viernes, 26 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VIII

Querellas de Don Mongelio y otros entuertos de ayer

Estimados besinos se les suplica
de la manera mas atenta
que ayuden a conserbar limpias las escaleras
no arrojando bazura
y por fabor tampoco es un sitio para miarse allí mantener limpio el edifisio  abla  bien  de nosotros
atentamente la mesa directiba.

Las letrotas impresionaban. Todo, en esa cartulina, reflejaba el estado de ánimo de la comunidad. Cada uno de los caracteres danzaba, al ritmo de un tam, tam, imaginario, ira mal disimulada que los puso así formados, vestidos todos de rojo, anunciando una guerra que no se declara. Los vecinos, absortos en el contraste con el fondo blanco, percibimos la voz que nos hablaba como si fuera el timbre de un despertador.

Así nomás pueden hacerse las cosas bien fácil, ¿para qué poner recitaciones cursis que quién le entiende a hombres puercos que orináis, y la suave fetidez?  ¡Pinche lenguaje dominguero!
        
Así se expresaba, en plena asamblea, Mongelio Sultán. Eran ya las nueve de la noche y no se completaba el quórum. Había llevado su propuesta de letrero. Estaba peinado de raya en medio, como todos los demás, incluida yo, por el aviso contundente que aparecía junto a la recitación y que sirvió para convocar, a todos, a una reunión de última hora. Era ya demasiado. A raíz de los versos que levantaron ámpula, apareció un nuevo letrero que insultaba claramente a los habitantes.

Lo que nos motivó a hacer acto de presencia en el zaguán, era la convicción de que debíamos reclamar; pero todavía no se comprobaba quién era Lalo K ni por qué había puesto semejante ordinariez. Las investigaciones habían sido infructuosas. Mongelio esperaba que saliera la verdad, exhibir al autor de ese último aviso era, en aquel momento, su más cara aspiración y trajo, con su voz, a la memoria colectiva, ese otro anuncio, que era como un ejército contrario. Las letras, de un azul tranquilizante, hacían pensar en un grupo de estrategas que presenciaba, sereno, el desarrollo de lo que se sabe que va a pasar cuando se avienta una granada.

Una vez más se les exhorta a no dejar de asistir a las juntas, ya que en ellas se tratan asuntos importantes para mejorar nuestra estadía en el edificio, por lo que es imprescindible que todos estén enterados y opinen acerca de los problemas que se ventilan y las decisiones que se toman.

Se agradecerá, por tanto, la presencia absolutamente de todos: gatas, taxistas, putas, rateros, judiciales, borrachos, loquitos y limosneros y demás personas de mal vivir.
        
Mongelio Sultán decía indignado a todos los oyentes que esas eran majaderías. Sospechaba de la persona a la que le hizo la confidencia de que estaba harto de convivir con gatas y con taxistas. En un momento cervecero se lo había dicho Al que no Rompe ni un Plato. Terminó su perorata de una manera por demás asertiva:

Exactamente, como dice aquí La Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía, nos está haciendo falta objetividad, éstas juntas son cosas serias y los avisos se tienen que escribir con el debido respeto.

¡Ay, oiga, no exagere! ¡Si usted también se avienta sus disparates! ¡El otro día le dijo mezzanine al tapanco! –La Ricachona de Aquí era la única facultada para cerrarle la boca.
        
Por ahí se coló una risilla que hizo voltear al orador hacia La Afanadora Constante, quien se encontraba, ahora sí afanada en darle un codazo al dragoncito, que, a la sazón, medía casi tres cuartas.

¡Ah, qué! ¡Si ese es uno de los meones! –protestó el animal.

¡Ya lo sé! –Contestó La Afanadora– ¡Pero dijiste que te ibas a estar callado!

¡Órale, vieja loca! –Dijo El Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas.–¡Todavía de que habla sola me está metiendo de codazos! ¡Que se la enchufe su madre!

Aún vivía orgulloso de su hazaña, cada vez más añeja: se atrevió a conectar la bomba del agua de manera subrepticia cuando nos cortaron la luz. Sin saber ni jota de electricidad, se aventó el tiro de unir cables, subió el switch, salió una chispa, se oyó un tronido y quedó sentado en el suelo, ileso de puro milagro. La bomba trabajó desde entonces y, cuando la echaban a andar, el hombre sentía que era más valioso que el Héroe de Nacozari.* ¿Cómo se fuera poniendo la mujercilla ésta que limpia las escaleras, con que él le arrimara el camarón? En su soberbia, era lo único que podía pensar. Como tenía que mantener a su madre, cosa que hacía de muy mala gana, no concebía que una mujer sola pudiera encargarse de sí misma y se emborrachaba cada vez que alguna de nosotras llegaba con muebles nuevos. Se vio muy claro el día que unos cargadores preguntaron por La Afanadora Constante para entregarle su lavadora.

El Salvador Fidedigno estaba en el zaguán cuando llegaron los hombres. Sirvió de guía hasta la vivienda y en el camino les comenzó a platicar, a gritos, como si de verdad supiera vida y milagros de su vecina, con cuántos fulanos se había acostado para tener ese armatoste y no contento con eso, horas después, cortó con un cuchillo todos los lazos en donde La Afanadora había tendido la primera ropa que lavó en el estreno de su adquisición.

Después, ella se apersonó en casa del susodicho, llamó a la puerta y cuando el mentecato Salvador abrió, sin mediar palabra le soltó tres cachetadas ante la perplejidad de la madre, que nada más acertó a pedir auxilio porque una ninfómana le estaba pegando a su hijo.



Lo de los letreros pasó como al mes. Tengo mi teoría de quién puso los versos, pero mejor ya ni la dije. Los vi dibujarse solos en la pared, así como después las letras azules. Creo que fue nuestro dragón, pero si hablaba todos me iban a decir que de cuál había fumado, así que mejor dejé que permanecieran en la ignorancia y siguieran conjeturando.

Me divertí de lo lindo en la asamblea, cuando El Salvador Fidedigno se quejaba de los codazos de La Afanadora, quien optó por cambiarse de lugar; pero, al ver que su mascota no la seguía, se regresó a jalonearla. Nuestro pequeño saurio se escondió y La Afanadora Constante hizo el ridículo de su vida, al meterse entre las patas de las sillas. El dragoncito le decía:

Hey, tú, hola, estoy aquíy la hizo correr por todos lados, hasta quedar, nariz con nariz, frente al Salvador Fidedigno. Los vecinos comenzaron a cuchufletearse y a gritar a coro:

¡Beso, beso!

