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Mensoginia
a flor de piel
La
gran olla de barro, despostillada y con las escurridas de que alguna
vez fue curada con cal para que no trasmine su contenido, venía
siendo un toque de alegría en esa pequeña mesa repleta de cosas. La
flor amarilla con hojas verdes dibujada en su panza cooperaba en
mucho para que así fuera. Apenas quedaba un huequito para dejar a
las notas de la farmacia que alternaran con la comida, el salero, los
cuchillos y los muebles del dragón. Un paquete de tostadas a
tres cuartos de consumir esperaba pacientemente a ser abierto de
nuevo. La envoltura lucía como rumbera,
con su gran tocado amarillo y la falda verde. Lo maravilloso de estas
cosas es que son efímeras, pero de presencia fuerte. Como las tazas
que pendían de los barrotes de la ventana.
Nuestro
pequeño saurio trabajaba atareadísimo en ese rincón, que era el
lugar más cálido de la casa de La Afanadora Constante.
Más cálido aún que la misma estufa, si estuviera prendida. Había
puesto el despertador a las cinco de la mañana y preparaba un manojo
de ruda, como alquimista
moderno, de acuerdo con la receta de sus antepasados para ayudar a la
gente a recuperar el dinero perdido. Sabía que los pobres viven con
la sensación de que nunca les pagan lo justo o, más bien, nunca les
alcanza porque reciben lo justo a cambio de su trabajo.
La
tradición indicaba que la ruda, para que surta efecto, tiene que ser
regalada o robada de algún jardín. Esa es una de tantas engañifas
que han servido para decirles a los miembros de la sociedad, de
manera subrepticia, que la honradez consiste en seducir, merecer que
le regalen a uno los implementos para la supervivencia y que, si no
se cuenta con ese carisma, es válido robar. En realidad, lo
inteligente es sembrarla. Así lo hizo La Afanadora,
pero nunca le atinaba a la cantidad de sol que necesitaba la yerba.
El animalito la había asesorado: si lo que se siembra es ruda macho,
el sol debe llegar por la izquierda del jardín y, si es ruda hembra,
por la derecha; pero, a cada intento, seguía una semana de cuidados
y la planta estaba totalmente negra, carbonizada. La tercera fue la
vencida, porque La Afanadora puso una pequeña lámina
transparente como techo para la maceta y eso dio una protección de
invernadero que le permitió a la nueva ruda crecer frondosa, lo cual
despertó en la mascota la sospecha de que ya había rudas gay, y qué
mejor momento para confirmarlo que esas deshoras de la madrugada.
Rápidamente desechó tal pensamiento. El tiempo apremiaba. La vela
blanca y la amarilla estaban encendidas. Sólo faltaba el recipiente
de madera que no aparecía por ningún lado. Cuando al fin lo sacó
del cajón de las tapaderas, las velas ya eran pabilos; pero, de
cualquier manera, salió a cortar una rama e inició su ritual.
Cubrió el fondo del recipiente con la planta y, como si estuviera
apisonando uvas para el vino, se metió a la ensaladera, como niño
sobre un colchón, brincó sobre la cama de tallos y hojas y, de vez
en cuando, se sacudía como perro. Las escamas, al caer, sonaban cual
pesos y centavos en el juego de águila o sol. Pronunció
entonces las palabras del conjuro, que harían de aquella pasta de
hierbas un poderoso amuleto contra envidias, además de un imán para
el dinero. Cuando la ruda adquirió el aspecto de un tejido de palma,
el dragoncito hizo una especie de mixiote para que no se salieran las
escamas, que, al contacto con la madera, se convirtieron en veintes,
quintos y tostones de cobre.
Hasta
ahí, todo iba bien. El problema comenzó cuando quiso abrir el
monedero de La Afanadora. De acuerdo con sus
conocimientos, el envoltorio debe llevarse ahí para asegurar su
eficacia; pero, como encendió las velas en plena oscuridad, nada más
había sentido que la vela amarilla quedó sobre un lugar blando. No
le dio mayor importancia porque no se le iba chueca; mas ahora, que
iba a dar fin a su trabajo, ¡el monedero estaba sepultado en la
parafina derretida y era imposible abrirlo! Inmediatamente buscó una
cuchara para servirse de ella como de una pala. En esta forma,
despegó la plasta de la mesa; lo siguiente, era ponerla en una
cacerola con agua, llevarla a la estufa y prender a todo fuego hasta
que el agua soltara el hervor. Era lo más rápido y seguro. A
bocanadas, terminaría quemándolo todo y más cansado de lo que ya
estaba, pasaban de las tres de la mañana. Al empezar los borbotones
en la cacerola se despegó el monedero, que de inmediato fue puesto a
secar junto al paquete de tostadas. El mixiote mágico fue a dar al
frutero, con las cebollas, plátanos y jitomates. Nuestro saurio,
entonces, se tendió cuan largo era en su diván y se entregó al
merecido descanso.
