Acrobacias
del asfalto
Uno
Todos
los habitantes del edificio tienen mucho en común. Este lugar es
donde han estado más incómodos y hostilizados, aquí han sido peor
tratados y es donde más han durado. Si se pudiera pensar que el
edificio les cuenta a sus inquilinos historias y más leyendas de
aquellos días de abundancia, podría explicarse por qué un orgullo
mal entendido ayuda a los miles de argumentos que esgrimen consigo
mismos, los miembros de esa comunidad, a la hora de pensar en
abandonarlo.
Bien
quedaría entonces dejar escrito que aquí existen los apegos de
cabreanza, en lugar de los aperos de labranza. Es decir, que los
habitantes se ocupan en rumiar pendencias de antier y no en tener un
oficio, o, quizá, mejor sería especificar que aquellos que se
precian de ser diligentes, se desgastan en labores pesadas e inútiles
como lavar ocho pisos de escaleras, escombrar y dejar los trebejos en
el techo del vecino, poner gruesas estacas de piso a techo que
estorban el paso más de lo que apuntalan. Todo eso en el intento de
que el edificio no se haga escombros de un trancazo, pues, cual
señora temperamental, amenaza con eso tantas veces como llega un
temblor, pero no se cae, se ladea. Como si tuviera conciencia de las
vidas que alberga, permanece recargado en una de sus cuatro esquinas.
La gente ha llegado a compararlo con un padre o una madre que nunca
habla en serio, físicamente fuerte, un superhéroe que los cobija y
protege como Dios a sus creyentes.
Lejos
quedaron aquellos días en que ondeaban sobre el heroico aluminio de
la entrada las banderas de España,
Argentina e Israel.
Acababa de morir Francisco Franco y
La
Madre del Anciano que se Ostentaba Como Dueño hacía
entrega de las llaves de una suite a Los
Diplomáticos Madrileños que Firmaron Contrato de Arrendamiento.
Esa
vez, como un presagio de lo que más adelante sería el edificio,
sopló un ventarrón y se rompió el asta que sostenía la bandera de
la estrella de David. Estuve
a punto de quedar sepultado bajo el lábaro, pero pude refugiarme en
la jardinera, bajo La
Sábila, y
desde ahí contemplar la rebambaramba. Hubo comentarios un poco
subidos de temperatura. En otras palabras, con varias sesiones de
dimes y diretes en el pasillo y el elevador, se conmemoró la vez que
los reyes católicos
echaron de sus dominios a los creyentes de la fe mosaica. Eso nada
más para que no olvidemos que en todos lados se cuecen habas.
Todos
los habitantes aseguran haber visto la pelotera del día que llegó
la policía para separar a los rijosos españoles e israelitas, que,
aún camino a la demarcación, iban recordándose la progenitora.
Nunca se supo si uno de los argentinos había sido el embijador, pero
El
que no Rompe ni un Plato presume,
hasta la fecha, de haber escuchado cómo se dice “chinga a tu
madre” en yidish.
Y convencería a mucha gente de la veracidad de sus cuitas, si no
fuera porque La
Vecina de Todos Ustedes Menos Mía lo
echa de cabeza, al aclarar que llegó a vivir al edificio al mes de
que ella se cambió, y que ni cama tenía, o sea, que de mucho
departamento y dormía en el suelo, como animal. Entonces, el hombre
se defiende inventando que llegó recomendado por Cantinflas,
para servir de chofer a uno de los más chipocludos de Televicentroy
que el patrón, por su lealtad, lo premió dejándole el departamento
que ahora tiene. Quienes lo escuchan se mondan de risa, pero a sus
espaldas.
El
día que murió El
Anciano que se Ostentaba Como Dueño, el
aluminio del zaguán fue el primero –por no decir el único– en
celebrar un duelo: se zafó de un lado al primer empujoncito. Después
de que se hiciera añicos el cristal, demostró que no soportaba el
peso absolutamente de nada, por lo que, al ponérsele unos tornillos,
se tomó la opción de que permaneciera la puerta sin vidrio. No
obstante, los vecinos quedaron de acuerdo con que a los rateros de la
calle no se les iba a informar que en realidad no había puerta. Así
las cosas, metían las llaves a la chapa y abrían y cerraban el
marco, guardando la costumbre, pues, ¿qué mejor que aparentar que
tenían el zaguán más limpio de todos los zaguanes de la cuadra?