A lo que La Afanadora, muy indignada, vociferó:

¡Qué beso ni qué ocho cuartos! ¡A ese ya lo besó el diablo! ¡Además le apesta la boca!

¿Y a poco usted no se huele, vieja bruja? –Dijo El Salvador, herido en lo más profundo de su amor propio.

¡Orden! ¡Orden por favor, vecinos! No hay que caer en el juego de estas personas. ¡Ya sabemos que la señora es buscapleitos y al otro también le ronca la madre! –Decía Mongelio, conminando a toda la gente a que de nuevo pusiera atención. –Estábamos viendo lo de poner mejor mi letrero...

¡Cierra tu bocota, meón! –Lo interrumpió el dragoncito y le dio dos puñetazos. Después de todo, qué atrevimiento era ese de quitar el letrero en redondillas que tanto esfuerzo le había costado. Él era Lalo K, estoy segura, pero ni La Afanadora sabía.

El orador, frustrado, increpó a la mujer; El Salvador se interpuso. El dragoncito, raudo y veloz, aleteó y les puso una buena cachetiza. Como no se desmayaban, a uno le echó una bocanada de humo y al otro, con un pedo, lo tiró. Además le dejó la camisa garapiñada.

Como en todos los sanquintines, nunca faltan validos de la ocasión. El Contemplador de la Luna y El Campeón de Levantamiento de Tarro, taxistas ambos, pero el segundo, casado con una gata, oyeron la solemne confidencia que días atrás hiciera Mongelio. Como se sintieron aludidos, se la sentenciaron, y el día de la asamblea, precisamente porque había público, se aventaron a los catorrazos y aquello fue toda una exhibición callejera de box, karate, lucha libre y no te entiendo.

Los Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus Casas habían inculcado en la gente el hábito de celebrar asambleas; pero, al ver que salía junto con pegado, terminaron por aburrirse. Hacía mucho que ya nos habían dejado, que ni siquiera pensaban en asomarse, pero Mongelio Sultán seguía teniéndoles fe. Algún día regresarían y era preciso que encontraran el lugar en buenas condiciones, hacer patente la superación de todos los habitantes, demostrar que habían puesto en práctica las reglas de civilidad aprendidas en los discursios de los señorones tan cultos, héroes modernos que nos darían vivienda.

Eso fue lo que dijeron una y otra vez. Parecían discos rayados. Cada vez que llegaban, nos agarraban la mente para que volteáramos a ver las rebanadas de lujo que provocaban más hambre. Los recibíamos como si fueran dioses. Hasta que pidieron firmas para afiliarnos a su partido. Querían que fuéramos al Zócalo a darle aplausos a un señor resentido porque no pudo ser presidente, pero que insistía en ser el candidato que todos esperan. Y fuimos. Sentí que moriría de asfixia en ese mar de gente mugrienta.



En el templete, el señor resentido se colocaba una banda, imitación de la insignia presidencial. ¿Por una vivienda nueva teníamos que presenciar esa ridiculez? La Afanadora Constante fue la única de todos que se atrevió a preguntarles eso a Los Políticos de Quinta en la última asamblea en que se les vio por ahí. Yo quería que me tragara la tierra cuando les dijo, con todas sus letras, que su candidato era una mierda que no servía para nada, que era un señor que ya no estaba en sus cabales y que ella no participaba más en esa chingadera. Entonces, los demás se envalentonaron e hicieron ostensible su rechazo a seguir sirviendo de acarreados.

De alguna manera, La Afanadora ahuyentó a esas personas y es algo que el Empedernido Rey no le perdona. Casi se puso de alfombra para que Los Políticos de Quinta salieran hasta su carro. Ya mero se hincaba para que, al menos, los tomaran en cuenta nada más a él y a su familia. Con tal promesa volvió a la tranquilidad.

Mongelio, más sereno, trató de restarle importancia al incidente porque La Afanadora, para todos, no estaba bien de la cabeza. En algún lugar de su mente albergó la idea de que iban a regresar. Volvió a la infancia y recordó a su padre, cuando abandonó el hogar. Como si tuviera un cincel, se grabó las recomendaciones de que fuera un buen muchacho, al poco tiempo, comenzó a trabajar. Fue el empleado del mes, y del año y así, hasta que lo corrieron porque la empresa necesitaba reducir sus costos, pero lo más doloroso fue que su padre nunca estuvo para ver lo buen muchacho que fue. Llegó la madurez, también la esposa y los hijos y el nuevo trabajo, peor pagado que el otro, y llegaron Los Políticos de Quinta a remover con su labia aquellas viejas heridas. Y él seguía como niño, confiado en verlos volver.

Pero ellos no regresaban. Después de todo, ¿qué les importaba que Lady Manflower haya entrado a robar a la casa de La Afanadora y que nadie le tuviera confianza al rencoroso Salvador Fidedigno, que, ni arriesgando su vida para que todos tuvieran agua, pudo reivindicarse de las acusaciones que la gente le hacía de borracho comecuandohay? Estaban tan acostumbrados a ver cómo se ventilan estas quejumbres, que, afortunadamente para sus propósitos, son infinitas y proveen de gente iracunda, pasiva y desesperanzada, acarreable para cualquier mitin. Rígidos, hostiles y aislados, son los mejores escudos humanos a la hora de algún desacuerdo con los partidos contrarios. Para ellos no hay compasión.

Esta asamblea para descubrir al autor de los letreros ofensivos, como todas, tuvo un final idéntico al rosario de Amozoc.** Una junta de vecinos es lo mismo que una fiesta de Juchitecos, pero sin música, ni comida: los invitados se van derechito al pleito.




*Jesús García Corona, trabajador ferrocarrilero, es conocido como “El Héroe de Nacozari” por haber sacado del pueblo un tren cargado de carbón, envuelto en llamas, para que estallara a campo traviesa y así salvar al mayor número de personas posible. El hecho ocurrió en el camino de Nacozari a la mina de Pilares, en el estado de Sonora, el 7 de noviembre de 1907.

