió transportada al cuchitril de su hermana.

 
¡Tampoco a ellos les lucían sus espacios! ¡Hacían falta cobijas en las camas! ¡Tenían un solo grifo de agua para abastecer necesidades de baño y cocina! ¡Desconfiaban hasta de su sombra! ¡Esos departamentos, de los que tanto presumían, apestaban a mierda y orines de sus mascotas, igualitito que allá!
       
Mientras bajaba las dos últimas cubetas de jabonadura para fregar en la planta baja, La Afanadora Constante sintió por un momento que no llevaba esa carga, sino su mochila de todos los días, cuando salía a trabajar, y volvió a ver Al Hijo de Aquella Señora de la Grasa Corporal, incómodo mensajero para Alguna Vecinita que Pidió Guardar Silencio por la muerte del anciano que ya no podría decir que era dueño del lugar.
        
Esa noche hubo fiesta en la azotea. Había sido una mala persona. No tenía amigos. Nadie lo quería en el barrio. Los habitantes bailaban al son de las cumbias. Y la espuma crepitaba a los golpes de la escoba.

La Afanadora Constante no tomó la decisión que la podía haber salvado de toda aquella molicie. Se quedó en el edificio porque no tenía dinero para pagar la mudanza, mas tampoco lo tenía cuando era una jovencita. Por su libertad dejó no solo sus bienes, sino también a su hijita. Exactamente como un trapeador por el suelo, pasó por su mente que aquel cuartucho era de ella, que era su golpe de suerte. Esta vez no renunciaría a lo suyo. Hoy le daba más valía defender su lugar en el malhadado edificio, que si hubiera luchado ayer por un sitio nada honroso en su enfermo sistema familiar.







2 comentarios:

  1. Eres una mamada Adriana Jajaja Pero Me divierte

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    1. No, no, no, a ver, momento. Una cosa es que escriba mamadas y otra que sea yo una mamada. Todas las entradas de este blog que tengan el título "Los nuevos señores, los nuevos villanos", son del mismo relato. Me dio para un librito pequeño. Hay un capítulo que le vas a dar gracias a Dios de que no me haya vuelto famosa, porque si te pusiera a dar autógrafos no te la acabas.

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