miércoles, 13 de abril de 2011

El maravilloso viaje de Dr. Gálvez al Dr. Menguele

El 19 de Junio de 2005, la insurgenteada chingó a su madre para todo aquel que no tenga carro ni pueda pagar un taxi.

El paradero Las Palmas se veía despoblado. Las ventas bajaron de golpe y porrazo con la desaparición de los camiones que antes iban a Indios Verdes. Se les extraña. Un río de hiel corrió por Insurgentes aunque pareciera vacía. Había un sol resplandeciente; pudo ser una tarde muy bella, pero los radios a todo volumen de los microbuses de otras rutas parecían gritos y llantos, voces airadas de protesta; querían ser amenazantes, mas se sabían sometidas. Reservaron sus gargantas para una guerra mejor.

“No hay paso para Insurgentes, regrésese. Tratamos de ser lo menos conflictivos posible. Usted es periodista, ¿verdad? ¡Cierre su puerta! ¡Circule! ¡Aquí no cargues, amigo!”
Ya pensaban hacer más líneas de metrobús en toda la ciudad. Inventaron, con ello, un lugar macabro. ¿Con qué ciencia ficción estuvo hecho el lentobús? Recién terminada la línea 1, del andén al carro había una distancia hasta de treinta centímetros y en algunas estaciones, desnivel.

Como no era posible aceptar negligencia de quienes gobernaban, era preferible pensar en alguna conspiración. ¿No sería que los fabricantes de aparatos ortopédicos se quejaron de que les habían bajado las ventas? A lo mejor, construir esta magna obra fue una medida para aliviar las penurias económicas de médicos y hospitales; los tobillos fracturados en serie hablaron de productividad y generación de empleos. Una máquina de triturar gente no les hubiera quedado mejor; si no me creen, ahí están los continuos accidentes en la línea que va de Tacubaya a Tepalcates.

Al salir de Dr. Gálvez, la sensación de dominio, si es que alguien la disfrutó, la seguirá teniendo el chofer. A la derecha de su asiento, donde estaría la puerta de acceso en un autobús, está la salida de emergencia de la cual hará uso sin vacilar en caso de que el pasaje quiera lincharlo. No hay mucha diferencia entre metrobús y microbús. En ambos casos es manejar. De no ser por el tubo que separa los asientos de su área de trabajo, me canso, me fatigo y me extenúo que antes de llegar a Félix Cuevas, más de uno tiraría el arpa.

Únicamente de lejos se puede ver la zona azul y oro, la cultura expedita del Teatro Insurgentes y Radio Mil. El refinamiento que venden los restaurantes de lujo, aparte de que algunos nunca lo hemos podido degustar, ya ni siquiera lo vamos a oler. Al bar la Envidia y al Chippendale les han salido patitas y se van, se van, se van, dejándonos apretujados y más hundidos que el parque, más azules que el estadio de no poder respirar. Aquí vamos como reses en la lidia citadina, intentando mansamente aquerenciarnos con este ya no tan nuevo toril.
Arriba, los carteristas hacen su agosto y septiembre; abajo los ruleteros, caimanes contra pirañas. Revolución es un circo. A partir de Tlatelolco, lugares abandonados que han florecido a güevo. San Simón cuenta rápido su historia. Circuito, que es un andén muy pequeño, casi, casi una covacha, hoy estación de transbordo que nos remite a la idea de que no andaban tan perdidos los del gobierno. La costumbre nos impide ver que ellos nunca andan perdidos: tienen ya una visión de cómo serán las ciudades dentro de cincuenta años.
 Todo el viaje es un delirio. El paradero La Raza quiere ser, a su manera, un pedacito del tianguis del año de Tlatelolco y la Gran Tenochtitlan, luego, en Potrero, se siente la cercanía de la Diosa. Unos dicen que es Tonantzin y otros, la Virgen María. Euskaro, el idioma de Zurriaga, pues dicen las malas lenguas que Juan Diego hablaba en náhuatl y el otro le contestaba dos que tres palabras raras y no se podían entender. Aquel 18 de marzo que tanto se conmemora con un campo deportivo, nos dice, a vuelta de rueda, que nos vamos acercando. La explanada de Indios Verdes, la que se ve desde arriba, desde el puente que nos brinda la ilusión de que el tablero sí puede verse completo. ¿A qué hora viene el doctor Menguele?


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