martes, 27 de noviembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


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Mensoginia a flor de piel

La gran olla de barro, despostillada y con las escurridas de que alguna vez fue curada con cal para que no trasmine su contenido, venía siendo un toque de alegría en esa pequeña mesa repleta de cosas. La flor amarilla con hojas verdes dibujada en su panza cooperaba en mucho para que así fuera. Apenas quedaba un huequito para dejar a las notas de la farmacia que alternaran con la comida, el salero, los cuchillos y los muebles del dragón. Un paquete de tostadas a tres cuartos de consumir esperaba pacientemente a ser abierto de nuevo. La envoltura lucía como rumbera, con su gran tocado amarillo y la falda verde. Lo maravilloso de estas cosas es que son efímeras, pero de presencia fuerte. Como las tazas que pendían de los barrotes de la ventana.

Nuestro pequeño saurio trabajaba atareadísimo en ese rincón, que era el lugar más cálido de la casa de La Afanadora Constante. Más cálido aún que la misma estufa, si estuviera prendida. Había puesto el despertador a las cinco de la mañana y preparaba un manojo de ruda, como alquimista moderno, de acuerdo con la receta de sus antepasados para ayudar a la gente a recuperar el dinero perdido. Sabía que los pobres viven con la sensación de que nunca les pagan lo justo o, más bien, nunca les alcanza porque reciben lo justo a cambio de su trabajo.



La tradición indicaba que la ruda, para que surta efecto, tiene que ser regalada o robada de algún jardín. Esa es una de tantas engañifas que han servido para decirles a los miembros de la sociedad, de manera subrepticia, que la honradez consiste en seducir, merecer que le regalen a uno los implementos para la supervivencia y que, si no se cuenta con ese carisma, es válido robar. En realidad, lo inteligente es sembrarla. Así lo hizo La Afanadora, pero nunca le atinaba a la cantidad de sol que necesitaba la yerba. El animalito la había asesorado: si lo que se siembra es ruda macho, el sol debe llegar por la izquierda del jardín y, si es ruda hembra, por la derecha; pero, a cada intento, seguía una semana de cuidados y la planta estaba totalmente negra, carbonizada. La tercera fue la vencida, porque La Afanadora puso una pequeña lámina transparente como techo para la maceta y eso dio una protección de  invernadero que le permitió a la nueva ruda crecer frondosa, lo cual despertó en la mascota la sospecha de que ya había rudas gay, y qué mejor momento para confirmarlo que esas deshoras de la madrugada. Rápidamente desechó tal pensamiento. El tiempo apremiaba. La vela blanca y la amarilla estaban encendidas. Sólo faltaba el recipiente de madera que no aparecía por ningún lado. Cuando al fin lo sacó del cajón de las tapaderas, las velas ya eran pabilos; pero, de cualquier manera, salió a cortar una rama e inició su ritual. Cubrió el fondo del recipiente con la planta y, como si estuviera apisonando uvas para el vino, se metió a la ensaladera, como niño sobre un colchón, brincó sobre la cama de tallos y hojas y, de vez en cuando, se sacudía como perro. Las escamas, al caer, sonaban cual pesos y centavos en el juego de águila o sol. Pronunció entonces las palabras del conjuro, que harían de aquella pasta de hierbas un poderoso amuleto contra envidias, además de un imán para el dinero. Cuando la ruda adquirió el aspecto de un tejido de palma, el dragoncito hizo una especie de mixiote para que no se salieran las escamas, que, al contacto con la madera, se convirtieron en veintes, quintos y tostones de cobre.