**En la época virreinal, en plena catedral de Puebla, dos grupos de artesanos de la comunidad de Amozoc de Mota, protagonizaron una riña durante la celebración de la fiesta anual de la Virgen del Rosario. La zacapela fue comenzada porque a uno de estos grupos, que quería participar en los preparativos, no le permitieron dar su aportación económica. Los rechazados, entonces, acudieron al acto religioso únicamente para desquitar su coraje. En esta leyenda se originó el dicho terminará como el rosario de Amozoc, para referirse a cualquier empresa que da señales de que acabará mal. 




lunes, 15 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VII

Palabra de honor

Uno
La verdadera norma de convivencia vecinal siempre ha sido: “nadie sabe, nadie supo”. Con ella se guía la insulsa, moderna y chilanga versión de “La Corte de los Milagros” que habita en este lugar.

Todos, en el edificio, creen que pueden aparentar que son como la gente afortunada que todavía vive en este rumbo que fue zona de ricos en tiempo de Don Porfirio y bastión de generalotes en los fabulosos veinte. Del zaguán para afuera, nadie sabe que son pobres; del zaguán para adentro, es posible soñar que viven con lujo, es posible no tomar conciencia de que la colonia entera casi es un arrabal. Aunque también el “nadie sabe, nadie supo” es una esperanza colectiva, sentida de corazón por todo el género urbano. Esperanza que se cumple a medias para todos los pobres del mundo: son invisibles. Esperanza cabalmente cumplida para los que viven en este inmueble, a través de una guerra perdida de antemano por los que están en las casas de junto y de toda la manzana, porque las autoridades de la delegación no les hacen caso a sus escritos de que, por favor, desalojen a esas personas y, en vista del éxito, han aprendido a verlos como parte del folklore de esta calle y la colonia.

El edificio, como toda vecindad que se respete, es un almacén de los inadaptados de todas las clases sociales. La Afanadora Constante es una rebelde que vino a menos de la Colonia del Valle, pero también hay desadaptados de Tepito y Santa Fe.

Yo misma soy un legado del movimiento hippie. Mis familiares vinieron a tirarme en este sitio porque salía más barata la renta de mi cuartucho que una cuota de hospital. ¡Ah, quién pudiera regresar a esos buenos tiempos de Avándaro! ¡El colorido y la belleza de toda esa psicodelia que se resumía en nuestro lema: amor y paz! ¡Qué tarde preciosa aquella cuando estuvimos regalando una flor a cada gente que pasara! ¡Años después me vine a dar cuenta de que fuimos a tirarles margaritas a los cerdos, de que el cielo de diamantes que tocamos se pulverizó en el viento! Hoy estamos despiertos en un mundo que solo tiene hambre y guerra para compartir. Los que fueron mis amigos y no han muerto, hacen como que nunca me han visto. Fui la reina de mi comuna, pero eso nadie lo sabe. Ahora soy La Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales y comparto, con La Afanadora Constante, el privilegio de haber visto al pequeño dragón, ¡a quien jamás perdonaré que haya preferido la compañía de una simple jornalera!





Dos
La Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales ha sido, en realidad, una ingrata. La Afanadora Constante se dignó avisarle cuando Lady Manflower y La Acarreadora de Chinches forzaron la puerta del cuartucho donde vivía y sacaron todas sus cosas.

La Princesa tenía la idea de que le había encargado su casa a La Ricachona de Aquí, que era su mejor amiga, pero no había tal. Esa vecina maldijo a La Afanadora cuando supo que localizó a los padres de La Princesa y se había levantado un acta allá en la delegación, pues eso echaba por tierra sus planes de quedarse con el espacio y hasta con algunos muebles, que en realidad eran finos.

Para no tener que dar las gracias e incapaz de afrontar el desengaño respecto a la que creyó su amiga, La Princesa insultó a La Afanadora cuando ésta fue a verla a la granja donde estaba pasando su convalecencia. Pidió que sacaran con cajas destempladas a la única de todo el vecindario que le tenía buena voluntad. Hasta en sus años de hippie se sentía con derecho de mandar, pero la vida la mandó al diablo.

¡Sí que han hecho falta mis ancestros! Cuando a mis tatarabuelos les creció la cola por andar compadeciendo a la gente, se fueron y eso les agudizó la inteligencia para elegir a quién querían ayudar. Debí marcharme cuando noté que tenía cinco metros. En esa época sentí que de repente pensaba mejor, pero no me tuve confianza. Siempre he sido torpe. Nunca he sabido qué hacer hasta que se me complican las cosas. Por eso elegí mal cuando decidí que cuidaría a La Princesa.
        
La vez que aparecí por su casa, estaba matando a una rata que llegó escondida entre sus cosas. La madriguera, ese viejo sillón que había pertenecido a su abuelo y del que no se quería deshacer, me sirvió de escondite. Pero no había suficiente espacio para mis muebles y los tuve que cargar en el marsupio.  Eso, en realidad, fue una bendición porque nunca sabía si hacerme presente o no. La Princesa no podía verme tal cual, si no era bajo el efecto del aguardiente o de alguna de las chácharas que fumaba. Si no me escondía cuando estaba en su juicio, me trataba como si fuera un roedor de la fauna nociva. Esto quiere decir que me acariciaba. Así fue como se ganó la confianza de la rata, hasta que la estranguló.
        
Viéndolo bien, ayudé a que, dulcemente razonable, permitiera que los enviados de sus familiares la llevaran a desintoxicar a una granja. Le puse el susto de su vida. Cuando creyó que ya me tenía, intentó ahorcarme. Entonces le eché una bocanada de humo. No quise abusar. Mientras cedía el ataque de tos que le provoqué, volé por todo su cuarto y hasta le hice un baile de Can Can en sus narices. Lo malo fue que, en el esfuerzo, se me salió una flatulencia. En las ventosidades, los dragones no podemos decidir. La quemadura de primer grado en su cara fue determinante para que se dejara atender. Los vecinos se quedaron con la idea de que se durmió con un cigarro encendido y se prendió su colchón.

