VI
Reputadísima
logia
Hombres
puercos que orináis
las
paredes sin pensar,
mucho
menos reparar
el
daño que provocáis.
Si,
con gran desfachatez,
regáis
meados por doquier,
¿por
qué rehusáis disfrutar
de
la suave fetidez?
Pululáis
por todo el patio
con
vuestro quehacer inmundo,
y,
con cara de iracundo,
preguntáis
si alguien os vio.
¿Pues
cómo ha de ser, menguados,
vuestro
lugar impoluto,
si
lo ensuciáis a lo bruto,
a
veces, de dos en dos?
¿Procuráis
que algún nagual
venga
y retire la mugre?
¡Si
vivís pegado a la ubre!
¿Qué
os importa el lodazal?
Mirad
bien que no os fijéis
si
esto es insulto o lisonja,
¡seguid
lo que se os antoja!
Buen
trato recibiréis:
¡El
que se da a un animal!
Estos
versos aparecieron en el pizarrón de avisos del edificio. Todos se
preguntaron quién podía haberlos escrito, pues estaban firmados con
un seudónimo: Lalo K. En realidad hablaban de un problema que
había causado estragos en el vecindario porque no era agradable ser
recibido o despedido con ese olor demoniacal.
Aquellos
que eran supersticiosos, empezaban sus labores con la certeza de que
no era ya necesario que un perro los olfateara. La Ricachona de
Aquí llegó al extremo de salir vestida toda de blanco, hasta
con gorro albino y una bola de collares y amuletos. Parecía piñata.
Su miedo andaba en burro, después, anduvo en taxi, pero llegó al
paroxismo el día que vio, regada por todas las escaleras, tierra
blanca mezclada con la que se usa para las macetas. La Gran
Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera fue la primera
en escuchar a la asustadísima Ricachona y estuvo a punto de
reírse en las narices de su apreciada vecina.
Horas
antes, La Acarreadora de Chinches y La Suprema Reina
de la Muleta Ficticia llegaron cargando, entre las dos, un
macetón. A una de ellas se le resbaló y el tierrerío se fue
regando porque se subieron rapidito a sus casas y jamás salieron a
barrer. Pero La Ricachona, para diversión de su escuchante,
seguía sin saber la historia y qué bueno que no vio, en ese
momento, a La Suprema Reina; entonces habría
comprendido por qué sus dominios eran de la Muleta
Ficticia. Su invalidez no era un estado físico, era un modus
operandi, y vaya que lo profesaba con enorme seriedad, pero el
día del macetón hubo que echarse a correr, para no ser descubierta
y que todo quedara en el extraño caso de las arenas desparramadas.
Así
pues, La Ricachona salió como alma que lleva el diablo a
buscar a una vidente, que, después de revisar el piso y las
escaleras, aseguraba que lo blanco era arena de panteón, que alguien
de ahí estaba deseando la muerte para todos los demás. Mientras
tenía lugar una ceremonia para limpiar de malas vibras el edificio,
todo el vecindario se preguntaba quién podía haber gastado el
dineral que, seguramente, costó comprar, por lo menos, diez costales
de cada cosa. El ritual finalizó con la colocación de una ofrenda
frutal en la puerta del departamento de La Ricachona, a fin de
que, quien comiera de lo que había en la canasta, quedara
descubierto como el principal instigador del desorden. Dos horas
después, la tal canasta estaba limpiecita y ni siquiera se reportó
algún enfermo de la panza.
El
caminito de tierra iba desde el garage hasta la entrada de un
departamento del primer piso; esto abarcaba los lugares más
utilizados por los meones. Viernes y sábados, ni qué decir.
Empezaban las bolitas de chavos con sus chelas y sus monas y sus
bachas, y no había más remedio que pasar en silencio, casi, casi,
de puntitas; no fuera a ser que se despertara la ira de alguno de
ellos, porque entonces la chorcha se convertía en retén y, para
llegar a la casa, había que darles dinero. A mi me la perdonaron
porque me llevaba con todos, pero, para el domingo en la noche, el
edificio nada le pedía a Guanajuato. La
pestilencia a orín era digna de un Festival Cervantino. Entonces, La Afanadora Constante entraba a
rescatar nuestras atribuladas narices y el olor a cloro y detergente
era recibido como una fragancia celestial. Lo que tomaron unos por
tierra blanca y otros decían que era sal, en realidad era cal. Un
costalito que traían las que compraron la tierra y el macetón y que
se desfondó en el relajo. En otras palabras, quedó en el suelo el
proyecto de cambiar de maceta algunas plantas y pintar de blanco los
troncos de los arbustos que habían crecido en otros búcaros de la
azotea.
La
Afanadora Constante salió,
después de la hora de la comida, mechudo y escoba en ristre, pero
caminaba y barría con mucha dificultad, como si a cada paso
estuviera empujando un bulto. La
Ricachona
no salía del asombro. Su vecina hablaba sola, tal como le habían
dicho. Le exigía, no sabía a quién, que la dejara pasar. Y es que
así era. Iba peleando con el dragón, que estaba decidido a no
dejarla trapear:
–¡No,
no! ¡No es justo! ¡No! –El
reptil empujaba con todas sus fuerzas para regresar a su amiga a la
casa–. Ya
cumpliste; si lo ensuciaron, ahora ahí, hasta el otro domingo, ¡qué!