Hasta ahí, todo iba bien. El problema comenzó cuando quiso abrir el monedero de La Afanadora. De acuerdo con sus conocimientos, el envoltorio debe llevarse ahí para asegurar su eficacia; pero, como encendió las velas en plena oscuridad, nada más había sentido que la vela amarilla quedó sobre un lugar blando. No le dio mayor importancia porque no se le iba chueca; mas ahora, que iba a dar fin a su trabajo, ¡el monedero estaba sepultado en la parafina derretida y era imposible abrirlo! Inmediatamente buscó una cuchara para servirse de ella como de una pala. En esta forma, despegó la plasta de la mesa; lo siguiente, era ponerla en una cacerola con agua, llevarla a la estufa y prender a todo fuego hasta que el agua soltara el hervor. Era lo más rápido y seguro. A bocanadas, terminaría quemándolo todo y más cansado de lo que ya estaba, pasaban de las tres de la mañana. Al empezar los borbotones en la cacerola se despegó el monedero, que de inmediato fue puesto a secar junto al paquete de tostadas. El mixiote mágico fue a dar al frutero, con las cebollas, plátanos y jitomates. Nuestro saurio, entonces, se tendió cuan largo era en su diván y se entregó al merecido descanso.


La Afanadora Constante dormía con placidez, pero despertaría a la hora convenida. Había otro ritual que ella y el dragón hacían diariamente, para que no se obsesionara con la falta de billete. Creo que, más bien, los rezos y los sahumerios eran parafernalia. Hubo plata en la casa a raíz de que se volvió menos desvelada. Después de todo, el dicho afirma que el que temprano se moja, tiempo tiene de secarse, y aunque la Afanadora era de la idea de que no por mucho madrugar amanece más temprano, terminó por convencerse de algo muy cierto: cuando hay problemas monetarios no quedan mas que dos opciones: levantarse en armas o levantarse temprano. La traducción de esto a lenguaje esotérico es: al que madruga, Dios lo ayuda.

El despertador sonó tal y como había sido programado, pero su timbre no fue lo que despabiló a La Afanadora y a su dragoncito, sino los golpes en la puerta que, sin querer, había dado Lady Manflower. A ella también le dio por despertar a las cinco de la mañana, para dejar en la puerta de su enemiga toda clase de objetos raros y sortilegios que, día con día, le eran devueltos sin que mediara palabra. Sencillamente, La Afanadora o el dragón barrían las basuras de la puerta y las arrinconaban donde vivía la vecina.

Nunca habían visto a alguien que tuviera tan arraigada la idea de que es malo ser mujer, como Lady Manflower. Si sus familiares no le atribuyeran o, mejor dicho, le exigieran la fuerza y la valentía de un hombre, y si ella no se hiciera la ilusión de que consigue ambas cosas, hace mucho que habría seguido el ejemplo de Guarralumpen Leña Horréndez, ¡solo que no contaría con mi cola! decía, en tono de broma, el dragón.

En realidad había que agradecer la presencia de gente así, que quiere hacer daño, pero lo más que consigue es provocar risa. La Afanadora se carcajeaba mientras el dragoncito seguía con su perorata, y en mucho, tenía razón. Lady Manflower desprecia a todas sus congéneres porque no ocultan ni minimizan que son mujeres, aunque sepan que las discriminarán. Cuando las ve pintadas, acicaladas y con sus faldas multicolores, siente que tienen algo que a ella le falta, que ni aún robando podrá recuperar. Lo peor de todo es que conserva la fantasía de que si, al nacer, hubiera sido niño, la familia la habría aceptado y la trataría bien. ¡Ja! ¡Ahorita! ¡Sí! ¡Cómo no!


Esta vez, La Afanadora Constante no buscó ponerle a su mascota ningún tapón en la boca. Lo que decía de la vecina era verdad, cualquiera se daba cuenta. Con tal de victimizarse porque era mujer, Lady Manflower había sido capaz de renunciar al desarrollo de un oficio, pero en cambio, alimentó un ofidio: cada vez que veía trapeando a La Afanadora Constante, se burlaba de ella en pensamiento, palabra, obra  y omisión.

La del siete era una incapaz, no era más que una loquita que volaba p’a limpiar la escalera, que quitaba dos que tres brujerías y barriendo aquí la sal, se encontraba tierra allá, ¿y los fantasmas? ¡No los pudo pepenar! ¿De qué podía estar orgullosa? No la andaban buscando, ni un estéreo se vino robando, ni mató a una señora en la calle y ni la puerta desvencijaba. Era una pobre, ahí, solitaria. No tenía la prosapia de Lady Manflower y sus hermanos, pues cuenta la historia que asaltaban en las escaleras, que aventaban muebles desde arriba, ¡que a una patrulla sí la aplastaron! A pesar del desagrado, hablaba y pensaba en verso, como Lalo K lo hiciera la vez que puso el letrero por aquellos hombres puercos que orinaron el zaguán.

