lunes, 18 de abril de 2011

Ilhuitlaltepetl


El paradero Indios Verdes es mi aeropuerto; me gusta despegar y aterrizar ahí. Lo alegre y lo enojoso se dan la mano como en ningún otro sitio. Es una mezcla de Mercado de Taxco y Terminal de autobuses.
No sé si sea por la cercanía con la Villa o por ser una salida del Distrito hacia el norte, pero la gente parece volverse etérea; angustiosamente audible, mañosamente tangible, jocosamente visible, completamente volátil.
El intercambio, carga y descarga, transitan pasajeros, suben, bajan maletas, pregones, musicotas tropicales, guapachosas, románticas, guitarreras. Vocejones preguntando “¿qué va a llevar, qué le damos?” Llantos y risas de niños que juegan a grandes y desalmados.
Acá, las tazas de porcelana repletas de chocolates; junto están los pergaminos con los poemas de amor: algunos chatos, otros, de plano desnarigados. Los muñecos de peluche me sonríen y yo quiero ser solemne con los cocteles de frutas que las abejas, voraces, acaparan para sí.
En las micros de Insurgentes, nadie sabe que Ilhuitlaltepetl existe: todos creen que es Indios Verdes.
Lugar de la Fiesta Eterna, deberían decir los camiones que llegan desde San Angel. En la avenida Montevideo se empieza a sentir la gresca que se desborda en festejo y en el toma y daca de moquetes, y en la lucha continua por bailar la misma danza: por estar cada quién a su manera sintonizado en vivir, recibir y dejar ir.
Remolino de inquietudes, puertas de entrada y salida, mundos que vienen, o huyen, que nunca se van a ir.

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