La
Afanadora Constante
dormía con placidez, pero despertaría a la hora convenida. Había
otro ritual que ella y el dragón hacían diariamente, para que no se
obsesionara con la falta de billete. Creo que, más bien, los rezos y
los sahumerios eran parafernalia. Hubo plata en la casa a raíz de
que se volvió menos desvelada. Después de todo, el dicho afirma que
el que
temprano se moja, tiempo tiene de secarse,
y aunque la Afanadora
era de la idea de que no
por mucho madrugar amanece más temprano, terminó
por convencerse de algo muy cierto: cuando hay problemas monetarios
no quedan mas que dos opciones: levantarse
en armas o levantarse temprano.
La traducción de esto a lenguaje esotérico es: al
que madruga, Dios lo ayuda.
El
despertador sonó tal y como había sido programado, pero su timbre
no fue lo que despabiló a La Afanadora y a su dragoncito,
sino los golpes en la puerta que, sin querer, había dado Lady
Manflower. A ella también le dio por despertar a las cinco de la
mañana, para dejar en la puerta de su enemiga toda clase de objetos
raros y sortilegios que, día con día, le eran devueltos sin que
mediara palabra. Sencillamente, La Afanadora o el dragón
barrían las basuras de la puerta y las arrinconaban donde vivía la
vecina.
Nunca
habían visto a alguien que tuviera tan arraigada la idea de que es
malo ser mujer, como Lady Manflower. Si sus familiares no le
atribuyeran o, mejor dicho, le exigieran la fuerza y la valentía de
un hombre, y si ella no se hiciera la ilusión de que consigue ambas
cosas, hace mucho que habría seguido el ejemplo de Guarralumpen
Leña Horréndez, ¡solo que no contaría con mi cola! decía, en
tono de broma, el dragón.
En
realidad había que agradecer la presencia de gente así, que quiere
hacer daño, pero lo más que consigue es provocar risa. La
Afanadora se carcajeaba mientras el dragoncito seguía con su
perorata, y en mucho, tenía razón. Lady Manflower desprecia
a todas sus congéneres porque no ocultan ni minimizan que son
mujeres, aunque sepan que las discriminarán. Cuando las ve pintadas,
acicaladas y con sus faldas multicolores, siente que tienen algo que
a ella le falta, que ni aún robando podrá recuperar. Lo peor de
todo es que conserva la fantasía de que si, al nacer, hubiera sido
niño, la familia la habría aceptado y la trataría bien. ¡Ja!
¡Ahorita! ¡Sí! ¡Cómo no!
Esta vez, La Afanadora Constante no buscó ponerle a su mascota ningún tapón en la boca. Lo que decía de la vecina era verdad, cualquiera se daba cuenta. Con tal de victimizarse porque era mujer, Lady Manflower había sido capaz de renunciar al desarrollo de un oficio, pero en cambio, alimentó un ofidio: cada vez que veía trapeando a La Afanadora Constante, se burlaba de ella en pensamiento, palabra, obra y omisión.
La
del siete era una incapaz, no era más que una loquita que volaba p’a
limpiar la escalera, que quitaba dos que tres brujerías y barriendo
aquí la sal, se encontraba tierra allá, ¿y los fantasmas? ¡No los
pudo pepenar! ¿De qué podía estar orgullosa? No la andaban
buscando, ni un estéreo se vino robando, ni mató a una señora en
la calle y ni la puerta desvencijaba. Era una pobre, ahí, solitaria.
No tenía la prosapia de Lady Manflower y sus hermanos, pues
cuenta la historia que asaltaban en las escaleras, que aventaban
muebles desde arriba, ¡que a una patrulla sí la aplastaron! A pesar
del desagrado, hablaba y pensaba en verso, como Lalo K lo
hiciera la vez que puso el letrero por aquellos hombres puercos que
orinaron el zaguán.
