domingo, 7 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VI

Reputadísima logia

Hombres puercos que orináis
las paredes sin pensar,
mucho menos reparar
el daño que provocáis.

Si, con gran desfachatez,
regáis meados por doquier,
¿por qué rehusáis disfrutar
de la suave fetidez?

Pululáis por todo el patio
con vuestro quehacer inmundo,
y, con cara de iracundo,
preguntáis si alguien os vio.

¿Pues cómo ha de ser, menguados,
vuestro lugar impoluto,
si lo ensuciáis a lo bruto,
a veces, de dos en dos?

¿Procuráis que algún nagual
venga y retire la mugre?
¡Si vivís pegado a la ubre!
¿Qué os importa el lodazal?

Mirad bien que no os fijéis
si esto es insulto o lisonja,
¡seguid lo que se os antoja!
Buen trato recibiréis:

¡El que se da a un animal!

Estos versos aparecieron en el pizarrón de avisos del edificio. Todos se preguntaron quién podía haberlos escrito, pues estaban firmados con un seudónimo: Lalo K. En realidad hablaban de un problema que había causado estragos en el vecindario porque no era agradable ser recibido o despedido con ese olor demoniacal.

Aquellos que eran supersticiosos, empezaban sus labores con la certeza de que no era ya necesario que un perro los olfateara. La Ricachona de Aquí llegó al extremo de salir vestida toda de blanco, hasta con gorro albino y una bola de collares y amuletos. Parecía piñata. Su miedo andaba en burro, después, anduvo en taxi, pero llegó al paroxismo el día que vio, regada por todas las escaleras, tierra blanca mezclada con la que se usa para las macetas. La Gran Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera fue la primera en escuchar a la asustadísima Ricachona y estuvo a punto de reírse en las narices de su apreciada vecina.

Horas antes, La Acarreadora de Chinches y La Suprema Reina de la Muleta Ficticia llegaron cargando, entre las dos, un macetón. A una de ellas se le resbaló y el tierrerío se fue regando porque se subieron rapidito a sus casas y jamás salieron a barrer. Pero La Ricachona, para diversión de su escuchante, seguía sin saber la historia y qué bueno que no vio, en ese momento, a La Suprema Reina; entonces habría comprendido por qué sus dominios eran de la Muleta Ficticia. Su invalidez no era un estado físico, era un modus operandi, y vaya que lo profesaba con enorme seriedad, pero el día del macetón hubo que echarse a correr, para no ser descubierta y que todo quedara en el extraño caso de las arenas desparramadas.



Así pues, La Ricachona salió como alma que lleva el diablo a buscar a una vidente, que, después de revisar el piso y las escaleras, aseguraba que lo blanco era arena de panteón, que alguien de ahí estaba deseando la muerte para todos los demás. Mientras tenía lugar una ceremonia para limpiar de malas vibras el edificio, todo el vecindario se preguntaba quién podía haber gastado el dineral que, seguramente, costó comprar, por lo menos, diez costales de cada cosa. El ritual finalizó con la colocación de una ofrenda frutal en la puerta del departamento de La Ricachona, a fin de que, quien comiera de lo que había en la canasta, quedara descubierto como el principal instigador del desorden. Dos horas después, la tal canasta estaba limpiecita y ni siquiera se reportó algún enfermo de la panza.

El caminito de tierra iba desde el garage hasta la entrada de un departamento del primer piso; esto abarcaba los lugares más utilizados por los meones. Viernes y sábados, ni qué decir. Empezaban las bolitas de chavos con sus chelas y sus monas y sus bachas, y no había más remedio que pasar en silencio, casi, casi, de puntitas; no fuera a ser que se despertara la ira de alguno de ellos, porque entonces la chorcha se convertía en retén y, para llegar a la casa, había que darles dinero. A mi me la perdonaron porque me llevaba con todos, pero, para el domingo en la noche, el edificio nada le pedía a Guanajuato. La pestilencia a orín era digna de un Festival Cervantino. Entonces, La Afanadora Constante entraba a rescatar nuestras atribuladas narices y el olor a cloro y detergente era recibido como una fragancia celestial. Lo que tomaron unos por tierra blanca y otros decían que era sal, en realidad era cal. Un costalito que traían las que compraron la tierra y el macetón y que se desfondó en el relajo. En otras palabras, quedó en el suelo el proyecto de cambiar de maceta algunas plantas y pintar de blanco los troncos de los arbustos que habían crecido en otros búcaros de la azotea.