El día que se la llevaron, estaba necia con que en los lavaderos jugaba una niña con apariencia de globo, hermosa, transparente, y quería saber por qué no flotaba en el aire. Según ella, estaba en su derecho, pues la curiosidad no tiene nada de malo. ¡No se daba cuenta de por qué se asustaron las vecinas! Para ella, en su mente, si era niña de cristal, no le iba a pasar nada con un simple pinchazo. Tenía la tijera enarbolada cuando la madre de la criatura, muerta de miedo, le decía:

Hola, Princesa, ¿cómo estás? Por favor, no le hagas nada a mi bebé–. La nenita, ajena al peligro que corría, jugaba con una jícara.

Cuando llegó la ambulancia todo mundo abrió la boca para criticar: que si salía desnuda, que si hablaba sola, que si sacó sus tijeras y las tenía siempre listas para amenazar con encajárselas a quien fuera, pero nadie protestó cuando tocaba a las puertas de las casas, vestida tan solo con una blusita hasta la cintura.

El Ginecólogo Astral y El que no Rompe ni un Plato se beneficiaron varias veces con el exhibicionismo de esta mujer. Se divirtieron oyendo sus historias del viaje a Woodstock y del camión psicodélico, del hombre de pelo largo, torso desnudo, con pantalón de mezclilla. Aquel primer jipiteca montado en caballo blanco, que la había llevado en ancas al paraíso de Avándaro.












domingo, 7 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VI

Reputadísima logia

Hombres puercos que orináis
las paredes sin pensar,
mucho menos reparar
el daño que provocáis.

Si, con gran desfachatez,
regáis meados por doquier,
¿por qué rehusáis disfrutar
de la suave fetidez?

Pululáis por todo el patio
con vuestro quehacer inmundo,
y, con cara de iracundo,
preguntáis si alguien os vio.

¿Pues cómo ha de ser, menguados,
vuestro lugar impoluto,
si lo ensuciáis a lo bruto,
a veces, de dos en dos?

¿Procuráis que algún nagual
venga y retire la mugre?
¡Si vivís pegado a la ubre!
¿Qué os importa el lodazal?

Mirad bien que no os fijéis
si esto es insulto o lisonja,
¡seguid lo que se os antoja!
Buen trato recibiréis:

¡El que se da a un animal!

Estos versos aparecieron en el pizarrón de avisos del edificio. Todos se preguntaron quién podía haberlos escrito, pues estaban firmados con un seudónimo: Lalo K. En realidad hablaban de un problema que había causado estragos en el vecindario porque no era agradable ser recibido o despedido con ese olor demoniacal.

Aquellos que eran supersticiosos, empezaban sus labores con la certeza de que no era ya necesario que un perro los olfateara. La Ricachona de Aquí llegó al extremo de salir vestida toda de blanco, hasta con gorro albino y una bola de collares y amuletos. Parecía piñata. Su miedo andaba en burro, después, anduvo en taxi, pero llegó al paroxismo el día que vio, regada por todas las escaleras, tierra blanca mezclada con la que se usa para las macetas. La Gran Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera fue la primera en escuchar a la asustadísima Ricachona y estuvo a punto de reírse en las narices de su apreciada vecina.

Horas antes, La Acarreadora de Chinches y La Suprema Reina de la Muleta Ficticia llegaron cargando, entre las dos, un macetón. A una de ellas se le resbaló y el tierrerío se fue regando porque se subieron rapidito a sus casas y jamás salieron a barrer. Pero La Ricachona, para diversión de su escuchante, seguía sin saber la historia y qué bueno que no vio, en ese momento, a La Suprema Reina; entonces habría comprendido por qué sus dominios eran de la Muleta Ficticia. Su invalidez no era un estado físico, era un modus operandi, y vaya que lo profesaba con enorme seriedad, pero el día del macetón hubo que echarse a correr, para no ser descubierta y que todo quedara en el extraño caso de las arenas desparramadas.



Así pues, La Ricachona salió como alma que lleva el diablo a buscar a una vidente, que, después de revisar el piso y las escaleras, aseguraba que lo blanco era arena de panteón, que alguien de ahí estaba deseando la muerte para todos los demás. Mientras tenía lugar una ceremonia para limpiar de malas vibras el edificio, todo el vecindario se preguntaba quién podía haber gastado el dineral que, seguramente, costó comprar, por lo menos, diez costales de cada cosa. El ritual finalizó con la colocación de una ofrenda frutal en la puerta del departamento de La Ricachona, a fin de que, quien comiera de lo que había en la canasta, quedara descubierto como el principal instigador del desorden. Dos horas después, la tal canasta estaba limpiecita y ni siquiera se reportó algún enfermo de la panza.

El caminito de tierra iba desde el garage hasta la entrada de un departamento del primer piso; esto abarcaba los lugares más utilizados por los meones. Viernes y sábados, ni qué decir. Empezaban las bolitas de chavos con sus chelas y sus monas y sus bachas, y no había más remedio que pasar en silencio, casi, casi, de puntitas; no fuera a ser que se despertara la ira de alguno de ellos, porque entonces la chorcha se convertía en retén y, para llegar a la casa, había que darles dinero. A mi me la perdonaron porque me llevaba con todos, pero, para el domingo en la noche, el edificio nada le pedía a Guanajuato. La pestilencia a orín era digna de un Festival Cervantino. Entonces, La Afanadora Constante entraba a rescatar nuestras atribuladas narices y el olor a cloro y detergente era recibido como una fragancia celestial. Lo que tomaron unos por tierra blanca y otros decían que era sal, en realidad era cal. Un costalito que traían las que compraron la tierra y el macetón y que se desfondó en el relajo. En otras palabras, quedó en el suelo el proyecto de cambiar de maceta algunas plantas y pintar de blanco los troncos de los arbustos que habían crecido en otros búcaros de la azotea.



