domingo, 3 de abril de 2011

TRAS LAS FALDAS DEL CHIQUIHÜITE.

¡Ah! Cuautepec de Madero,
de vivir a rajatabla
y deslomarse en lo incierto.
Cual chichimecas modernos
los habitantes de ahora
caminan sin darse cuenta
que llevan puesta la historia:
el pleito con Tlalnepantla
de hace ciento setenta años.
Los burros con sus arrieros
que iban hasta La Pastora,
camiones desvencijados
que, con muchas reticencias,
cruzaban la vía del tren.
¿Quién hubiera dicho entonces
que unos simples comerciantes
iban a crecer allí?       
Todavía muchos recuerdan
el ojo de agua en El Carmen,
esa iglesia tan bonita,
 un rinconcito de paz.
La mojonera gigante,
es el Reclusorio Norte.
Desde allá, en el Barrio Alto,
defiende con candidez
el derecho del chilango
a seguir siendo defeño.
Más arribita del cerro
hay una universidad
y una parroquia pequeña
que acabaron de construir
allá en el siglo dieciocho.
Las palomas, alevosas,
caminaron por los nichos
y llegó Antropología
a ponerles una malla
que los acabó de afear.
En el zoclo de la entrada
la vasqueada de un borracho
exhibe impúdicamente
la tristeza y esperanza,
deambulantes del lugar.
¿Qué peleaba Tlalnepantla,
si era la “Tierra de Enmedio”,
buen intento de los frailes
para establecer la paz?
Tenayuca era enemiga
de los pueblos otomíes,
y de aquella raza fueron
quienes osaron vivir
en Laguna Ticomán.
¿Qué peleaba Tlalnepantla,
si era una tierra neutral?
¿Será que hizo suyo un día
el rencor tenayuquense,
y por tener algo propio
quiso apañar Cuautepec?
¿Quería demostrar acaso
que del guerrero mexica
aún quedaban resabios
y la gresca rediviva
con el bárbaro otomí?
Todavía en los años treinta
del siglo que terminó,
fue imperativo construir
el telégrafo, el juzgado,
y más allá, en los setentas,
taponear el ojo de agua,
el oasis que la gente
ya nunca más volvió a ver.




No hay comentarios:

Publicar un comentario