¡Además ni te pagan, punta de bolsones!
–para dar por terminado el forcejeo y la discusión, el
dragoncito la tomó de las piernas, pero ella, más ágil, metió la
escoba en medio del herraje del pasamanos y se aferró, de tal manera
que, cuando el pequeño quiso emprender el vuelo, fueron bruscamente
regresados al escalón donde La
Afanadora había
estado parada. La
Ricachona,
perpleja, no sabía si auxiliar a la vecina, llamar a alguna
ambulancia o hablar de inmediato con un psiquiatra, pues nadie iba a
creerle que vio a una mujer suspendida por los aires, como si la
jalara un huracán, en un lugar que estaba techado. Entonces, cuando
cayeron al suelo, La
Afanadora
gritó:
–¡Ya
déjame! ¡Voy a trapear porque quiero, y quiero porque quiero!
Ante
la contundencia de tales argumentos, al dragoncito no le quedó más
remedio que ceder, pero eso no quería decir que se daba por vencido.
Volaba por encima de su amiga y le acercaba la cubeta, el recogedor o
lo que necesitara. La Ricachona de Aquí estaba a punto del
desmayo, pues era impresionante ver todos esos objetos moviéndose
solos para llegar a las manos de quien estaba limpiando.
Para
no hacer el cuento más largo, La
Afanadora
se salió con la suya. Barrió las escaleras y amontonó la tierra en
el patio. El dragoncito, entonces, se apoderó del recogedor y nunca
dejó que su amiga concluyera el trabajo. Poco a poco, ella se fue
dejando vencer por la fatiga y acabó sentada en los últimos
peldaños. Escuchaba la arrulladora plática del saurio, que le
narraba la historia de sus ancestros mientras construía, como niño
en una playa, castillos con la tierra, la cal y los pedazos del
macetón. Fue creando una aldea de la Europa medieval que terminó
por despejar a la mujer que, de otro modo, se habría dormido sin
remedio.
–Así
eran las casas en mi país de origen –el
alebrije señaló su obra–. Mis
tatarabuelos llegaron con los primeros navegantes de Colón.
Como no les gustaron las Antillas,
aprovecharon que salía de Cuba una misión exploradora a cargo de Hernán Cortés. Ellos
fueron los que le ayudaron a quemar las naves. Se enamoraron de la Gran Tenochtitlan. Les
pasaba lo que a mí. No todos los podían ver.
En
eso, llegó El Contemplador de la Luna con su
telescopio nuevo. Ver a La Afanadora Constante olfateando,
como perro, el montón de tierra y tepalcates, era de lo más risible
y lamentó no tener una cámara fotográfica para retratarle las
nalgas. Por esta vez decidió que no iría a la azotea a estrenar su
artefacto y, después de colocarlo en su tripié, lo enfocó hacia la
vecina, pero comenzó a ver el castillo, tal como lo había
construido el dragoncito. La disciplina que mostraban las hormigas
desfilando por las calles de ese laberinto, para llegar al agujero de
siempre, por donde entraban y salían todos los días, fue algo sin
precedente. La Ricachona de Aquí no resistió y le pidió al
vecino que la dejara ver lo que él veía por el telescopio. El
dragoncito, entre tanto, seguía con su exposición.
–Mis
ancestros nacieron en la Galia.
Allí no se inventó el dinero, pero fue de los primeros lugares del
Viejo Continente
donde se le conoció. Lo introdujeron griegos
y cartagineses.
A partir de ese momento existió la pobreza, se crearon los afanes de
la gente y nosotros, que somos guardianes de todos los metales,
empezamos a tener contacto con personas que vivían en Salzburgo,
Luxemburgo, Hamburgo, Edimburgo, Brandemburgo, Estrasburgo, ¡puros
burgos! Mis tatarabuelos también compadecían a la gente, hasta que
sintieron que tenían, cada uno, como veinte metros de cola. Eran
listos, porque se dieron cuenta y huyeron antes de que algo más
grave pasara.
El
Contemplador y
La
Ricachona, mientras
tanto, estaban peor que los niños de los años 60, cuando se puso de
moda “el cinito”, juguete que consistía en una caja con unos
anteojos de aumento y una ranura para insertar el carrusel de
diapositivas. Ese disco se movía con una palanca. Donde él veía
hormigas, ella veía un lomo verde botella con escamas como signo de
pesos:
–¡Ajá,
sígale! ¡Como esta mujer no se largue, acabaremos todos iguales de
enfermitos que ella! –sentenció El
Contemplador.
–¡Bájale
de volumen a tu radio! –Contestó La
Ricachona–.
