VIII
Querellas
de Don Mongelio y otros entuertos de ayer
Estimados
besinos se les suplica
de
la manera mas atenta
que
ayuden a conserbar limpias las escaleras
no
arrojando bazura
y
por fabor tampoco es un sitio para miarse allí mantener limpio el
edifisio abla bien de nosotros
atentamente
la mesa directiba.
Las
letrotas impresionaban. Todo, en esa cartulina, reflejaba el estado
de ánimo de la comunidad. Cada uno de los caracteres danzaba, al
ritmo de un tam, tam, imaginario, ira mal disimulada que los puso así
formados, vestidos todos de rojo, anunciando una guerra que no se
declara. Los vecinos, absortos en el contraste con el fondo blanco,
percibimos la voz que nos hablaba como si fuera el timbre de un
despertador.
–Así
nomás pueden hacerse las cosas bien fácil, ¿para qué poner
recitaciones cursis que quién le entiende a hombres
puercos que orináis, y la suave fetidez?
¡Pinche lenguaje dominguero!
Así
se expresaba, en plena asamblea, Mongelio Sultán. Eran ya las
nueve de la noche y no se completaba el quórum. Había
llevado su propuesta de letrero. Estaba peinado de raya en medio,
como todos los demás, incluida yo, por el aviso contundente que
aparecía junto a la recitación y que sirvió para convocar, a
todos, a una reunión de última hora. Era ya demasiado. A raíz de
los versos que levantaron ámpula, apareció un nuevo letrero que
insultaba claramente a los habitantes.
Lo
que nos motivó a hacer acto de presencia en el zaguán, era la
convicción de que debíamos reclamar; pero todavía no se comprobaba
quién era Lalo K ni por qué había puesto semejante
ordinariez. Las investigaciones habían sido infructuosas. Mongelio
esperaba que saliera la verdad, exhibir al autor de ese último aviso
era, en aquel momento, su más cara aspiración y trajo, con su voz,
a la memoria colectiva, ese otro anuncio, que era como un ejército
contrario. Las letras, de un azul tranquilizante, hacían pensar en
un grupo de estrategas que presenciaba, sereno, el desarrollo de lo
que se sabe que va a pasar cuando se avienta una granada.
Una
vez más se les exhorta a no dejar de asistir a las juntas, ya que en
ellas se tratan asuntos importantes para mejorar nuestra estadía en
el edificio, por lo que es imprescindible que todos estén enterados
y opinen acerca de los problemas que se ventilan y las decisiones que
se toman.
Se
agradecerá, por tanto, la presencia absolutamente de todos: gatas,
taxistas, putas, rateros, judiciales, borrachos, loquitos y
limosneros y demás personas de mal vivir.
Mongelio
Sultán decía
indignado a todos los oyentes que esas eran majaderías. Sospechaba
de la persona a la que le hizo la confidencia de que estaba harto de
convivir con gatas y con taxistas. En un momento cervecero se lo
había dicho Al
que no Rompe ni un Plato. Terminó
su perorata de una manera por demás asertiva:
–Exactamente,
como dice aquí La
Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía,
nos está haciendo falta objetividad, éstas juntas son cosas serias
y los avisos se tienen que escribir con el debido respeto.
–¡Ay,
oiga, no exagere! ¡Si usted también se avienta sus disparates! ¡El
otro día le dijo mezzanine
al tapanco! –La
Ricachona de Aquí
era la única facultada para cerrarle la boca.
Por
ahí se coló una risilla que hizo voltear al orador hacia La
Afanadora Constante, quien se encontraba, ahora sí afanada en
darle un codazo al dragoncito, que, a la sazón, medía casi tres
cuartas.
–¡Ah,
qué! ¡Si ese es uno de los meones! –protestó el animal.
–¡Ya
lo sé! –Contestó La
Afanadora–
¡Pero dijiste que te ibas a estar callado!
–¡Órale,
vieja loca! –Dijo El
Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas.–¡Todavía
de que habla sola me está metiendo de codazos! ¡Que se la enchufe
su madre!
Aún
vivía orgulloso de su hazaña, cada vez más añeja: se atrevió a
conectar la bomba del agua de manera subrepticia cuando nos cortaron
la luz. Sin saber ni jota de electricidad, se aventó el tiro de unir
cables, subió el switch, salió una chispa, se oyó un
tronido y quedó sentado en el suelo, ileso de puro milagro. La bomba
trabajó desde entonces y, cuando la echaban a andar, el hombre
sentía que era más valioso que el Héroe de Nacozari.* ¿Cómo se
fuera poniendo la mujercilla ésta que limpia las escaleras, con que
él le arrimara el camarón? En su soberbia, era lo único que podía
pensar. Como tenía que mantener a su madre, cosa que hacía de muy
mala gana, no concebía que una mujer sola pudiera encargarse de sí
misma y se emborrachaba cada vez que alguna de nosotras llegaba con
muebles nuevos. Se vio muy claro el día que unos cargadores
preguntaron por La Afanadora Constante para entregarle su
lavadora.
