martes, 25 de septiembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


IV

Criptozoológico.

Divagar es, a menudo, una sana costumbre. La Afanadora Constante echaba su mente a navegar por los recuerdos cada vez que tenía un problema. Así fue como encontró que lo más atinado era contarle al dragoncillo las anécdotas de toda esa caterva que, lo aceptara o no, ya era como de su familia. Ella también resultaba entrañable para todos esos seres dignos de sendas reseñas en un bestiario. No era gratuito que ya la respetaran. Se lo había ganado a pulso, después de soportar que La Última en Darse Cuenta de que le Estaban Poniendo los Cuernos la golpeara en el zaguán, además de amenazar con deshacerla en ácido, al más apegado estilo de las mafias que trabajan para lavarle las manos a alguna que otra celebridad que no quiere ensuciarse.

Le habló del tambo que permanecía en el elevador desde que sacaron a los jovencitos mariguanos. Lleno de ácido y ahí dentro, ni siquiera se percibiría el olor a cadáver. Se dejaría abierta la puerta de madera, labrada en sus buenos tiempos, que daba acceso al patio, que originalmente era de servicio, pero, por no funcionar el elevador, se había transformado en el paso de toda la gente, y se tendría una buena ventilación. No faltaría quién limpiara las escaleras. Lo que sobraba en el mundo, eran mujeres con mentalidad de sirvienta, pero ahí se le acabó el poder. Para cumplir promesas de esa índole se necesitan recursos que no tenía, cosa que hasta un niño de primaria podría ver. Lo que más lastimó su prepotencia, fue la serenidad con que La Afanadora escuchó, para responderle que por favor no la desapareciera. Adoptando las poses más teatrales de que pudo echar mano, preguntó:

¿Qué vas a hacer sin mí? Piénsalo, ¿quién crees que se dejará madrear como me he dejado yo? ¡Ni creas que voy a permitir que le des a otros mis trancazos! ¡No seas ratera, faltaba más! –La Última en Darse Cuenta se dobló de la risa y, ¡santo remedio! La Afanadora Constante supo que no volvería a ser agredida. Tranquilamente recorrió los nueve metros de patio hasta las escaleras y desapareció.

Ante sí misma, La Última en Darse Cuenta no podía admitir que le encabronaba que vinieran hombres a preguntar por la del siete. Sin importar quiénes eran, lo mismo daba el galán, que el plomero o el cobrador. La enfurecía que fueran hombres y que la buscaran. Pero ya no fue necesario ningún examen de conciencia. Acababa de pasar el relajo que destapara a  Lady Manflower; así que, a los pocos días, La Última en Darse Cuenta se marchó del edificio, dejando a todos la encomienda de recordarla como paradigma de lo ruin y lo culero. Me dio tristeza. Su ausencia le quitó lo angustioso al ambiente. Ya no tenía que protegerme de nada y no tuve más motivo para seguir el trato con La Afanadora Constante.


La vida siguió insoportablemente tranquila, hasta que otro día, por ahí, Al Que No Rompe ni un Plato se le olvidó poner la bomba y estuvimos día y medio sin agua, hasta que Aquella Señora de la Grasa Corporal consiguió una llave maestra para abrir la puerta del garage y activar la bomba que subiría el vital líquido hasta los confines de la cisterna. Ella y La Afanadora entraron, pero una repentina picazón en las piernas casi les impide subir el switch. Salieron de inmediato, sin embargo, veinte minutos después, hubo que soportar otro escozor. El caso es que en quince días, La Afanadora Constante había sanado de los piquetes de pulga, pero no así Aquella Señora, que necesitó visitar al médico porque las ronchas le supuraban y descubrió que tenía diabetes. Desde entonces, comenzó a emitir comentarios venenosos y a demostrarle envidia a la que, más adelante, ocuparía su lugar en la faena de limpiar las escaleras. Su guerra para hacerla aparecer como una tonta no conoció cuartel.

