IX
Fiestecitas
al chas, chas
En
este edificio los escándalos se cuelan como cucarachas y si Dios
tiene a bien escuchar algunas plegarias, las preferencias en materia
de radio y televisión se imponen sobre gritos y sombrerazos. A
veces, los habitantes son como niños: si alguien llora en una casa,
todos rompen a llorar. Entonces puede contemplarse la pobreza como un
caleidoscopio que muy bien supera en atractivo a la cara de
Frankestein.
Una
semana después de la asamblea, tuvo lugar el evento que sería más
apropiado llamar bataclán y menos
apropiado llamar desmadre:
En
la calle, la gente boquiabierta. Se estrellaban a sus pies toda clase
de implementos de cuidado personal: chanclas, pijamas, calzones,
toallas, rasuradora eléctrica... el asunto empezó a ponerse feo
cuando apareció una bacinica (afortunadamente sin contenido),
seguida de tres cacerolas y un horno de microondas. Poco faltó para
que llegara, muy obediente con la gravedad, una televisión.
Pero
eso no era lo llamativo. El verdadero espectáculo estaba a cargo de
La Vecina de Todos
Ustedes, Menos Mía.
Presa
de un súbito frenesí, ejecutaba una danza contemporánea de la lluvia, por
ver si del cielo caía su estéreo. Nadie salió. Todos estaban
absortos en ver las barbas de su vecino pelar. Luego entonces,
acarreaban con diligencia el agua, sin ver gotear.
Otros,
simplemente, estaban inmersos en derribar un muro a marchas forzadas,
aunque no fuera el de Jericó ni mucho
menos el de Berlín. Bastaba, sobraba y
alcanzaba con que fuera la pared que señala en dónde acaba un
espacio para pasar a casa del vecino ausente, para romper la barrera
que impide tener más aire, más holgura, más libertad.
Las
féminas de la vecindad, igual que las de clases sociales más
favorecidas, rigen sus vidas por dos obsesiones: que toda la gente
crea que son buenas y adelgazar. Por lo mismo, se ponen metas que
sólo Dios, si es que existe, sabe para qué: encontrar la diferencia
entre mujer, monjer y brujer; determinar quién de ellas deambula con
más garbo por la azotea, pasillos y otras áreas comunes, como si
esos lugares fueran la pasarela de Otumba,* pretenden desarrollar
poderes psíquicos para conectarse con el flautista de Hammelin** e
hipnotizar a las ratas de dos y de cuatro patas en cualquier
circunstancia: con flauta, sin flauta y a pesar de la flauta. Hacen
venta y remate de mercaderías insólitas con desplantes de reina,
delirios de grandeza y patentes para fabricar amenazas con la fuerza
del uso y la costumbre. La que no se cree Inmaculada Concepción, se
comporta como una de las once mil vírgenes y resulta una simple
señorita con chamacos.
La
única de todas que no se ocupaba en esos quehaceres era Lady
Manflower. Era
ella quien echaba su casa por la ventana, y si su padre y hermanos no
salen huyendo por las escaleras, también hubieran caído en lo duro.
De hecho, estaba harta de que sus familiares pusieran el estéreo a
todo volumen, como si estuvieran ofreciendo un alquiler de equipo de
sonido, para amenizar tertulias estilo congal; pero, más bien, esa
fue la gota que derramó el vaso.
A
raíz del escándalo con las lesbianas, éstas habían tenido que
huir del edificio y milady, con su gente, se apropió del
departamento que dejaron; pero ni así se pudo quitar los reproches
que le hacían su padre y hermanos cuando se atrevía a decir que
estaba cansada. Si quería medirse con los hombres hasta el punto de
acostarse con una mujer, tendría que ser igual de resistente que
ellos, además de buena proveedora. Con ese pretexto, ninguno de sus
familiares trabajaba y el que lo hacía, se guardaba muy bien de
decir que tenía dinero. Eso, sin contar las veces que había ido la
policía por dos de sus hermanos y los irigotes que se provocaban
para esconderlos, negarlos o despistar a los policías. En realidad
quisieron orillarla a que se fuera, pero el plomazo les salió por la
culata y ellos resultaron corridos.