El
Salvador Fidedigno estaba
en el zaguán cuando llegaron los hombres. Sirvió de guía hasta la
vivienda y en el camino les comenzó a platicar, a gritos, como si de
verdad supiera vida y milagros de su vecina, con cuántos fulanos se
había acostado para tener ese armatoste y no contento con eso, horas
después, cortó con un cuchillo todos los lazos en donde La
Afanadora
había tendido la primera ropa que lavó en el estreno de su
adquisición.
Después,
ella se apersonó en casa del susodicho, llamó a la puerta y cuando
el mentecato Salvador abrió, sin mediar palabra le soltó
tres cachetadas ante la perplejidad de la madre, que nada más acertó
a pedir auxilio porque una ninfómana le
estaba pegando a su hijo.
Lo
de los letreros pasó como al mes. Tengo mi teoría de quién puso
los versos, pero mejor ya ni la dije. Los vi dibujarse solos en la
pared, así como después las letras azules. Creo que fue nuestro
dragón, pero si hablaba todos me iban a decir que de cuál había
fumado, así que mejor dejé que permanecieran en la ignorancia y
siguieran conjeturando.
Me
divertí de lo lindo en la asamblea, cuando El Salvador Fidedigno
se quejaba de los codazos de La Afanadora, quien optó por
cambiarse de lugar; pero, al ver que su mascota no la seguía, se
regresó a jalonearla. Nuestro pequeño saurio se escondió y La
Afanadora Constante hizo el ridículo de su vida, al meterse
entre las patas de las sillas. El dragoncito le decía:
–Hey,
tú, hola, estoy aquí –y
la hizo correr por todos lados, hasta quedar, nariz con nariz, frente
al Salvador
Fidedigno.
Los vecinos comenzaron a cuchufletearse y a gritar a coro:
–¡Beso,
beso!
A
lo que La Afanadora, muy indignada, vociferó:
–¡Qué
beso ni qué ocho cuartos! ¡A ese ya lo besó el diablo! ¡Además
le apesta la boca!
–¿Y
a poco usted no se huele, vieja bruja? –Dijo El
Salvador,
herido en lo más profundo de su amor propio.
–¡Orden!
¡Orden por favor, vecinos! No hay que caer en el juego de estas
personas. ¡Ya sabemos que la señora es buscapleitos y al otro
también le ronca la madre! –Decía Mongelio,
conminando a toda la gente a que de nuevo pusiera atención.
–Estábamos viendo lo de poner mejor mi letrero...
–¡Cierra
tu bocota, meón! –Lo interrumpió el dragoncito y le dio dos
puñetazos. Después de todo, qué atrevimiento era ese de quitar el
letrero en redondillas que tanto esfuerzo le había costado. Él era
Lalo K,
estoy segura, pero ni La
Afanadora
sabía.
El
orador, frustrado, increpó a la mujer; El Salvador se
interpuso. El dragoncito, raudo y veloz, aleteó y les puso una buena
cachetiza. Como no se desmayaban, a uno le echó una bocanada de humo
y al otro, con un pedo, lo tiró. Además le dejó la camisa
garapiñada.
Como
en todos los sanquintines, nunca faltan validos de la ocasión. El
Contemplador de la Luna y El Campeón de Levantamiento de
Tarro, taxistas ambos, pero el segundo, casado con una gata,
oyeron la solemne confidencia que días atrás hiciera Mongelio.
Como se sintieron aludidos, se la sentenciaron, y el día de la
asamblea, precisamente porque había público, se aventaron a los
catorrazos y aquello fue toda una exhibición callejera de box, karate, lucha libre y no te entiendo.
Los
Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus
Casas habían
inculcado en la gente el hábito de celebrar asambleas; pero, al ver
que salía junto con pegado, terminaron por aburrirse. Hacía mucho
que ya nos habían dejado, que ni siquiera pensaban en asomarse, pero
Mongelio
Sultán
seguía teniéndoles fe. Algún día regresarían y era preciso que
encontraran el lugar en buenas condiciones, hacer patente la
superación de todos los habitantes, demostrar que habían puesto en
práctica las reglas de civilidad aprendidas en los discursios de los
señorones tan cultos, héroes modernos que nos darían vivienda.