¡Como
yo también lo hacía por todas esas canciones que nunca pude
olvidar! ¡Cómo extraño, aún ahora, las noches maravillosas en ese
inframundo lleno de colorido y ventura! En el edificio pobre que
alguna vez fue de ricos, donde pululan recuerdos y se cobijan
ensueños, donde el pan se multiplica aunque los peces no se hallen.
La
Acarreadora de Chinches todavía
no confirmaba, pero tenía la sospecha: La
Afanadora
Constante,
¡también mataba a los gatos! Soñó que el suyo le hablaba, le
señalaba esa puerta, la casa de aquella mustia, ese lugar que sentía
como si fuera su casa, con una intrusa ahí, dentro, difícil de
eliminar.
A
jicarazos, Lady Manflower iba deshaciendo el chongo sostenido
con jabón. La rosa roja tatuada en su espalda, a la altura del
hombro izquierdo, quedaba más luminosa a medida que caía la espuma.
El agua hacía la develación de un cuerpo blanco, turgente, esbelto
y una hermosa mata de pelo ondulado, castaño, hasta la cintura.
Afuera, las escaleras lucían como tacita de plata. Entonces, se
escuchó el grito:
–¡Ayyy!
¡Nooo! ¡Qué cosa tan horriiiibleeee! ¡Auxiliooo! ¡Por Diooos!
¡Por favooor, venga alguieeen! ¡Ayúdenmeeee! –La
Afanadora
Constante y
La
Acarreadora
de Chinches
se miraron perplejas. ¿Qué podía haber en el baño para que la
valiente Lady
Manflower
perdiera los estribos? Se acercaron. La
Afanadora preguntó
si podía ayudar en algo. La mujer, envuelta en una toalla, salió
como tapón de sidra. Estaba aterrorizada y señalaba hacia la
coladera.
–¡Ahí!
¡Ahí! ¡Ay, Dios mío!
–Pero,
¿qué es? ¿Qué viste? –preguntó La
Afanadora
sorprendida.
–¡Ahí,
ahí, mira, ahí! –decía Lady
Manflower,
presa, aún del terror. La
Afanadora
no
percibía ninguna señal de peligro. Solamente se veía el baño
anegado.
–¡Ahí
está, ahí está! –dijo Lady
Manflower. La
Afanadora
entró mientras preguntaba si era un ratón o qué. Quitó la tapa de
la coladera, metió la mano y sacó un manojo de pelusa y cabellos.
El agua se fue de inmediato. Entonces comprendió la estrategia de la
vecina, que ya se alejaba muy mátalas
callando.
La
Acarreadora
de Chinches
también se dio cuenta y le cortó el paso.
–¡No,
no, no! ¿A dónde te crees que vas, mamacita? –Le dio coraje nada
más de pensar que se lo hubiera hecho a ella. La
Afanadora
alcanzó a milady y le puso la cataplasma en el pelo.
–¿Esto
te daba miedo, pendeja? –Lady
Manflower
se le quiso ir a golpes, pero La
Afanadora
sabía torear. La dejó llegar y cuando le soltó el manotazo, la esquivó. En una
de esas, Lady
Manflower
perdió el equilibrio porque se le movió una de las chanclas de hule
que llevaba, y La
Afanadora aprovechó
para jalarle la toalla y aventársela a un charco de lodo. Al
agacharse milady a recoger su prenda, cayó redondita por el empujón
que recibió. La
Acarreadora
de Chinches
le aventó una cubetada de jabonadura. Desnuda y más sucia que antes
de entrar a bañarse, Lady
Manflower
lloró su derrota.
Hoy
me da risa recordar estas cosas. Siempre me achacaron que sobajaba a
las vecinas. Que las desgreñaba con palabras cuando hablaba de
ellas. Creo que, en el fondo, envidiaban mis buenos modales. Según
ellas, yo sentía un íntimo deseo de pertenecer a ese grupo. ¡Desde
luego que nunca! Ya parece que me iba a estar rebajando a tratarlas
como iguales si no lo éramos. No es lo mismo estar de paso en un
lugar, por circunstancias ajenas, que ser una mierda de ese lodazal.
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