El
pleito fue interrumpido por un grito desgarrador: ¡AAAAAYYYY, MI
CUUUUULOOOOO!
La
Afanadora Constante recogió su cubeta y el mechudo. Estuvo a
punto de montarse en la escoba, despavorida. La Suprema Reina de
la Muleta Ficticia, también cagada del susto, le gritó que no la
dejara sola. Entonces no me quedó más remedio que levantarla en
vilo. A la señora se le acabó de aflojar el mastique, pero no dejó
de mover brazos y piernas hasta que la deposité, con suavidad,
frente a la puerta de su casa.
Ese
aullido que pusiera a correr a las vecinas, era señal inequívoca de
que Ardelina
Borregán no
se encontraba gozando de la compañía de su novio, tipo dedicado a
vender y consumir alcohol y mariguana, que cuando no la golpeaba, se
la cogía con todo, menos con lo adecuado. Ellos dos integraban la
familia más sonada del edificio por los guamazos que intercambiaban
y las idas a la delegación, para después acabar en reconciliaciones
que bien poco tenían de erótico y menos aún de romántico.
Al
señorcito le dio por experimentar diversas formas de placer con los
objetos más inusuales; entonces, Ardelina
Borregán ya
no sabía si era mejor un orgasmo provocado con el palo de una escoba
o si le apetecía más que la masturbaran con un zapato. Y es así:
masturbaran y ellos. Las reuniones que el galán organizaba en esa
casa, eran más bien un swinger al chingadazo.
Todo
empezó un día en que el caballero llegó de improviso a buscar a su
dama y la encontró platicando con una ex compañera de trabajo que
estaba ahí de visita. El hombre montó en cólera por no encontrar a
la señora de la casa a su entera disposición, pero en lugar de
agarrarla a cachetadas, como era su costumbre, optó por entablar una
charla más o menos cordial y pedirle a la anfitriona que saliera a
comprar refrescos.
Al
regresar, Ardelina y su amiga se encontraron con que ya las esperaba
el tipejo con otros dos compinches. Se sirvieron las cubas y los
jaiboles, circularon las botanas y las conversaciones tontas, hasta
que nadie supo ni cómo, pero el galán de la anfitriona y uno de los
gandules, manoseaban a la visita.
Más
que el inicio de una orgía, aquello se asemejaba a una reunión de
caciques para ponerse de acuerdo en la división de un territorio: de
la cintura hacia abajo.., o no, mejor de derecha a izquierda.., ¡pero
yo llegué primero!
El
otro compinche empezó a besar a Ardelina en la nuca. El último
arresto que tuvo la visita para esquivar las caricias, fue
definitivamente apagado con un puñetazo.
En
esa forma quedó establecido el patrón de organizar reuniones cada
semana, y, cuando se dio cuenta la infeliz anfitriona, su hombre
estaba viviendo ahí; no le permitía comer otra cosa que no fuera
granola y dormían en el suelo porque su galán la convenció de que
eso es mejor que una cama, que los muebles son un estorbo y en pocas
semanas quedó convertida en chiquero la que había sido una vivienda
que reflejaba felicidad.
Como
el amor suele perdonarlo todo, Ardelina
vivía
orgullosa de compartir su vida con el Ginecólogo
Astral, quien
decía, displicente, que esa era su nueva profesión, que a ello
dedicaría su vida cuando dejara el alcohol y las drogas en un futuro
próximo. Por lo pronto, sus ocupaciones eran torturar a su novia o
derrengarla a madrazos, o bien salir a hacer patrañas con la misma
metralleta de juguete con la que asustó a La
Afanadora Constante.
Según
él, era tan exigente que buscaba en una mujer la inteligencia de
Madame Curie,
la espiritualidad de Teresa de Calcuta, la
lucidez de Simone de Beauvoir,
la belleza de Marilyn Monroe y
la cachondez de Xaviera Hollander.
Luego entonces, nadie se explicaba qué le pudo haber visto a la
señorita Borregán
que
había demostrado, hasta el cansancio, que era ciega, sorda y muda,
pero no como Hellen Keller.