La Afanadora Constante salió, después de la hora de la comida, mechudo y escoba en ristre, pero caminaba y barría con mucha dificultad, como si a cada paso estuviera empujando un bulto. La Ricachona no salía del asombro. Su vecina hablaba sola, tal como le habían dicho. Le exigía, no sabía a quién, que la dejara pasar. Y es que así era. Iba peleando con el dragón, que estaba decidido a no dejarla trapear:

¡No, no! ¡No es justo! ¡No! El reptil empujaba con todas sus fuerzas para regresar a su amiga a la casa–. Ya cumpliste; si lo ensuciaron, ahora ahí, hasta el otro domingo, ¡qué! ¡Además ni te pagan, punta de bolsones! –para dar por  terminado el forcejeo y la discusión, el dragoncito la tomó de las piernas, pero ella, más ágil, metió la escoba en medio del herraje del pasamanos y se aferró, de tal manera que, cuando el pequeño quiso emprender el vuelo, fueron bruscamente regresados al escalón donde La Afanadora había estado parada. La Ricachona, perpleja, no sabía si auxiliar a la vecina, llamar a alguna ambulancia o hablar de inmediato con un psiquiatra, pues nadie iba a creerle que vio a una mujer suspendida por los aires, como si la jalara un huracán, en un lugar que estaba techado. Entonces, cuando cayeron al suelo, La Afanadora gritó:

¡Ya déjame! ¡Voy a trapear porque quiero, y quiero porque quiero!

Ante la contundencia de tales argumentos, al dragoncito no le quedó más remedio que ceder, pero eso no quería decir que se daba por vencido. Volaba por encima de su amiga y le acercaba la cubeta, el recogedor o lo que necesitara. La Ricachona de Aquí estaba a punto del desmayo, pues era impresionante ver todos esos objetos moviéndose solos para llegar a las manos de quien estaba limpiando.

Para no hacer el cuento más largo, La Afanadora se salió con la suya. Barrió las escaleras y amontonó la tierra en el patio. El dragoncito, entonces, se apoderó del recogedor y nunca dejó que su amiga concluyera el trabajo. Poco a poco, ella se fue dejando vencer por la fatiga y acabó sentada en los últimos peldaños. Escuchaba la arrulladora plática del saurio, que le narraba la historia de sus ancestros mientras construía, como niño en una playa, castillos con la tierra, la cal y los pedazos del macetón. Fue creando una aldea de la Europa medieval que terminó por despejar a la mujer que, de otro modo, se habría dormido sin remedio.


Así eran las casas en mi país de origenel alebrije señaló su obra–. Mis tatarabuelos llegaron con los primeros navegantes de Colón. Como no les gustaron las Antillas, aprovecharon que salía de Cuba una misión exploradora a cargo de Hernán Cortés. Ellos fueron los que le ayudaron a quemar las naves. Se enamoraron de la Gran Tenochtitlan. Les pasaba lo que a mí. No todos los podían ver.

En eso, llegó El Contemplador de la Luna con su telescopio nuevo. Ver a La Afanadora Constante olfateando, como perro, el montón de tierra y tepalcates, era de lo más risible y lamentó no tener una cámara fotográfica para retratarle las nalgas. Por esta vez decidió que no iría a la azotea a estrenar su artefacto y, después de colocarlo en su tripié, lo enfocó hacia la vecina, pero comenzó a ver el castillo, tal como lo había construido el dragoncito. La disciplina que mostraban las hormigas desfilando por las calles de ese laberinto, para llegar al agujero de siempre, por donde entraban y salían todos los días, fue algo sin precedente. La Ricachona de Aquí no resistió y le pidió al vecino que la dejara ver lo que él veía por el telescopio. El dragoncito, entre tanto, seguía con su exposición.

Mis ancestros nacieron en la Galia. Allí no se inventó el dinero, pero fue de los primeros lugares del Viejo Continente donde se le conoció. Lo introdujeron griegos y cartagineses. A partir de ese momento existió la pobreza, se crearon los afanes de la gente y nosotros, que somos guardianes de todos los metales, empezamos a tener contacto con personas que vivían en Salzburgo, Luxemburgo, Hamburgo, Edimburgo, Brandemburgo, Estrasburgo, ¡puros burgos! Mis tatarabuelos también compadecían a la gente, hasta que sintieron que tenían, cada uno, como veinte metros de cola. Eran listos, porque se dieron cuenta y huyeron antes de que algo más grave pasara.

El Contemplador y La Ricachona, mientras tanto, estaban peor que los niños de los años 60, cuando se puso de moda “el cinito”, juguete que consistía en una caja con unos anteojos de aumento y una ranura para insertar el carrusel de diapositivas. Ese disco se movía con una palanca. Donde él veía hormigas, ella veía un lomo verde botella con escamas como signo de pesos:

¡Ajá, sígale! ¡Como esta mujer no se largue, acabaremos todos iguales de enfermitos que ella! –sentenció El Contemplador.

¡Bájale de volumen a tu radio! –Contestó La Ricachona–. Ni que fueras tan perfecto, ¡dirige tu cosa esa a la izquierda, para que veas! Es una alfombra como piel de dinosaurio, con signos de pesos en relieve, está bonita.

¡No fuera siendo una alfombra! ¡Luego, luego se ve cómo entran y salen las hormigas del castillo! –El Contemplador ajustaba las lentes de su telescopio en la dirección que le indicaba La Ricachona, y nada de dinosaurio. A su vez, La Ricachona, se asomó a la lente y preguntó:

¿Cuál castillo? ¡No seas buey! –Nunca se pusieron de acuerdo. 

Se me hace que ya te vieron  –le dijo La Afanadora al dragón.

Nocontestó el animal–, aunque ella es consciente de su materialismo, no me puede ver completo. Y El Contemplador de la Luna, ¡ni con ayuda de su aparato me podrá ver en los próximos cien años!

En eso, La Ricachona dejó el telescopio y se acercó a La Afanadora:

¡Oiga! ¡Usté es muy culta, oiga! ¿Por qué se impone a sí misma estas chingas maratónicas? –Preguntó con afecto, mientras se hincaba junto a La Afanadora, con intención de ayudarla a terminar de juntar toda la tierra y echarla a la basura.

Alguien lo tiene que hacer –contestó la interrogada–, ¿a usted le gusta vivir en la mugre? –La Ricachona movió negativamente la cabeza. –Por eso lo hago. Y porque no puedo pagar para que vengan a hacerlo.

¡Ay, pues nadie puede pagar aquí nada, oiga! –Dijo, con desparpajo La Ricachona. –Lo ideal sería que lo hiciéramos entre todos, pero nos pesa mucho, ¿verdad, Contemplador? ¡Mírelo! ¡No oye cuando no le conviene!