Sumergida en la creencia de que la conserje era su amiga, la entonces futura  limpiadora de escaleras llegó una tarde a buscar a Aquella Señora para enseñarle la oferta que aprovechó del supermercado. Escuchó ruido de pleito. Al tocar, la puerta cedió y El Hijo de Aquella Señora, a punto de cachetear a su madre, abrió unos ojos descomunales y saludó con una sonrisita de conejo que no sirvió para disimular el momento, pues La Afanadora alcanzó a escuchar que era un maldito estorbo pendejo. La mujer gorda se abotonó la blusa, se acomodó el despeinado y puso a hervir agua para café.

¡Saluda, tú! ¡Burro, pelado! –Dijo la portera, con disgusto. El muchacho inclinó levemente la cabeza. La Afanadora contestó de igual modo y luego dijo: 

Si quieres, vengo al rato. Nada más quería enseñarte mi cafetera nueva. Es igual a la tuya pero más grande, ¡o ya sé! Subes mañana y te preparo un café.

No, no, no, linda, no –contestó, zalamera, Aquella Señora de la Grasa Corporal– quédate, por la cara que tienes, pudiste traer algo más, ¿no?

Pues sí, la cafetera está llena de sobrecitos del café que nos gusta y te traía la mitad. ¡Creí que nunca iba a tener esta belleza, pero sí se me hizo! –La Afanadora estaba feliz y contemplaba la caja en que venía empacada su adquisición.

¡Ja, ja, ja, ya lo creo! ¡Después de la vergüenza que pasaste la semana pasada recorriendo tiendas a lo loco, ja, ja, ja! –Dijo Aquella Señora con retintín.

¡Ora sí! ¡Ya voy a tener quién me haga mi cafecito express! El Hijo de Aquella Señora había recuperado el aplomo. Desnudó con los ojos a la visita de su mamá. Eso desató los celos de la señora de la casa, que no tuvo empacho en recordar la hazaña de La Afanadora, quien, al ir de tienda en tienda buscando el anhelado cacharro, nada más consiguió que los vendedores se rieran de ella.

¿Y cómo no se iban a pitorrear, mamacita, si te viste de a tiro de rebozo? ¿A quién se le ocurre decir quiero una cafetera pequeña, que es así como licuadora, pero no es licuadora porque es cafetera? ¡Ya ni la amuelas, mi reina!

Bueno, pero ahora ya sé cómo pedirla, porque hay más grande que ésta y sí me la voy a comprar –dijo, tan contenta, que no reparó en que había echado a perder un encuentro incestuoso.

En realidad, lo que pasaba con La Afanadora era que, al igual que El Anciano, pero por diferentes motivos, tampoco tenía amigos y confundió con amistad la insana disposición de Aquella Señora para escucharla. Fue así como esa mujer, con su hijo, le creó una fama de chismosa no del todo indemostrable; aunque las confidencias hechas a la portera rápidamente se divulgaban en edición corregida y aumentada.


Ese día, horas más tarde, llegaba del trabajo El Que no Rompe ni un Plato, y se encontró con El Militante Seco de la Veneranda Orden de la Cruda Alegre, que no cabía en sí del orgullo, porque recibió su diploma de fin de cursos, en una escuela de esas que se anuncian con el slogan: “Aprenda inglés en dos por tres”. Ver llegar a su amigo, le sugirió la oportunidad de mostrar sus conocimientos y entonces, casi con altavoz, le preguntó:

¿Cómo has estado, mi buen… qué te dice tu vecina la crazy? –antes de que el aludido pudiera contestar, La Afanadora, sabiendo que se refería a ella, contestó, a grito pelado:

¿Hi, how do you do now, mi chaparrín? This is the crazy. ¿What do you think about our neighbor, the thief? ¡Así se dice “nuestro vecino el ratero” en inglés! –El Militante Seco subió a decirle unas verdades a la mujer, que ya lo esperaba sin inmutarse. En cuanto lo vio, La Afanadora preguntó por el estado de salud de su hermanito el drunk, y aclaró que that english word means borracho in spanish. Demostró que podía enseñarle, además, que puta es whore, por lo que mandó my regards to your daughter. El Militante Seco, entonces, más bien, escurrido, dio las buenas noches y se fue a dormir. Jamás podría competir con alguien que había estudiado su secundaria en una escuela bilingüe.