¡Como yo también lo hacía por todas esas canciones que nunca pude olvidar! ¡Cómo extraño, aún ahora, las noches maravillosas en ese inframundo lleno de colorido y ventura! En el edificio pobre que alguna vez fue de ricos, donde pululan recuerdos y se cobijan ensueños, donde el pan se multiplica aunque los peces no se hallen.

La Acarreadora de Chinches todavía no confirmaba, pero tenía la sospecha: La Afanadora Constante, ¡también mataba a los gatos! Soñó que el suyo le hablaba, le señalaba esa puerta, la casa de aquella mustia, ese lugar que sentía como si fuera su casa, con una intrusa ahí, dentro, difícil de eliminar.


A jicarazos, Lady Manflower iba deshaciendo el chongo sostenido con jabón. La rosa roja tatuada en su espalda, a la altura del hombro izquierdo, quedaba más luminosa a medida que caía la espuma. El agua hacía la develación de un cuerpo blanco, turgente, esbelto y una hermosa mata de pelo ondulado, castaño, hasta la cintura. Afuera, las escaleras lucían como tacita de plata. Entonces, se escuchó el grito:

¡Ayyy! ¡Nooo! ¡Qué cosa tan horriiiibleeee! ¡Auxiliooo! ¡Por Diooos! ¡Por favooor, venga alguieeen! ¡Ayúdenmeeee! –La Afanadora Constante y La Acarreadora de Chinches se miraron perplejas. ¿Qué podía haber en el baño para que la valiente Lady Manflower perdiera los estribos? Se acercaron. La Afanadora preguntó si podía ayudar en algo. La mujer, envuelta en una toalla, salió como tapón de sidra. Estaba aterrorizada y señalaba hacia la coladera.

 –¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ay, Dios mío!

Pero, ¿qué es? ¿Qué viste? –preguntó La Afanadora sorprendida.

¡Ahí, ahí, mira, ahí! –decía Lady Manflower, presa, aún del terror. La Afanadora no percibía ninguna señal de peligro. Solamente se veía el baño anegado.

¡Ahí está, ahí está! –dijo Lady Manflower. La Afanadora entró mientras preguntaba si era un ratón o qué. Quitó la tapa de la coladera, metió la mano y sacó un manojo de pelusa y cabellos. El agua se fue de inmediato. Entonces comprendió la estrategia de la vecina, que ya se alejaba muy mátalas callando. La Acarreadora de Chinches también se dio cuenta y le cortó el paso.

¡No, no, no! ¿A dónde te crees que vas, mamacita? –Le dio coraje nada más de pensar que se lo hubiera hecho a ella. La Afanadora alcanzó a milady y le puso la cataplasma en el pelo.

¿Esto te daba miedo, pendeja? –Lady Manflower se le quiso ir a golpes, pero La Afanadora sabía torear. La dejó llegar y cuando le soltó el manotazo, la esquivó. En una de esas, Lady Manflower perdió el equilibrio porque se le movió una de las chanclas de hule que llevaba, y La Afanadora aprovechó para jalarle la toalla y aventársela a un charco de lodo. Al agacharse milady a recoger su prenda, cayó redondita por el empujón que recibió. La Acarreadora de Chinches le aventó una cubetada de jabonadura. Desnuda y más sucia que antes de entrar a bañarse, Lady Manflower lloró su derrota.

Hoy me da risa recordar estas cosas. Siempre me achacaron que sobajaba a las vecinas. Que las desgreñaba con palabras cuando hablaba de ellas. Creo que, en el fondo, envidiaban mis buenos modales. Según ellas, yo sentía un íntimo deseo de pertenecer a ese grupo. ¡Desde luego que nunca! Ya parece que me iba a estar rebajando a tratarlas como iguales si no lo éramos. No es lo mismo estar de paso en un lugar, por circunstancias ajenas, que ser una mierda de ese lodazal.







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