Dos
Si
tomamos en cuenta que se construyó en la década de los sesenta, es
como una casita de papel, ¡no le ha tocado más que el terremoto del 85! En su época, mostraba el último grito de
la moda arquitectónica; pero, cuando dejó de ser un lugar de
polendas, para convertirse en vecindad, más o menos aceptable, todos
los detalles que antes fueron percibidos como de gran belleza,
resaltan ahora para acentuar la fealdad.
El
aluminio de la entrada, delgado y color oro, parece que conserva su
aspecto desde que el edificio quedó terminado; pero, al acercarse,
es notorio que ha recibido toda clase de talladuras: con lija, con
clavos, segueta, en fin, no le habíamos metido cizalla porque..,
¡pues porque a veces los seres humanos somos… somos perezosos! ¡O
güevones! Para decirlo como lo dirían los pelados éstos. Y no
reparamos el marco, en realidad, por tacaños. Finalmente, le
apostábamos a que los nueve escalones que sirven de acceso hicieran
su trabajo inspirando flojera en cualquier intruso que deseara
aventurarse.
Los
dichos escalones son, hasta el presente día, utilizados como banca
de descanso por algunos transeúntes, en cuya presencia quedó
destrozada la ilusión de la puerta diáfana. Una tarde, salió un
perrito french poodle, que por su
condición canina y por la urgencia que tenía, se abstuvo de abrir
como era debido y saltó hacia afuera para hacer su necesidad casi en
mi falda. Yo estaba ahí, con el hombre que amaba. Aunque eso nos
cortó la inspiración, fue necesario encontrar, esa misma noche, a
unos jovencitos fumando mariguana,
encerrados en lo que había sido el elevador, para que, de inmediato,
se pusiera una hoja de fibra de vidrio que ya no se rompe, que no es
tan pesada pero que desentona con la estética.
Lo
que realmente desentona con la estética somos nosotros. Bueno, en
realidad son ellos. Yo dejé de vivir ahí. Puras envidias porque soy
la única de todos ellos que tiene categoría.
En
sus años mozos, el edificio no solo fue morada de embajadores,
también artistas renombrados y alguna que otra prostituta de altos
vuelos tuvieron el honor. El terremoto los ahuyentó y atrajo a la
gente de hoy: personas de armas tomar, algunas, de plano,
delincuentes, que, sea como sea, calientan la construcción. El agua
circula por sus tuberías oxidadas y la luz por los alambres
desgastados; los cables telefónicos palpitan una y otra vez: ¿qué
importa si eso se logra con una señal robada? Tiene vida y la
agradece, como el anciano que se siente reconfortado con una taza de
caldo de pollo.
La
fachada muestra el paso del tiempo en los balcones que, semejantes a
la puerta del zaguán, no tienen el vidrio que antes les daba aspecto
ultramoderno y lujoso. El número que indica la ubicación en la
calle se ha caído, así como el letrero labrado en piedra, del que
solo quedan las palabras: “Suites ejecutivas”.
Las
escaleras parecen recuperar lozanía cuando les pasan cualquier
artefacto de limpieza. Casi de caracol, suben y suben pisos en una
espiral que quiere llegar al cielo, pero lo más que ha alcanzado es
el color de las nubes. Ahí estuvo mi casa. Con esa gente de arriba
nunca me pude integrar.
Aquellos
de la azotea –decía la gente de abajo–, son personas irascibles.
Y así era. Mirábamos retadores a los ojos altaneros de la gente
vanidosa, los felices poseedores de sus inmundas pocilgas que le han
quitado a sus casas, en forma definitiva, la categoría de suites,
pero bien que nos miraban con la barba sobre el hombro y se referían
a nosotros con palabras hirientes, como si fuéramos seres
inferiores, animales con aspecto humano que no acababan de admitir
que estaban ahí para servirles, porque ellos son los de los
departamentos, los dignos, los que gozan de aquellos mismos espacios
que alguna vez disfrutaron los prominentes de este país.
me parece una casa preciosa, es una pena...
ResponderEliminarGracias por leerlo, ojalá te gusten las otras entradas con el mismo título. Tienen números romanos del I al XI.
Eliminar