lunes, 15 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VII

Palabra de honor

Uno
La verdadera norma de convivencia vecinal siempre ha sido: “nadie sabe, nadie supo”. Con ella se guía la insulsa, moderna y chilanga versión de “La Corte de los Milagros” que habita en este lugar.

Todos, en el edificio, creen que pueden aparentar que son como la gente afortunada que todavía vive en este rumbo que fue zona de ricos en tiempo de Don Porfirio y bastión de generalotes en los fabulosos veinte. Del zaguán para afuera, nadie sabe que son pobres; del zaguán para adentro, es posible soñar que viven con lujo, es posible no tomar conciencia de que la colonia entera casi es un arrabal. Aunque también el “nadie sabe, nadie supo” es una esperanza colectiva, sentida de corazón por todo el género urbano. Esperanza que se cumple a medias para todos los pobres del mundo: son invisibles. Esperanza cabalmente cumplida para los que viven en este inmueble, a través de una guerra perdida de antemano por los que están en las casas de junto y de toda la manzana, porque las autoridades de la delegación no les hacen caso a sus escritos de que, por favor, desalojen a esas personas y, en vista del éxito, han aprendido a verlos como parte del folklore de esta calle y la colonia.

El edificio, como toda vecindad que se respete, es un almacén de los inadaptados de todas las clases sociales. La Afanadora Constante es una rebelde que vino a menos de la Colonia del Valle, pero también hay desadaptados de Tepito y Santa Fe.

Yo misma soy un legado del movimiento hippie. Mis familiares vinieron a tirarme en este sitio porque salía más barata la renta de mi cuartucho que una cuota de hospital. ¡Ah, quién pudiera regresar a esos buenos tiempos de Avándaro! ¡El colorido y la belleza de toda esa psicodelia que se resumía en nuestro lema: amor y paz! ¡Qué tarde preciosa aquella cuando estuvimos regalando una flor a cada gente que pasara! ¡Años después me vine a dar cuenta de que fuimos a tirarles margaritas a los cerdos, de que el cielo de diamantes que tocamos se pulverizó en el viento! Hoy estamos despiertos en un mundo que solo tiene hambre y guerra para compartir. Los que fueron mis amigos y no han muerto, hacen como que nunca me han visto. Fui la reina de mi comuna, pero eso nadie lo sabe. Ahora soy La Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales y comparto, con La Afanadora Constante, el privilegio de haber visto al pequeño dragón, ¡a quien jamás perdonaré que haya preferido la compañía de una simple jornalera!





Dos
La Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales ha sido, en realidad, una ingrata. La Afanadora Constante se dignó avisarle cuando Lady Manflower y La Acarreadora de Chinches forzaron la puerta del cuartucho donde vivía y sacaron todas sus cosas.

La Princesa tenía la idea de que le había encargado su casa a La Ricachona de Aquí, que era su mejor amiga, pero no había tal. Esa vecina maldijo a La Afanadora cuando supo que localizó a los padres de La Princesa y se había levantado un acta allá en la delegación, pues eso echaba por tierra sus planes de quedarse con el espacio y hasta con algunos muebles, que en realidad eran finos.

Para no tener que dar las gracias e incapaz de afrontar el desengaño respecto a la que creyó su amiga, La Princesa insultó a La Afanadora cuando ésta fue a verla a la granja donde estaba pasando su convalecencia. Pidió que sacaran con cajas destempladas a la única de todo el vecindario que le tenía buena voluntad. Hasta en sus años de hippie se sentía con derecho de mandar, pero la vida la mandó al diablo.

¡Sí que han hecho falta mis ancestros! Cuando a mis tatarabuelos les creció la cola por andar compadeciendo a la gente, se fueron y eso les agudizó la inteligencia para elegir a quién querían ayudar. Debí marcharme cuando noté que tenía cinco metros. En esa época sentí que de repente pensaba mejor, pero no me tuve confianza. Siempre he sido torpe. Nunca he sabido qué hacer hasta que se me complican las cosas. Por eso elegí mal cuando decidí que cuidaría a La Princesa.
        
La vez que aparecí por su casa, estaba matando a una rata que llegó escondida entre sus cosas. La madriguera, ese viejo sillón que había pertenecido a su abuelo y del que no se quería deshacer, me sirvió de escondite. Pero no había suficiente espacio para mis muebles y los tuve que cargar en el marsupio.  Eso, en realidad, fue una bendición porque nunca sabía si hacerme presente o no. La Princesa no podía verme tal cual, si no era bajo el efecto del aguardiente o de alguna de las chácharas que fumaba. Si no me escondía cuando estaba en su juicio, me trataba como si fuera un roedor de la fauna nociva. Esto quiere decir que me acariciaba. Así fue como se ganó la confianza de la rata, hasta que la estranguló.
        
Viéndolo bien, ayudé a que, dulcemente razonable, permitiera que los enviados de sus familiares la llevaran a desintoxicar a una granja. Le puse el susto de su vida. Cuando creyó que ya me tenía, intentó ahorcarme. Entonces le eché una bocanada de humo. No quise abusar. Mientras cedía el ataque de tos que le provoqué, volé por todo su cuarto y hasta le hice un baile de Can Can en sus narices. Lo malo fue que, en el esfuerzo, se me salió una flatulencia. En las ventosidades, los dragones no podemos decidir. La quemadura de primer grado en su cara fue determinante para que se dejara atender. Los vecinos se quedaron con la idea de que se durmió con un cigarro encendido y se prendió su colchón.

El día que se la llevaron, estaba necia con que en los lavaderos jugaba una niña con apariencia de globo, hermosa, transparente, y quería saber por qué no flotaba en el aire. Según ella, estaba en su derecho, pues la curiosidad no tiene nada de malo. ¡No se daba cuenta de por qué se asustaron las vecinas! Para ella, en su mente, si era niña de cristal, no le iba a pasar nada con un simple pinchazo. Tenía la tijera enarbolada cuando la madre de la criatura, muerta de miedo, le decía:

Hola, Princesa, ¿cómo estás? Por favor, no le hagas nada a mi bebé–. La nenita, ajena al peligro que corría, jugaba con una jícara.

Cuando llegó la ambulancia todo mundo abrió la boca para criticar: que si salía desnuda, que si hablaba sola, que si sacó sus tijeras y las tenía siempre listas para amenazar con encajárselas a quien fuera, pero nadie protestó cuando tocaba a las puertas de las casas, vestida tan solo con una blusita hasta la cintura.

El Ginecólogo Astral y El que no Rompe ni un Plato se beneficiaron varias veces con el exhibicionismo de esta mujer. Se divirtieron oyendo sus historias del viaje a Woodstock y del camión psicodélico, del hombre de pelo largo, torso desnudo, con pantalón de mezclilla. Aquel primer jipiteca montado en caballo blanco, que la había llevado en ancas al paraíso de Avándaro.












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