La Afanadora Constante salió, después de la hora de la comida, mechudo y escoba en ristre, pero caminaba y barría con mucha dificultad, como si a cada paso estuviera empujando un bulto. La Ricachona no salía del asombro. Su vecina hablaba sola, tal como le habían dicho. Le exigía, no sabía a quién, que la dejara pasar. Y es que así era. Iba peleando con el dragón, que estaba decidido a no dejarla trapear:

¡No, no! ¡No es justo! ¡No! El reptil empujaba con todas sus fuerzas para regresar a su amiga a la casa–. Ya cumpliste; si lo ensuciaron, ahora ahí, hasta el otro domingo, ¡qué! ¡Además ni te pagan, punta de bolsones! –para dar por  terminado el forcejeo y la discusión, el dragoncito la tomó de las piernas, pero ella, más ágil, metió la escoba en medio del herraje del pasamanos y se aferró, de tal manera que, cuando el pequeño quiso emprender el vuelo, fueron bruscamente regresados al escalón donde La Afanadora había estado parada. La Ricachona, perpleja, no sabía si auxiliar a la vecina, llamar a alguna ambulancia o hablar de inmediato con un psiquiatra, pues nadie iba a creerle que vio a una mujer suspendida por los aires, como si la jalara un huracán, en un lugar que estaba techado. Entonces, cuando cayeron al suelo, La Afanadora gritó:

¡Ya déjame! ¡Voy a trapear porque quiero, y quiero porque quiero!

Ante la contundencia de tales argumentos, al dragoncito no le quedó más remedio que ceder, pero eso no quería decir que se daba por vencido. Volaba por encima de su amiga y le acercaba la cubeta, el recogedor o lo que necesitara. La Ricachona de Aquí estaba a punto del desmayo, pues era impresionante ver todos esos objetos moviéndose solos para llegar a las manos de quien estaba limpiando.

Para no hacer el cuento más largo, La Afanadora se salió con la suya. Barrió las escaleras y amontonó la tierra en el patio. El dragoncito, entonces, se apoderó del recogedor y nunca dejó que su amiga concluyera el trabajo. Poco a poco, ella se fue dejando vencer por la fatiga y acabó sentada en los últimos peldaños. Escuchaba la arrulladora plática del saurio, que le narraba la historia de sus ancestros mientras construía, como niño en una playa, castillos con la tierra, la cal y los pedazos del macetón. Fue creando una aldea de la Europa medieval que terminó por despejar a la mujer que, de otro modo, se habría dormido sin remedio.


Así eran las casas en mi país de origenel alebrije señaló su obra–. Mis tatarabuelos llegaron con los primeros navegantes de Colón. Como no les gustaron las Antillas, aprovecharon que salía de Cuba una misión exploradora a cargo de Hernán Cortés. Ellos fueron los que le ayudaron a quemar las naves. Se enamoraron de la Gran Tenochtitlan. Les pasaba lo que a mí. No todos los podían ver.

En eso, llegó El Contemplador de la Luna con su telescopio nuevo. Ver a La Afanadora Constante olfateando, como perro, el montón de tierra y tepalcates, era de lo más risible y lamentó no tener una cámara fotográfica para retratarle las nalgas. Por esta vez decidió que no iría a la azotea a estrenar su artefacto y, después de colocarlo en su tripié, lo enfocó hacia la vecina, pero comenzó a ver el castillo, tal como lo había construido el dragoncito. La disciplina que mostraban las hormigas desfilando por las calles de ese laberinto, para llegar al agujero de siempre, por donde entraban y salían todos los días, fue algo sin precedente. La Ricachona de Aquí no resistió y le pidió al vecino que la dejara ver lo que él veía por el telescopio. El dragoncito, entre tanto, seguía con su exposición.

Mis ancestros nacieron en la Galia. Allí no se inventó el dinero, pero fue de los primeros lugares del Viejo Continente donde se le conoció. Lo introdujeron griegos y cartagineses. A partir de ese momento existió la pobreza, se crearon los afanes de la gente y nosotros, que somos guardianes de todos los metales, empezamos a tener contacto con personas que vivían en Salzburgo, Luxemburgo, Hamburgo, Edimburgo, Brandemburgo, Estrasburgo, ¡puros burgos! Mis tatarabuelos también compadecían a la gente, hasta que sintieron que tenían, cada uno, como veinte metros de cola. Eran listos, porque se dieron cuenta y huyeron antes de que algo más grave pasara.

El Contemplador y La Ricachona, mientras tanto, estaban peor que los niños de los años 60, cuando se puso de moda “el cinito”, juguete que consistía en una caja con unos anteojos de aumento y una ranura para insertar el carrusel de diapositivas. Ese disco se movía con una palanca. Donde él veía hormigas, ella veía un lomo verde botella con escamas como signo de pesos:

¡Ajá, sígale! ¡Como esta mujer no se largue, acabaremos todos iguales de enfermitos que ella! –sentenció El Contemplador.

¡Bájale de volumen a tu radio! –Contestó La Ricachona–. Ni que fueras tan perfecto, ¡dirige tu cosa esa a la izquierda, para que veas! Es una alfombra como piel de dinosaurio, con signos de pesos en relieve, está bonita.