Eso
fue lo que dijeron una y otra vez. Parecían discos rayados. Cada vez
que llegaban, nos agarraban la mente para que volteáramos a ver las
rebanadas de lujo que provocaban más hambre. Los recibíamos como si
fueran dioses. Hasta que pidieron firmas para afiliarnos a su
partido. Querían que fuéramos al Zócalo a darle aplausos a un señor resentido porque no pudo ser presidente, pero que
insistía en ser el candidato que todos esperan. Y fuimos. Sentí que
moriría de asfixia en ese mar de gente mugrienta.
En
el templete, el señor resentido se colocaba una banda, imitación de
la insignia presidencial. ¿Por una vivienda nueva teníamos que
presenciar esa ridiculez? La Afanadora Constante fue la única
de todos que se atrevió a preguntarles eso a Los Políticos de
Quinta en la última asamblea en que se les vio por ahí. Yo
quería que me tragara la tierra cuando les dijo, con todas sus
letras, que su candidato era una mierda que no servía para nada, que
era un señor que ya no estaba en sus cabales y que ella no
participaba más en esa chingadera. Entonces, los demás se
envalentonaron e hicieron ostensible su rechazo a seguir sirviendo de
acarreados.
De
alguna manera, La Afanadora ahuyentó a esas personas y es
algo que el Empedernido Rey no le perdona. Casi se puso de
alfombra para que Los Políticos de Quinta salieran hasta su
carro. Ya mero se hincaba para que, al menos, los tomaran en cuenta
nada más a él y a su familia. Con tal promesa volvió a la
tranquilidad.
Mongelio,
más
sereno, trató de restarle importancia al incidente porque La
Afanadora, para
todos, no estaba bien de la cabeza. En algún lugar de su mente
albergó la idea de que iban a regresar. Volvió a la infancia y
recordó a su padre, cuando abandonó el hogar. Como si tuviera un
cincel, se grabó las recomendaciones de que fuera un buen muchacho,
al poco tiempo, comenzó a trabajar. Fue el empleado del mes, y del
año y así, hasta que lo corrieron porque la empresa necesitaba
reducir sus costos, pero lo más doloroso fue que su padre nunca
estuvo para ver lo buen muchacho que fue. Llegó la madurez, también
la esposa y los hijos y el nuevo trabajo, peor pagado que el otro, y
llegaron Los
Políticos de Quinta
a remover con su labia aquellas viejas heridas. Y él seguía como
niño, confiado en verlos volver.
Pero
ellos no regresaban. Después de todo, ¿qué les importaba que Lady
Manflower haya entrado a robar a la casa de La Afanadora y
que nadie le tuviera confianza al rencoroso Salvador Fidedigno,
que, ni arriesgando su vida para que todos tuvieran agua, pudo
reivindicarse de las acusaciones que la gente le hacía de borracho
comecuandohay? Estaban tan acostumbrados a ver cómo se ventilan
estas quejumbres, que, afortunadamente para sus propósitos, son
infinitas y proveen de gente iracunda, pasiva y desesperanzada,
acarreable para cualquier mitin. Rígidos, hostiles y aislados, son
los mejores escudos humanos a la hora de algún desacuerdo con los
partidos contrarios. Para ellos no hay compasión.
Esta
asamblea para descubrir al autor de los letreros ofensivos, como
todas, tuvo un final idéntico al rosario de Amozoc.** Una junta de
vecinos es lo mismo que una fiesta de Juchitecos, pero sin música,
ni comida: los invitados se van derechito al pleito.
*Jesús
García Corona, trabajador ferrocarrilero, es conocido como “El
Héroe de Nacozari” por haber sacado del pueblo un tren cargado de
carbón, envuelto en llamas, para que estallara a campo traviesa y
así salvar al mayor número de personas posible. El hecho ocurrió
en el camino de Nacozari a la mina de Pilares, en el estado de
Sonora, el 7 de noviembre de 1907.
**En
la época virreinal, en plena catedral de Puebla, dos grupos de
artesanos de la comunidad de Amozoc de Mota, protagonizaron una riña
durante la celebración de la fiesta anual de la Virgen del Rosario.
La zacapela fue comenzada porque a uno de estos grupos, que quería
participar en los preparativos, no le permitieron dar su aportación
económica. Los rechazados, entonces, acudieron al acto religioso
únicamente para desquitar su coraje. En esta leyenda se originó el
dicho “terminará
como el rosario de Amozoc”,
para referirse a cualquier empresa que da señales de que acabará
mal.