El aludido estaba absorto. Como faltaba poco para que anocheciera, quiso aprovechar la luz del día que quedaba para ver el desfile de hormigas a sus anchas y, una vez más, lamentó no tener cámara fotográfica. Cuando comprendió que ya no había suficiente claridad, dirigió hacia el cielo el telescopio, ¡y vio a los asteroides en órbita! Esto se debía a que el dragoncito se había puesto a hacer juegos malabares con los tepalcates, frente al aparato. La Afanadora, discretamente se reía. ¡No cabía duda! ¡Su amigo era un malandrín! Cuando La Ricachona quiso ver los asteroides, se encontró con que la zalea de dinosaurio la saludaba y le enseñaba el trasero. La Afanadora estaba, ahora sí, desternillada de risa. El Contemplador y La Ricachona, entonces, le reclamaron que se estuviera burlando de ellos, la increparon por engreída. Limpiar ocho pisos de escaleras no la hacía bondadosa, ¡nadie le admiraba eso! A lo más, era una burra que nació en el seno de la familia equivocada, puesto que sus padres gastaron fortuna y media para que estudiara en una escuela de las buenas, ¡y acabó viviendo allí, en esa ruina compartida con fracasados! ¿De qué le servía desconfiar? No era borracha, tampoco era ladrona, no era puta, ni lesbiana, ¡no era nada! La golpearon, a pesar de que nuestro saurio intervino con unas cuantas bocanadas de fuego dirigidas al castillo, que provocaron una humareda semejante al gas lacrimógeno, que no los hizo llorar, pero los puso a dormir.

El amanecer sorprendió a todos, acostados en el suelo, llenos de ceniza. La primera en despertar fue La Afanadora Constante, pero tuvo miedo de pisar los cuerpos de sus vecinos y se volvió a recostar. La Ricachona abrió los ojos y los volvió a cerrar. Abrazó al dueño del telescopio y apoyó en él la cabeza como si fuera una almohada. El Contemplador de la Luna, que también se había despertado, al sentir la presión en su vejiga se paró. Después de orinar junto a la toma de agua, recogió los implementos que le ayudaban a refrendar su apodo y se fue como si nada. A La Ricachona no le quedó más remedio que levantarse. Su cabeza rebotó en el suelo y era mejor bañarse, vestirse y salir al trabajo. La Afanadora, por último, contempló la tierra desparramada en el patio. Nada mostraba la evidencia de que allí se había levantado un caserío feudal. Volteó hacia la toma de agua. Los mosaicos que más trabajo había costado limpiar, ¡estaban otra vez mojados de orín!

¡Ay, no! –se volvió a dejar caer. En eso, llegó el dragoncito y, como las mulas en las corridas de toros, arrastró a La Afanadora hasta su casa. No dejó de refunfuñar:

Te lo dije, pero no entiendes, esto no es trabajo para ti, debiste dejar que limpiaran ellos. Por una vez en la vida que haga algo esa bola de inútiles, ¿por qué todo lo tienes que hacer tú?Bla, bla, bla.., su voz se fue apagando por los pasillos, hasta que nada se oyó.







miércoles, 3 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


V

Delirios, delitos y deleites

Uno
Sobre el muerto, las coronas… y algunas flores también. Hay que buscarle lo bonito a los recuerdos. El Anciano que se Ostentaba como Dueño era un hombre extremadamente  flaco. Subía y bajaba escaleras con la agilidad de un jovencito. La Afanadora Constante conoció al señor por teléfono, cuando llamó porque vio anunciado en el aviso oportuno que allí se rentaba un cuarto. Una pequeña luz de esperanza brilló cuando escuchó a través del auricular que si usted me entrega dos rentas de depósito y la que va corriendo, firma contrato y no le pido fiador, ni confesión, ni nada. Hacía tres años de aquel suceso y La Afanadora Constante miraba con asombro. La gente bailando y divirtiéndose en grande, sin importar que, ese mismo día por la mañana, se hubiera propalado la noticia del deceso. Difícilmente aceptó que era ese, justamente, el motivo de la fiesta. Nadie apreciaba al Anciano y ella misma tuvo motivos para aborrecerlo. Sin embargo, no sintió la menor alegría, no pensó como sus vecinos y fue tan duramente criticada que, una semana después, al llegar de su trabajo, encontró que alguien forzó la puerta de su casa y sacó las pocas cosas de valor que tenía. No era la primera vez que pasaba. Llegó a ser el pan de cada día. En vida  Del Anciano, se supo de una inquilina del tercer piso a la que le vaciaron el departamento. Aquella Señora de la Grasa Corporal, que a veces contaba cosas, refirió que, ese día, El Anciano estuvo todo el tiempo en su balcón, como centinela. Era de aquellos que mandan dañar a la gente cuando no les cae bien.

Al vencimiento de su primer contrato, La Afanadora fue prevenida. El Anciano trató de recabar firmas para un escrito en donde solicitaría la intervención del cuerpo de granaderos para echarla, diligencia que no llegó a prosperar, porque nadie le firmó. Unos, porque no la conocían, y otros, porque tampoco la detestaban lo suficiente como para desearle ese mal, y a otros, simplemente, no se les dio la gana ayudar al pinche vejete. El caso es que El Anciano que se Ostentaba como Dueño, no siguió adelante por no contar con respaldo. Todo lo que hizo La Afanadora para ganarse tales violencias fue reportar un apagón. Así se supo que el edificio tenía una conexión clandestina y, desde entonces, cada bimestre llegaba la misma cuadrilla de trabajadores de la hoy extinta Luz y Fuerza a cobrar su propina, para seguir guardando silencio respecto a que nadie pagaba el suministro de electricidad.



Esa fue la herencia que El Anciano que se Ostentaba Como Dueño les dejó a sus inquilinos, pues no con el sensible fallecimiento dejaron de ir aquellos esbirros a recoger su tajada y seguir amagando, hasta que La Acarreadora de Chinches se armó de valor para ir a denunciar a los malos servidores públicos. Entonces les fue asignada una cuota mensual por concepto de consumos ilícitos, pero también se les explicó que su situación mejoraría: de ahí en adelante sus comprobantes de pago serían deducibles de impuestos. Ni así pagaron.