Schahrazada ante el sultán no hubiera sido mejor cuentacuentos. La Afanadora se regodeaba en los relatos para un visitante que no solo había instalado su mesa y su banquito, sino que estaba apoltronado en un divancillo plegable, como todas sus pertenencias, y con ello le había quitado tres cuartas partes del antecomedor. ¡Qué fastidio! ¡Casi no tenía espacio para poner su café y el pan a la hora del desayuno, pero no se atrevía a limitar al dragón! Después de todo, era el único ser que realmente la aceptaba, además de que no había nada de malo en ser escuchada y, de acuerdo con sus fantasías más íntimas, así como se sentía la diosa Perséfone cuando trapeaba las escaleras, con el pequeño reptil había chance de ser la ufanadora constante y sí que lo disfrutó. Cuando tanteó que su oyente estaría confiado, lanzó una pregunta:

¿Por qué no tienes cola que te pisen? ¿Qué te pasó?

Es una historia muy larga. Y sucedió aquí mismo. Tengo, en este edificio, mucho más tiempo que túcontestó el saurio.

A ver, a ver, ¿cómo está eso?

Soy un ser que se abre paso a través de los afanes de la gente. Si no hubiera personas llenas de preocupaciones, no tendría forma de aparecer en ningún sitio, pero no en todos lados me aceptanadmitió el dragoncito, con un dejo de tristeza.

Pues mira, si en dondequiera te portas como verdolaga en patio de indio…

¡Oh, está bien, está bien! Acomodaré mis cosasde inmediato, el animal  saltó de su diván y lo empujó hacia la pared. De ese modo quedó establecido que cada quien tendría 
la mitad de la mesa. En seguida se acostó para continuar sus historias. ¡La Afanadora se enteró en esa forma de cada cosa!


Aquella Señora de la Grasa Corporal que fingió trapear en tiempos del Anciano que se Ostentaba Como Dueño, no había sido, ni con mucho, la primera encargada de la conserjería. Hubo otras dos, más limpias y cuidadosas, que superaron, incluso a las lesbianas, en materia de meterse a robar en las casas. Pero también se encargaron de que la jardinera, hoy convertida en mini desierto cuando no en franco basurero, adornara la entrada al zaguán. Cultivaron un Teléfono, una Chismosa, una Millonaria y una Sábila. Puntualmente las regaban y se turnaban para lavar cada día las escaleras. ¡Ah! ¡Fue la bella época del edificio!

¿Pero eso qué tiene que ver con que no tengas cola? –Preguntó, impaciente, La Afanadora.

Para allá voycontestó el dragón–. Las plantas son seres tan vivos que agarran poco a poco los defectos de quien los cuida. No les importaba que esas mujeres las hubieran plantado ni el empeño que ponían en que nada les faltara. Para todas, Venenice y Guarralumpen eran un par de rateras aunque nada se les había comprobado. No podían decirle a la gente cuántas veces las vieron ni aconsejarle a nadie que reparara en cómo se molestaban si alguien cambiaba la chapa de su departamento. Ningún vecino las apreciaba y ellas tampoco se querían. A menudo a una o a otra se les veía con moretones y rasguños y se escuchaban gritos y maldiciones por los pleitos que sostenían, hasta que una se suicidó. Entonces fue que perdí la cola y gané el marsupio.

¿Qué? –El asombro de La Afanadora era grande.

Paciencia, te estoy diciendo que la historia es larga. No vayas a creer que lamento la pérdida. Era una cola que me tenía esclavizado. Cultivo desde ese día la costumbre de no compadecer a las personas, porque no quiero que me vuelva a crecer. Entre más me entristeciera por el infortunio de los humanos, más centímetros alcanzaba. Tenía que enrollarla para poder caminar. Eso me agotaba; de volar, mejor ni hablamos. Aquella vez hice lo que nunca: cedí a la tentación y la desenrollé para sentirme relajado.