Afuera,
la bola de gente ya era considerable porque La
Vecina de Todos Ustedes Menos Mía suspendió
bruscamente su baile. Estaba desmayada en el pavimento. La causa, una
maceta que Lady
Manflower aventó
desde su balcón para terminar de una vez por todas con la descarga
de la furia que le provocaron su padre y hermanos, que, ya en la
calle, no supieron si recoger sus pertenencias, ayudar a la caída o
abrirse paso entre los curiosos y echarse a correr.
Casi
inmediatamente después de ellos, salió Ardelina
Borregán. Iba
dejando un rastro de sangre. La perseguía su gañancito, que mejor
se fue a esconder detrás de los tambos de basura, cuando vio que
llegaba una ambulancia y escuchó las sirenas de las patrullas.
El
gran descuaje empezó cuando los paramédicos no supieron si llevarse
a La
Vecina de Todos Ustedes o
cargar con Ardelina,
que
ya parecía hoja de papel por toda la sangre que había perdido. A
punta de amenazarla con negarle atención médica si no decía cómo
se hizo la hemorragia, lograron los policías que la bovina mujer
denunciara a su amante.
El
padre de Lady
Manflower de
inmediato balconeó a su hija para aclarar lo de la desmayada, se
pidieron refuerzos para entrar a buscar a don patán y a milady y se
peinó la zona sin éxito.
Los
perseguidos habían escapado. Todos estaban distraídos, culpándose
unos a otros. Había, entre los curiosos, quienes le echaron el ojo a
las cacerolas abolladas que momentos antes navegaban en el aire. Al
intentar alguien de ellos agarrarlas, un hermano de Lady
Manflower, que
era mejor conocido como El
Tapón de Alberca debido
a su chaparrez, enfrentó a la gente. Como no fue apoyado, los
aprendices de rata se le fueron con todo, como si obedecieran a una
fuerza extraña que los impulsaba a pelearse. Como si le hicieran,
entre todos, reclamos a la vida por no estar en un lugar y en un
momento mejor.
Todos
olvidaron que El
Tapón de Alberca era
líder de los chavos de la cuadra porque sabía boxear y en las
tardes, si no llovía, se ponían allí en la calle a improvisar un
ring. Nadie de sus pupilos apareció. Mandó al suelo al primero que
lo atacó, pero nada pudo hacer contra la turba que llegó
inmediatamente después.
Un
alud de recuerdos le cayó y volvieron a salir los hematomas del
alma: su padre, que le decía: “vas a ser un pinche boxeador enano, ya estás descalificado, nomás
vas a alcanzar los huevos de tu contrincante, nunca vas a ganar”.
Su hermana, resentida por no ser hombre, lo golpeó varias veces por
la espalda, para después gritarle que no servía ni para un tongo.
Y esa palabra, “tongo”, resonó con cada puntapié recibido ahí,
en el suelo, ensangrentado. Hecho ovillo, aún tuvo tiempo de
contemplar la cara del réferi: “¡Ya
déjate, no te levantes, déjate ya!”. El rictus de dureza
desapareció. También la vocinglería y las sirenas de la
ambulancia. Todo, todo se fue. Hasta la última oportunidad de una
pelea profesional.
*En
un pueblo del estado de México llamado Otumba, se celebra cada
primero de mayo la Feria del Burro. En ella los jumentos desfilan
adornados con flores, vestidos de papel u otros materiales y se les
ponen nombres chuscos. Esto es aprovechado para hacer mofa de algunos
personajes públicos: funcionarios, artistas, comunicadores, etc.
**Corría
el año 1284 y la ciudad de Hamelin, en Alemania, hervía de ratas.
Apareció un desconocido que ofreció a la gente sus servicios para
acabar con la plaga a cambio de una recompensa. Los habitantes se
comprometieron a pagarla. Entonces, el hombre comenzó a tocar una
flauta que llevaba consigo y los roedores, encantados con la música,
lo siguieron hasta el río Weser, donde murieron ahogados. Una vez
resuelto el problema, los habitantes de Hamelin se negaron a dar lo
pactado. El músico, enojado, se fue y volvió un tiempo después.
Aprovechó la fiesta de los santos Pedro y Pablo. Con su música
llamó a los niños, a quienes condujo a una cueva de donde nunca
pudieron salir. Esta leyenda
fue documentada por los hermanos Grimm, quienes le dieron final
feliz, y por el poeta inglés Robert Browning.
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