Dos
Cuando se ha pensado en el suicidio y no se consigue, las ideas mortíferas permanecen y los problemas emocionales se centran en cómo puede uno usar las tales ideas para beneficiarse, en vista de que ya se ha fallado en el intento. Meterse entre las patas de los caballos, para saber si patean, es indicativo de tendencia suicida; pero, sin ello, oficios como el de corresponsal de guerra no serían posibles. A veces los humanos son suicidas potenciales, de otro modo no se explica que se atrevan a recetarse lo primero que se anuncia contra la gripe o gastritis, cualquier bebida alcohólica o energética y, mucho menos, que guarden la medicina del año del caldo por si se vuelven a enfermar, ¡y la ingieran, sin más ni más, cuando creen necesitarla!

El pequeño dragón exponía su perorata, que él llamaba conclusiones. La Afanadora Constante, entre un escalón y otro, se preguntaba dónde había dejado la jerga, para improvisar un tapón y ponerle en el hocico al parlanchín que no la dejaba trapear. Más de una vez la puso en predicamento; pues durante la jornada de la escoba y el mechudo conversaban animadamente, pero los vecinos nada más podían verla y oírla a ella. Él, astutamente, se volvía imperceptible para los demás, pero no para mí, que tenía más que claro su rechazo, así que me conformaba con verlo de lejos. Por fortuna, mi vecina no siempre salía perjudicada, pues el hecho de que la vieran arengando a las paredes, había espantado al Representante Digno de la Erotomanía Tardía, que prefería quedarse con las ganas de pellizcarle las nalgas. También cooperó para poner en su lugar al Bull Terrier de Pacotilla, que bajó las escaleras muy orondo, mentando madres para apantallarla y rozarle el busto con el dorso de la mano; pero, al pasar por debajo del peldaño estratégico, el dragoncito le dio una patada a la cubeta. Además de bañado, el señor quedó con el mechudo de peluca. La Afanadora, seria y respetuosa, bueno, en realidad conteniendo la risa, le dijo que considerara la idea de usar bisoñé, pues le favorecía bastante.


Hasta unos días antes de que vinieran a llevarme, mi diversión favorita fue seguir a la ilustre fregona, en su ilustre tarea de limpiar escaleras, por eso pude saber muchas peripecias, como la de una tarde veraniega, en que Lady Manflower y La Última en Darse Cuenta de que le Estaban Poniendo los Cuernos, capitaneadas por La Acarreadora de Chinches, fueron, con su cubetita cada una, a donde estaban los botes en los que La Afanadora Constante almacenaba agua, pero se llevaron un chasco; pues, al quitar la tapa de uno de ellos, encontraron un letrero que decía:

¿POR QUÉ SIEMPRE VIENES A MIS BOTES? ¿EN SERIO CREES QUE TIENES DERECHO AL AGUA QUE YO ACARREO? ¡YA BÚSCATE UNA MADRE A QUIÉN CHINGAR!

Refunfuñaron al destapar una tinaja tras otra y leer letreros por el estilo.

El dragón, que no había perdido detalle y estaba doblado de risa por la rabieta que hicieron, al acabar de carcajearse, suspiró, pero se le salió una bocanada de fuego que dejó a las tres mujeres con unas cabezas como si hubieran recibido un flamazo del boiler. Jamás se hubieran dado cuenta, de no ser porque Don Mongelio se las encontró en las escaleras. El hombre puso cara de asombro y preguntó qué les había sucedido. Ellas no atinaron a decir algo, hasta que pasaron por la puerta de La Ricachona de Aquí, que tenía un espejo. Ahí pusieron el grito en el cielo, pero cerraron la boca. Decir lo que fuera implicaba admitir que intentaron robar agua de unas tinajas ajenas y no querían ser descubiertas, pues eran las causantes de la ola de saqueos en los depósitos de toda la gente.
        
Además de expresar sus disparates acerca del suicidio, el saurio de nuestro corazón –de La Afanadora y mío– gustaba de hacer travesuras, para que la gente viera que, quien limpiaba las escaleras y le brindó alojamiento no era la única loca allí.
        
Un día, El Empedernido Rey del País del Chipotle Vengador se encontraba pintando un carro de blanco, pero tenía destapado un bote de pintura roja. Nuestro pequeño travieso se echó un clavado, se sacudió como perro y, no contento con salpicar al pintor, caminó sobre el automóvil. Eso evitó una bronca a puñetazos. Su majestad El Empedernido y Rumiel Pómez, su ayuda de cámara, abrieron tremendos ojazos, porque nada más aparecían patitas rojas en la carrocería impoluta. Rumiel quedó tan afectado que fue derechito a la Iglesia a jurar que en un año no iba a beber, pero ahí no paró la diablura. Terminó de tocar fondo cuando el sacerdote le quitó el letrero que tenía pegado atrás:

¡P R E C A U C I Ó N!
Uso obligatorio de mascarilla de oxígeno
cuando la puerta esté abierta.

Las paredes oyen… y hablan. De este modo, La Afanadora Constante suele disfrutar uno de sus más caros placeres. Al escuchar lo que dicen dentro de los departamentos, piensa que el amor se da en maceta y que, para fomentar la amistad y la concordia, hay que repartir besos de Judas, al cabo que los romanos se consiguen en la Policía Montada durante la Semana Santa. El resto del año se pueden agarrar de caballito de batalla algunas habladurías que han sacudido indolencias por un tiempo: ay, a poco tú crees… fíjate que Fulana, Zutana y la viejilla… se están cagando allá arriba… Endana se acuesta… y Maru nos dijo… el Toño les cobra… Odricio, ni en cuenta… Imelda ya sabe… y en su casa lo agarraron… el otro día pintaron… y Perengana también… supiste que los del gas… es que se están escondiendo… otra vez las brujerías… y el día de la tapazón… la neutralidad no existe. Hay que integrarse al chisme. No dirá la verdad, pero calienta bien y bonito. Haya o no haya Internet, las redes de enfermación funcionan por el bien de todos, a fin de que los miércoles sean de Ceniza; los viernes de Dolores; los sábados de Gloria y los domingos, de Ramos. Quienes no aceptan el cristianísimo beso Iscariote, se llevan una de cal por lo que fue de arena, al fin y al cabo, lo que conversan La Afanadora y el dragón, ¡también se filtra por las paredes!



Eso fue una burladijo el lagarto. –¿Cómo un consumo ilícito va a ser deducible de impuestos? ¿En qué cabeza cabe?