Más detalladamente, el dragoncito narró su tragedia. Estaba acostumbrado a posarse para tomar el sol en el pretil de la ventana de arriba del baño de la conserjería. De pronto, alguien jaló su cola y la amarró en un clavote. Y ni cómo voltear, porque sintió que perdería el equilibrio si osaba moverse. Nada más alcanzó a agarrarse de la ventila y recibió un jaloncísimo.  El estómago se le partió. Entonces, escuchó un golpazo y se descubrió liberado. Al fin pudo voltear. Guarralumpen se había estampado en el patio, con la cabeza en un charco de sangre. La mujer quiso ahorcarse y confundió con una soga la cola del pequeñín. El peso le reventó la panza. A la señora se le cumplió el gusto de morirse, pero fue consecuencia del batacazo.

Venenice, en verdad lamento lo que ha sucedido –decía, cortés, La Gran Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera, cuya ventana pagó los platos rotos del deceso que sería la comidilla en los siguientes seis meses–, pero, lamentablemente, la vida sigue y a los gastos del funeral, habrá que agregar los de la reparación de mi ventila. ¿Cuándo cree estar en condiciones de que hablemos de eso?

¡Nunca! ¿Qué no está viendo que ni siquiera tengo para sacar a mi hermana del forense? ¡La echarán a la fosa común y ya ni modo! –la portera sobreviviente se escuchaba entre llorosa y enojada.

Pues mira, si tu hermana no vale nada para ti es tu problema, pero mi ventana sí me la tienes que pagar. Yo no tengo la culpa de los pleitos entre ustedes ni le dije a ella que se matara –La Gran Exponente estaba decidida a cobrar.

¿Usted qué sabe de cómo me siento? –preguntó Venenice, francamente enojada.

Mira, conmigo no tomes esa pose de víctima. Esto no fue ningún golpe para ti, no te hagas  –¡sí que era buena La Gran Exponente para hincar el colmillo!

Si fue o no fue un golpe, es cosa que a usted no le importa, ¡y no le voy a dar nada, vieja bruja! ¡Pídale a sus amantes, vaya a buscarlos y ruégueles, que yo no tengo la culpa de que ya casi no vengan, ni de que usted no se de cuenta de que ya le dieron la patada por vieja! –Eso calló, de una vez por todas, a la linda señora.

Guarralumpen debió ser más discreta, pero no. Tenía que dejarle a la gente su imagen llena de sangre, a su hermana más sentimientos de culpa, amén de una cartita repleta de tonterías. Además, ¡qué mal gusto! Se mató de una manera muy poco femenina. ¡Mira que darse un tortazo cuando podía haberse envenenado!

 –¿Que cómo fue el luto de Venenice? –dijo, con gravedad, el dragón. –Podría decir que se enfermó y se enfermó y se enfermó hasta que se la llevaron al  hospital y ya no regresó, pero eso es poco. Antes de irse, le hizo honor a sus apellidos. Se fue haciendo flaca y seca como leña y el día que se la llevaron en camilla los de la Cruz Roja, estaba horrenda de yagas y no se podía mover. Los quejidos llamaron la atención de La Ricachona de Aquí y La Madre del Salvador Fidedigno, que forzaron la puerta con la anuencia del Anciano que se Ostentaba Como Dueño, ese fue el que llamó a la ambulancia. No se volvió a saber de ella. El comedorcito que tiene Aquella Señora de la Grasa Corporal era de Las Porteras de la Maldad, con ese nombre también se les conoció. El edificio es más famoso desde entonces. La noticia del suicidio salió en la página roja de todos los diarios y se juntaba la gente en el zaguán para leer la esquela que La Gran Exponente pusiera en honor de la occisa:

La  comunidad  de  vecinos  otorga  el  reconocimiento  Charles  Darwin  a  Guarralumpen  Leña  Horréndez,  por  contribuir  al  mejoramiento de la  especie  humana, borrándose  ella  misma  del  mapa.”











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