Ni que fueras tan perfecto, ¡dirige tu cosa esa a la izquierda, para
que veas! Es una alfombra como piel de dinosaurio, con signos de
pesos en relieve, está bonita.
–¡No
fuera siendo una alfombra! ¡Luego, luego se ve cómo entran y salen
las hormigas del castillo! –El
Contemplador
ajustaba las lentes de su telescopio en la dirección que le indicaba
La
Ricachona,
y nada de dinosaurio. A su vez, La
Ricachona,
se asomó a la lente y preguntó:
–¿Cuál
castillo? ¡No seas buey! –Nunca se pusieron de acuerdo.
–Se
me hace que ya te vieron –le dijo La
Afanadora al
dragón.
–No
–contestó el
animal–, aunque
ella es consciente de su materialismo, no me puede ver completo. Y El
Contemplador de la Luna, ¡ni
con ayuda de su aparato me podrá ver en los próximos cien años!
En
eso, La Ricachona dejó el telescopio y se acercó a La
Afanadora:
–¡Oiga!
¡Usté es muy culta, oiga! ¿Por qué se impone a sí misma estas
chingas maratónicas? –Preguntó con afecto, mientras se hincaba
junto a La
Afanadora,
con intención de ayudarla a terminar de juntar toda la tierra y
echarla a la basura.
–Alguien
lo tiene que hacer –contestó la interrogada–, ¿a usted le gusta
vivir en la mugre? –La
Ricachona
movió negativamente la cabeza. –Por eso lo hago. Y porque no puedo
pagar para que vengan a hacerlo.
–¡Ay,
pues nadie puede pagar aquí nada, oiga! –Dijo, con desparpajo La
Ricachona.
–Lo ideal sería que lo hiciéramos entre todos, pero nos pesa
mucho, ¿verdad, Contemplador?
¡Mírelo! ¡No oye cuando no le conviene!
El
aludido estaba absorto. Como faltaba poco para que anocheciera, quiso
aprovechar la luz del día que quedaba para ver el desfile de
hormigas a sus anchas y, una vez más, lamentó no tener cámara
fotográfica. Cuando comprendió que ya no había suficiente
claridad, dirigió hacia el cielo el telescopio, ¡y vio a los
asteroides en órbita! Esto se debía a que el dragoncito se había
puesto a hacer juegos malabares con los tepalcates, frente al
aparato. La Afanadora, discretamente se reía. ¡No cabía
duda! ¡Su amigo era un malandrín! Cuando La Ricachona quiso
ver los asteroides, se encontró con que la zalea de dinosaurio la
saludaba y le enseñaba el trasero. La Afanadora estaba, ahora
sí, desternillada de risa. El Contemplador y La Ricachona,
entonces, le reclamaron que se estuviera burlando de ellos, la
increparon por engreída. Limpiar ocho pisos de escaleras no la hacía
bondadosa, ¡nadie le admiraba eso! A lo más, era una burra que
nació en el seno de la familia equivocada, puesto que sus padres
gastaron fortuna y media para que estudiara en una escuela de las
buenas, ¡y acabó viviendo allí, en esa ruina compartida con
fracasados! ¿De qué le servía desconfiar? No era borracha, tampoco
era ladrona, no era puta, ni lesbiana, ¡no era nada! La golpearon, a
pesar de que nuestro saurio intervino con unas cuantas bocanadas de
fuego dirigidas al castillo, que provocaron una humareda semejante al
gas lacrimógeno, que no los hizo llorar, pero los puso a dormir.
El
amanecer sorprendió a todos, acostados en el suelo, llenos de
ceniza. La primera en despertar fue La Afanadora Constante, pero
tuvo miedo de pisar los cuerpos de sus vecinos y se volvió a
recostar. La Ricachona abrió los ojos y los volvió a cerrar.
Abrazó al dueño del telescopio y apoyó en él la cabeza como si
fuera una almohada. El Contemplador de la Luna, que también
se había despertado, al sentir la presión en su vejiga se paró.
Después de orinar junto a la toma de agua, recogió los implementos
que le ayudaban a refrendar su apodo y se fue como si nada. A La
Ricachona no le quedó más remedio que levantarse. Su cabeza
rebotó en el suelo y era mejor bañarse, vestirse y salir al
trabajo. La Afanadora, por último, contempló la tierra
desparramada en el patio. Nada mostraba la evidencia de que allí se
había levantado un caserío feudal. Volteó hacia la toma de agua.
Los mosaicos que más trabajo había costado limpiar, ¡estaban otra
vez mojados de orín!
–¡Ay,
no! –se volvió a dejar caer. En eso, llegó el dragoncito y, como
las mulas en las corridas de toros, arrastró a La
Afanadora
hasta su casa. No dejó de refunfuñar:
–Te
lo dije, pero no entiendes, esto no es trabajo para ti, debiste dejar
que limpiaran ellos. Por una vez en la vida que haga algo esa bola de
inútiles, ¿por qué todo lo tienes que hacer tú?
–Bla, bla, bla..,
su voz se fue apagando por los pasillos, hasta que nada se oyó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario