viernes, 26 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VIII

Querellas de Don Mongelio y otros entuertos de ayer

Estimados besinos se les suplica
de la manera mas atenta
que ayuden a conserbar limpias las escaleras
no arrojando bazura
y por fabor tampoco es un sitio para miarse allí mantener limpio el edifisio  abla  bien  de nosotros
atentamente la mesa directiba.

Las letrotas impresionaban. Todo, en esa cartulina, reflejaba el estado de ánimo de la comunidad. Cada uno de los caracteres danzaba, al ritmo de un tam, tam, imaginario, ira mal disimulada que los puso así formados, vestidos todos de rojo, anunciando una guerra que no se declara. Los vecinos, absortos en el contraste con el fondo blanco, percibimos la voz que nos hablaba como si fuera el timbre de un despertador.

Así nomás pueden hacerse las cosas bien fácil, ¿para qué poner recitaciones cursis que quién le entiende a hombres puercos que orináis, y la suave fetidez?  ¡Pinche lenguaje dominguero!
        
Así se expresaba, en plena asamblea, Mongelio Sultán. Eran ya las nueve de la noche y no se completaba el quórum. Había llevado su propuesta de letrero. Estaba peinado de raya en medio, como todos los demás, incluida yo, por el aviso contundente que aparecía junto a la recitación y que sirvió para convocar, a todos, a una reunión de última hora. Era ya demasiado. A raíz de los versos que levantaron ámpula, apareció un nuevo letrero que insultaba claramente a los habitantes.

Lo que nos motivó a hacer acto de presencia en el zaguán, era la convicción de que debíamos reclamar; pero todavía no se comprobaba quién era Lalo K ni por qué había puesto semejante ordinariez. Las investigaciones habían sido infructuosas. Mongelio esperaba que saliera la verdad, exhibir al autor de ese último aviso era, en aquel momento, su más cara aspiración y trajo, con su voz, a la memoria colectiva, ese otro anuncio, que era como un ejército contrario. Las letras, de un azul tranquilizante, hacían pensar en un grupo de estrategas que presenciaba, sereno, el desarrollo de lo que se sabe que va a pasar cuando se avienta una granada.

Una vez más se les exhorta a no dejar de asistir a las juntas, ya que en ellas se tratan asuntos importantes para mejorar nuestra estadía en el edificio, por lo que es imprescindible que todos estén enterados y opinen acerca de los problemas que se ventilan y las decisiones que se toman.

Se agradecerá, por tanto, la presencia absolutamente de todos: gatas, taxistas, putas, rateros, judiciales, borrachos, loquitos y limosneros y demás personas de mal vivir.
        
Mongelio Sultán decía indignado a todos los oyentes que esas eran majaderías. Sospechaba de la persona a la que le hizo la confidencia de que estaba harto de convivir con gatas y con taxistas. En un momento cervecero se lo había dicho Al que no Rompe ni un Plato. Terminó su perorata de una manera por demás asertiva:

Exactamente, como dice aquí La Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía, nos está haciendo falta objetividad, éstas juntas son cosas serias y los avisos se tienen que escribir con el debido respeto.

¡Ay, oiga, no exagere! ¡Si usted también se avienta sus disparates! ¡El otro día le dijo mezzanine al tapanco! –La Ricachona de Aquí era la única facultada para cerrarle la boca.
        
Por ahí se coló una risilla que hizo voltear al orador hacia La Afanadora Constante, quien se encontraba, ahora sí afanada en darle un codazo al dragoncito, que, a la sazón, medía casi tres cuartas.

¡Ah, qué! ¡Si ese es uno de los meones! –protestó el animal.

¡Ya lo sé! –Contestó La Afanadora– ¡Pero dijiste que te ibas a estar callado!

¡Órale, vieja loca! –Dijo El Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas.–¡Todavía de que habla sola me está metiendo de codazos! ¡Que se la enchufe su madre!

Aún vivía orgulloso de su hazaña, cada vez más añeja: se atrevió a conectar la bomba del agua de manera subrepticia cuando nos cortaron la luz. Sin saber ni jota de electricidad, se aventó el tiro de unir cables, subió el switch, salió una chispa, se oyó un tronido y quedó sentado en el suelo, ileso de puro milagro. La bomba trabajó desde entonces y, cuando la echaban a andar, el hombre sentía que era más valioso que el Héroe de Nacozari.* ¿Cómo se fuera poniendo la mujercilla ésta que limpia las escaleras, con que él le arrimara el camarón? En su soberbia, era lo único que podía pensar. Como tenía que mantener a su madre, cosa que hacía de muy mala gana, no concebía que una mujer sola pudiera encargarse de sí misma y se emborrachaba cada vez que alguna de nosotras llegaba con muebles nuevos. Se vio muy claro el día que unos cargadores preguntaron por La Afanadora Constante para entregarle su lavadora.

El Salvador Fidedigno estaba en el zaguán cuando llegaron los hombres. Sirvió de guía hasta la vivienda y en el camino les comenzó a platicar, a gritos, como si de verdad supiera vida y milagros de su vecina, con cuántos fulanos se había acostado para tener ese armatoste y no contento con eso, horas después, cortó con un cuchillo todos los lazos en donde La Afanadora había tendido la primera ropa que lavó en el estreno de su adquisición.

Después, ella se apersonó en casa del susodicho, llamó a la puerta y cuando el mentecato Salvador abrió, sin mediar palabra le soltó tres cachetadas ante la perplejidad de la madre, que nada más acertó a pedir auxilio porque una ninfómana le estaba pegando a su hijo.



Lo de los letreros pasó como al mes. Tengo mi teoría de quién puso los versos, pero mejor ya ni la dije. Los vi dibujarse solos en la pared, así como después las letras azules. Creo que fue nuestro dragón, pero si hablaba todos me iban a decir que de cuál había fumado, así que mejor dejé que permanecieran en la ignorancia y siguieran conjeturando.

Me divertí de lo lindo en la asamblea, cuando El Salvador Fidedigno se quejaba de los codazos de La Afanadora, quien optó por cambiarse de lugar; pero, al ver que su mascota no la seguía, se regresó a jalonearla. Nuestro pequeño saurio se escondió y La Afanadora Constante hizo el ridículo de su vida, al meterse entre las patas de las sillas. El dragoncito le decía:

Hey, tú, hola, estoy aquíy la hizo correr por todos lados, hasta quedar, nariz con nariz, frente al Salvador Fidedigno. Los vecinos comenzaron a cuchufletearse y a gritar a coro:

¡Beso, beso!

A lo que La Afanadora, muy indignada, vociferó:

¡Qué beso ni qué ocho cuartos! ¡A ese ya lo besó el diablo! ¡Además le apesta la boca!

¿Y a poco usted no se huele, vieja bruja? –Dijo El Salvador, herido en lo más profundo de su amor propio.

¡Orden! ¡Orden por favor, vecinos! No hay que caer en el juego de estas personas. ¡Ya sabemos que la señora es buscapleitos y al otro también le ronca la madre! –Decía Mongelio, conminando a toda la gente a que de nuevo pusiera atención. –Estábamos viendo lo de poner mejor mi letrero...

¡Cierra tu bocota, meón! –Lo interrumpió el dragoncito y le dio dos puñetazos. Después de todo, qué atrevimiento era ese de quitar el letrero en redondillas que tanto esfuerzo le había costado. Él era Lalo K, estoy segura, pero ni La Afanadora sabía.

El orador, frustrado, increpó a la mujer; El Salvador se interpuso. El dragoncito, raudo y veloz, aleteó y les puso una buena cachetiza. Como no se desmayaban, a uno le echó una bocanada de humo y al otro, con un pedo, lo tiró. Además le dejó la camisa garapiñada.

Como en todos los sanquintines, nunca faltan validos de la ocasión. El Contemplador de la Luna y El Campeón de Levantamiento de Tarro, taxistas ambos, pero el segundo, casado con una gata, oyeron la solemne confidencia que días atrás hiciera Mongelio. Como se sintieron aludidos, se la sentenciaron, y el día de la asamblea, precisamente porque había público, se aventaron a los catorrazos y aquello fue toda una exhibición callejera de box, karate, lucha libre y no te entiendo.

Los Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus Casas habían inculcado en la gente el hábito de celebrar asambleas; pero, al ver que salía junto con pegado, terminaron por aburrirse. Hacía mucho que ya nos habían dejado, que ni siquiera pensaban en asomarse, pero Mongelio Sultán seguía teniéndoles fe. Algún día regresarían y era preciso que encontraran el lugar en buenas condiciones, hacer patente la superación de todos los habitantes, demostrar que habían puesto en práctica las reglas de civilidad aprendidas en los discursios de los señorones tan cultos, héroes modernos que nos darían vivienda.

Eso fue lo que dijeron una y otra vez. Parecían discos rayados. Cada vez que llegaban, nos agarraban la mente para que volteáramos a ver las rebanadas de lujo que provocaban más hambre. Los recibíamos como si fueran dioses. Hasta que pidieron firmas para afiliarnos a su partido. Querían que fuéramos al Zócalo a darle aplausos a un señor resentido porque no pudo ser presidente, pero que insistía en ser el candidato que todos esperan. Y fuimos. Sentí que moriría de asfixia en ese mar de gente mugrienta.



En el templete, el señor resentido se colocaba una banda, imitación de la insignia presidencial. ¿Por una vivienda nueva teníamos que presenciar esa ridiculez? La Afanadora Constante fue la única de todos que se atrevió a preguntarles eso a Los Políticos de Quinta en la última asamblea en que se les vio por ahí. Yo quería que me tragara la tierra cuando les dijo, con todas sus letras, que su candidato era una mierda que no servía para nada, que era un señor que ya no estaba en sus cabales y que ella no participaba más en esa chingadera. Entonces, los demás se envalentonaron e hicieron ostensible su rechazo a seguir sirviendo de acarreados.

De alguna manera, La Afanadora ahuyentó a esas personas y es algo que el Empedernido Rey no le perdona. Casi se puso de alfombra para que Los Políticos de Quinta salieran hasta su carro. Ya mero se hincaba para que, al menos, los tomaran en cuenta nada más a él y a su familia. Con tal promesa volvió a la tranquilidad.

Mongelio, más sereno, trató de restarle importancia al incidente porque La Afanadora, para todos, no estaba bien de la cabeza. En algún lugar de su mente albergó la idea de que iban a regresar. Volvió a la infancia y recordó a su padre, cuando abandonó el hogar. Como si tuviera un cincel, se grabó las recomendaciones de que fuera un buen muchacho, al poco tiempo, comenzó a trabajar. Fue el empleado del mes, y del año y así, hasta que lo corrieron porque la empresa necesitaba reducir sus costos, pero lo más doloroso fue que su padre nunca estuvo para ver lo buen muchacho que fue. Llegó la madurez, también la esposa y los hijos y el nuevo trabajo, peor pagado que el otro, y llegaron Los Políticos de Quinta a remover con su labia aquellas viejas heridas. Y él seguía como niño, confiado en verlos volver.

Pero ellos no regresaban. Después de todo, ¿qué les importaba que Lady Manflower haya entrado a robar a la casa de La Afanadora y que nadie le tuviera confianza al rencoroso Salvador Fidedigno, que, ni arriesgando su vida para que todos tuvieran agua, pudo reivindicarse de las acusaciones que la gente le hacía de borracho comecuandohay? Estaban tan acostumbrados a ver cómo se ventilan estas quejumbres, que, afortunadamente para sus propósitos, son infinitas y proveen de gente iracunda, pasiva y desesperanzada, acarreable para cualquier mitin. Rígidos, hostiles y aislados, son los mejores escudos humanos a la hora de algún desacuerdo con los partidos contrarios. Para ellos no hay compasión.

Esta asamblea para descubrir al autor de los letreros ofensivos, como todas, tuvo un final idéntico al rosario de Amozoc.** Una junta de vecinos es lo mismo que una fiesta de Juchitecos, pero sin música, ni comida: los invitados se van derechito al pleito.




*Jesús García Corona, trabajador ferrocarrilero, es conocido como “El Héroe de Nacozari” por haber sacado del pueblo un tren cargado de carbón, envuelto en llamas, para que estallara a campo traviesa y así salvar al mayor número de personas posible. El hecho ocurrió en el camino de Nacozari a la mina de Pilares, en el estado de Sonora, el 7 de noviembre de 1907.

**En la época virreinal, en plena catedral de Puebla, dos grupos de artesanos de la comunidad de Amozoc de Mota, protagonizaron una riña durante la celebración de la fiesta anual de la Virgen del Rosario. La zacapela fue comenzada porque a uno de estos grupos, que quería participar en los preparativos, no le permitieron dar su aportación económica. Los rechazados, entonces, acudieron al acto religioso únicamente para desquitar su coraje. En esta leyenda se originó el dicho terminará como el rosario de Amozoc, para referirse a cualquier empresa que da señales de que acabará mal. 




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