¡No fuera siendo una alfombra! ¡Luego, luego se ve cómo entran y salen las hormigas del castillo! –El Contemplador ajustaba las lentes de su telescopio en la dirección que le indicaba La Ricachona, y nada de dinosaurio. A su vez, La Ricachona, se asomó a la lente y preguntó:

¿Cuál castillo? ¡No seas buey! –Nunca se pusieron de acuerdo. 

Se me hace que ya te vieron  –le dijo La Afanadora al dragón.

Nocontestó el animal–, aunque ella es consciente de su materialismo, no me puede ver completo. Y El Contemplador de la Luna, ¡ni con ayuda de su aparato me podrá ver en los próximos cien años!

En eso, La Ricachona dejó el telescopio y se acercó a La Afanadora:

¡Oiga! ¡Usté es muy culta, oiga! ¿Por qué se impone a sí misma estas chingas maratónicas? –Preguntó con afecto, mientras se hincaba junto a La Afanadora, con intención de ayudarla a terminar de juntar toda la tierra y echarla a la basura.

Alguien lo tiene que hacer –contestó la interrogada–, ¿a usted le gusta vivir en la mugre? –La Ricachona movió negativamente la cabeza. –Por eso lo hago. Y porque no puedo pagar para que vengan a hacerlo.

¡Ay, pues nadie puede pagar aquí nada, oiga! –Dijo, con desparpajo La Ricachona. –Lo ideal sería que lo hiciéramos entre todos, pero nos pesa mucho, ¿verdad, Contemplador? ¡Mírelo! ¡No oye cuando no le conviene!



El aludido estaba absorto. Como faltaba poco para que anocheciera, quiso aprovechar la luz del día que quedaba para ver el desfile de hormigas a sus anchas y, una vez más, lamentó no tener cámara fotográfica. Cuando comprendió que ya no había suficiente claridad, dirigió hacia el cielo el telescopio, ¡y vio a los asteroides en órbita! Esto se debía a que el dragoncito se había puesto a hacer juegos malabares con los tepalcates, frente al aparato. La Afanadora, discretamente se reía. ¡No cabía duda! ¡Su amigo era un malandrín! Cuando La Ricachona quiso ver los asteroides, se encontró con que la zalea de dinosaurio la saludaba y le enseñaba el trasero. La Afanadora estaba, ahora sí, desternillada de risa. El Contemplador y La Ricachona, entonces, le reclamaron que se estuviera burlando de ellos, la increparon por engreída. Limpiar ocho pisos de escaleras no la hacía bondadosa, ¡nadie le admiraba eso! A lo más, era una burra que nació en el seno de la familia equivocada, puesto que sus padres gastaron fortuna y media para que estudiara en una escuela de las buenas, ¡y acabó viviendo allí, en esa ruina compartida con fracasados! ¿De qué le servía desconfiar? No era borracha, tampoco era ladrona, no era puta, ni lesbiana, ¡no era nada! La golpearon, a pesar de que nuestro saurio intervino con unas cuantas bocanadas de fuego dirigidas al castillo, que provocaron una humareda semejante al gas lacrimógeno, que no los hizo llorar, pero los puso a dormir.

El amanecer sorprendió a todos, acostados en el suelo, llenos de ceniza. La primera en despertar fue La Afanadora Constante, pero tuvo miedo de pisar los cuerpos de sus vecinos y se volvió a recostar. La Ricachona abrió los ojos y los volvió a cerrar. Abrazó al dueño del telescopio y apoyó en él la cabeza como si fuera una almohada. El Contemplador de la Luna, que también se había despertado, al sentir la presión en su vejiga se paró. Después de orinar junto a la toma de agua, recogió los implementos que le ayudaban a refrendar su apodo y se fue como si nada. A La Ricachona no le quedó más remedio que levantarse. Su cabeza rebotó en el suelo y era mejor bañarse, vestirse y salir al trabajo. La Afanadora, por último, contempló la tierra desparramada en el patio. Nada mostraba la evidencia de que allí se había levantado un caserío feudal. Volteó hacia la toma de agua. Los mosaicos que más trabajo había costado limpiar, ¡estaban otra vez mojados de orín!

¡Ay, no! –se volvió a dejar caer. En eso, llegó el dragoncito y, como las mulas en las corridas de toros, arrastró a La Afanadora hasta su casa. No dejó de refunfuñar:

Te lo dije, pero no entiendes, esto no es trabajo para ti, debiste dejar que limpiaran ellos. Por una vez en la vida que haga algo esa bola de inútiles, ¿por qué todo lo tienes que hacer tú?Bla, bla, bla.., su voz se fue apagando por los pasillos, hasta que nada se oyó.







No hay comentarios:

Publicar un comentario