VII
Palabra
de honor
Uno
La
verdadera norma de convivencia vecinal siempre ha sido: “nadie
sabe, nadie supo”. Con ella se guía la insulsa, moderna y chilanga
versión de “La Corte de los Milagros” que
habita en este lugar.
Todos,
en el edificio, creen que pueden aparentar que son como la gente
afortunada que todavía vive en este rumbo que fue zona de ricos en
tiempo de Don Porfirio y bastión de
generalotes en los fabulosos veinte. Del zaguán para afuera, nadie
sabe que son pobres; del zaguán para adentro, es posible soñar que
viven con lujo, es posible no tomar conciencia de que la colonia
entera casi es un arrabal. Aunque también el “nadie sabe, nadie
supo” es una esperanza colectiva, sentida de corazón por todo el
género urbano. Esperanza que se cumple a medias para todos los
pobres del mundo: son invisibles. Esperanza cabalmente cumplida para
los que viven en este inmueble, a través de una guerra perdida de
antemano por los que están en las casas de junto y de toda la
manzana, porque las autoridades de la delegación no les hacen caso a
sus escritos de que, por favor, desalojen a esas personas y, en vista
del éxito, han aprendido a verlos como parte del folklore de esta
calle y la colonia.
El
edificio, como toda vecindad que se respete, es un almacén de los
inadaptados de todas las clases sociales. La Afanadora Constante
es una rebelde que vino a menos de la Colonia del Valle, pero también hay desadaptados de Tepito
y Santa Fe.
Yo
misma soy un legado del movimiento hippie.
Mis familiares vinieron a tirarme en este sitio porque salía más
barata la renta de mi cuartucho que una cuota de hospital. ¡Ah,
quién pudiera regresar a esos buenos tiempos de Avándaro!
¡El colorido y la belleza de toda esa psicodelia que se resumía en
nuestro lema: amor y paz! ¡Qué tarde preciosa aquella cuando
estuvimos regalando una flor a cada gente que pasara! ¡Años después
me vine a dar cuenta de que fuimos a tirarles margaritas a los
cerdos, de que el cielo de diamantes que tocamos se pulverizó en el
viento! Hoy estamos despiertos en un mundo que solo tiene hambre y
guerra para compartir. Los que fueron mis amigos y no han muerto,
hacen como que nunca me han visto. Fui la reina de mi comuna, pero
eso nadie lo sabe. Ahora soy La Princesa de las Corrientes
Antipsiquiátricas y Contraculturales y comparto, con La
Afanadora Constante, el privilegio de haber visto al pequeño
dragón, ¡a quien jamás perdonaré que haya preferido la compañía
de una simple jornalera!
Dos
La
Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales ha
sido, en realidad, una ingrata. La Afanadora Constante se
dignó avisarle cuando Lady Manflower y La Acarreadora de
Chinches forzaron la puerta del cuartucho donde vivía y sacaron
todas sus cosas.
La
Princesa tenía la idea de que le había encargado su casa a La
Ricachona de Aquí, que era su mejor amiga, pero no había tal.
Esa vecina maldijo a La Afanadora cuando supo que localizó a
los padres de La Princesa y se había levantado un acta allá
en la delegación, pues eso echaba por tierra sus planes de quedarse
con el espacio y hasta con algunos muebles, que en realidad eran
finos.
Para
no tener que dar las gracias e incapaz de afrontar el desengaño
respecto a la que creyó su amiga, La
Princesa insultó
a La
Afanadora cuando
ésta fue a verla a la granja
donde
estaba pasando su convalecencia. Pidió que sacaran con cajas
destempladas a la única de todo el vecindario que le tenía buena
voluntad. Hasta en sus años de hippie se sentía con derecho de
mandar, pero la vida la mandó al diablo.
¡Sí
que han hecho falta mis ancestros! Cuando a mis tatarabuelos les
creció la cola por andar compadeciendo a la gente, se fueron y eso
les agudizó la inteligencia para elegir a quién querían ayudar.
Debí marcharme cuando noté que tenía cinco metros. En esa época
sentí que de repente pensaba mejor, pero no me tuve confianza.
Siempre he sido torpe. Nunca he sabido qué hacer hasta que se me
complican las cosas. Por eso elegí mal cuando decidí que cuidaría
a La
Princesa.
La
vez que aparecí por su casa, estaba matando a una rata que llegó
escondida entre sus cosas. La madriguera, ese viejo sillón que había
pertenecido a su abuelo y del que no se quería deshacer, me sirvió
de escondite. Pero no había suficiente espacio para mis muebles y
los tuve que cargar en el marsupio. Eso, en realidad, fue una
bendición porque nunca sabía si hacerme presente o no. La
Princesa no
podía verme tal cual, si no era bajo el efecto del aguardiente o de
alguna de las chácharas que fumaba. Si no me escondía cuando estaba
en su juicio, me trataba como si fuera un roedor de la fauna nociva.
Esto quiere decir que me acariciaba. Así fue como se ganó la
confianza de la rata, hasta que la estranguló.
Viéndolo
bien, ayudé a que, dulcemente razonable, permitiera que los enviados
de sus familiares la llevaran a desintoxicar a una granja. Le puse el
susto de su vida. Cuando creyó que ya me tenía, intentó ahorcarme.
Entonces le eché una bocanada de humo. No quise abusar. Mientras
cedía el ataque de tos que le provoqué, volé por todo su cuarto y
hasta le hice un baile de Can Can en sus narices. Lo malo fue que, en el esfuerzo, se me
salió una flatulencia. En las ventosidades, los dragones no podemos
decidir. La quemadura de primer grado en su cara fue determinante
para que se dejara atender. Los vecinos se quedaron con la idea de
que se durmió con un cigarro encendido y se prendió su colchón.
El
día que se la llevaron, estaba necia con que en los lavaderos jugaba
una niña con apariencia de globo, hermosa, transparente, y quería
saber por qué no flotaba en el aire. Según ella, estaba en su
derecho, pues la curiosidad no tiene nada de malo. ¡No se daba
cuenta de por qué se asustaron las vecinas! Para ella, en su mente,
si era niña de cristal, no le iba a pasar nada con un simple
pinchazo. Tenía la tijera enarbolada cuando la madre de la criatura,
muerta de miedo, le decía:
–Hola,
Princesa,
¿cómo
estás? Por favor, no le hagas nada a mi bebé–. La nenita, ajena
al peligro que corría, jugaba con una jícara.
Cuando
llegó la ambulancia todo mundo abrió la boca para criticar: que si
salía desnuda, que si hablaba sola, que si sacó sus tijeras y las
tenía siempre listas para amenazar con encajárselas a quien fuera,
pero nadie protestó cuando tocaba a las puertas de las casas,
vestida tan solo con una blusita hasta la cintura.
El
Ginecólogo Astral y El que no Rompe ni un Plato se
beneficiaron varias veces con el exhibicionismo de esta mujer. Se
divirtieron oyendo sus historias del viaje a Woodstock
y del camión psicodélico,
del hombre de pelo largo, torso desnudo, con pantalón de mezclilla.
Aquel primer jipiteca montado en caballo blanco, que la había llevado en ancas al paraíso
de Avándaro.
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