Pues en la de ellos –contestó La Afanadora.

Y en la de ustedes. Son tan tontos que viven pendientes de lo que pueden esperar del gobierno, ¡pero no se fijan en lo que pueden esperar de sí mismos!El dragoncito brincó de su diván hasta el regazo de La Afanadora– ¿No te has puesto a pensar que la pobreza es torturante porque así se ha fabricado? La suciedad, la escasez de agua y espacio, la fauna nociva, son elementos conservados deliberadamente. A ningún gobierno le conviene que los pobres tengan una vida llevadera, ¡y menos que se acaben!
        
La Afanadora escuchaba atónita. El animalito pensaba mejor que ella y sus vecinos juntos. En realidad se había acostumbrado a vivir con la sensación de estar atrapada en una cárcel de juguete, pero en ese momento sus pensamientos cobraban vivacidad.  Ya en muchas ocasiones había observado la forma de las escamas del reptil; pero, esta vez, decidida, preguntó:

¿Por qué tienes signo de pesos y centavos en todo tu cuerpo?

Porque en mi piel se ha marcado la imagen de todos los afanes de la gentecontestó el saurio–, esta es mi verdadera presencia, pero solo aquellos que han logrado asumir su materialismo pueden verme tal cual.

¿Quieres decir que todo se reduce a dinero?

No es tan exacto considerarlo al pie de la letra, pero quien no es capaz de contemplar que el dinero es como el agua, nunca sabrá qué cantidad corresponde a cada cosa.
        
Era la primera vez que alguien, frente a ella, decía eso. Nunca se le había ocurrido contemplar al dinero como un recurso natural y hasta con ciclo de vida: ¿cómo imaginarlo en estado líquido, sólido o gaseoso? Aunque viéndolo bien, los bancos hablan del flujo de divisas y, ¡vaya que la hacen de pedo cuando se atrasa uno en el pago de algún crédito! Los lingotes de oro o plata y las Onzas Troy o los centenarios, difícilmente podrían compararse con cubitos de hielo, aunque hay gente que se ha quemado las manos viendo cómo se derriten.


        
En casa de La Afanadora, cuando era niña, el dinero era tema tabú al grado de que ni ella ni su hermana fueron enseñadas a manejarlo. Nadie la creyó capaz de exponerse, de darse mandarriazos con la vida. Estaban más que seguros de que el freno que le habían puesto disfrazado de valores iba a resultar. Su primer intento ya le había costado tener un bebé que no deseaba. ¡Ni siquiera hubo chance de ser novia del fulano! Daban por hecho que había doblado las manos, pero se llevaron un chasco. El cordón del rosario de miedos fue cortado y las cuentecitas rodaron por el piso de la sala familiar. Tías, hermanos, abuelos y otros miembros distinguidos resbalaron, cayeron y volviéronse a levantar. Los anatemas rodaron por el suelo y se escondieron debajo de los muebles en espera de que los nuevos miembros, al crecer, se los traguen enteros: hoy tenemos, mañana quién sabe… Así como subimos, podemos bajar de nivel… Las mujeres no tienen poderío económico a menos que se prostituyan… Los hombres tienen dinero, y son aceptables mientras lo tienen… El bienestar monetario depende de que haya un hombre en la casa, cuando no lo hay, se cae en la miseria y no se sale de ahí… Hay que esconder el dinero… Nadie debe saber cuánto gana, ni una misma… El dinero es cosa de hombres, pero no te lo creas. Nada más lo tienes que decir cuando estés  ante otras mujeres… Haz tu guardado y finge pobreza para que no te envidien… Tu progreso económico jamás dependerá de ti, siempre habrá fuerzas extrañas que te faciliten o te impidan el camino.

Hasta que llegó a la vecindad pudo tener acceso a la bola de supersticiones que albergaban sus familiares. Se dio cuenta de lo absurdo de algunas de sus conductas, de que el dinero uno lo olvida y no precisamente en algún monedero arrumbado. ¡Ya ni se acordaba de todos esos billetes y monedas de transición de pesos a pesos nuevos! Pero estaban ahí, la imagen reflejada en la sábana que el dragón había extendido era clarísima. El animalito hacía piruetas en el aire, de tal manera que se proyectara esa memoria escrita en letras y efigies de oro, plata, alpaca, cobre, aluminio, níquel… el dinero no es tan frío, muchos de los metales de que está hecho son elementos químicos y tienen su símbolo en la Tabla Periódica. ¡Importa mucho la vista en asuntos de dinero! Tanto billete y moneda juntos, era un verdadero taco de ojo. La Afanadora Constante sintió nostalgia por las monedas heptagonales de diez pesos, los “ojos de gringa” del 68, los veintes de cobre con la Pirámide del Sol, ¡los tostones grandotes con la efigie de Cuauhtémoc y su penacho descomunal!

¡Las monedas bonitas no deberían desaparecer!– dijo La Afanadora.

Al dinero le pasa lo mismo que al comediantecontestó el dragón–. Si no es aceptado, tiene que dejar de circular. Moneda que sale, es moneda que ya no vuelve,  aunque sea de oro.
        
Las imágenes de próceres de la historia desfilaban cronológicamente en la rústica pantalla. De repente, La Afanadora  estalló:

¡Ahora entiendo por qué no alcanza el dinero! ¿Qué tanto nos perjudica no saber la verdad acerca de algunos personajes históricos, o conocerla a medias, y además rendirles un homenaje que no sabemos si lo merecen?

¡Auuuch!se quejó el dragón. Reparó en que su extinta cola había recobrado centímetros–. ¡No te vuelvas a lamentar! ¡Como me siga creciendo esta ancheta, me voy!
        
Para no verse comprometida en un lance mayor, La Afanadora Constante desvió la conversación hacia los apodos que solemos ponerle al dinero, palabras que sugieren abrigo, escurrimiento y el desempeño de una función de linterna no tan simbólica. La luz recorre una distancia de 300,000 kilómetros por segundo. Todos notan su presencia. Su ausencia es oscuridad: uno de los miedos universales. Qué maravilla que pudiéramos sentir que el dinero viene a nosotros con la misma velocidad, porque sentimos que así de rápido se gasta, y que tardamos años luz en recuperarlo.