jueves, 27 de diciembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


XI

Diluyendo la maldad

En tu época de hija de familia, estabas ilusionada con el dinero, aunque te creyeras angustiada por la falta de él dijo el saurio de nuestro corazón a La Afanadora y dio un sorbo a su café. Masticó rápidamente su galleta y continuó. –¡Date cuenta, dejaste tu lugar de origen nada más para repetir! Aquí, por un golpe de suerte no pagas renta; allá, con tu gente, pensabas que el dinero que aportabas sólo servía para medio ayudar con el gasto. Ellos insistieron en seguirte manteniendo para que pensaras que lo tuyo no servía. Es la mejor manera de inutilizar a una persona. Allá aceptabas que tu familia te ninguneara; ahora puedes ir de rajiche a la delegación y eso te da la idea de que te estás defendiendo. En realidad, nada más ayudas a una bola de burócratas, que desprecian a todo mundo, a justificar el pan que se comen sin merecerlo –La Afanadora brincó de su silla:

¡Ah! Entonces, ¿lo adecuado era dejar que Lady Manflower entrara a mi casa a robarse lo que le diera la gana? ¿Me estás diciendo que debí quedarme de brazos cruzados cuando 
La Última en Darse Cuenta me golpeó en el zaguán?

Te estoy diciendo que debes aprender a pagar con la misma moneda. Esta gente está buscando que te tropieces.La Afanadora frunció el ceño.

Te hacen y te hacen cosas para que vayas y estés allá, queja tras queja, y el día menos pensado, te la van a voltear y quedarás detenida. No te han perdonado que te hayas puesto del lado de La Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales cuando le vaciaron su casa, ni te lo piensan perdonar en lo futuro.

La Afanadora guardó silencio. Se bebió de un trago lo que restaba de su taza de café. Y se mantuvo en la conclusión de que hizo lo adecuado. En la delegación se levantó el acta en contra de la vecina que la amenazó. Si fuera cierto lo que afirmaba su mascota, no habrían sucedido las cosas como se dieron.



En la audiencia con el Juez Cívico, La Suprema Reina de la Muleta Ficticia se quedó sin habla. La Afanadora Constante presentó una película en la que se veía a la señora caminar por el pasillo sin sus muletas, además de subir y bajar escaleras. En una toma cargaba dos cubetas llenas de agua; en otra, subió peldaños de dos en dos y bajó con un montón de ropa seca, por lo cual no se agarraba del pasamano.

No pensó que su imagen fuera a ser apreciada por tan altas mercedes. El agente del Ministerio Público y su séquito de achichincles miraban el celular en cuya pantalla lucía La Suprema Reina, avejentada, pero muy fotogénica. Con sus dos cubetas de 20 litros de agua cada una, hizo equilibrios y se dio el gusto de empujar, con un puntapié, al pequeñito que gateaba por ahí. La Afanadora, en pleno tribunal, se la sentenció. Si volvía a intentar algo en contra de ella, le enseñaría el vídeo a la madre de ese bebé, ¡para que deveras tenga por qué andar con muletas, vieja simuladora horrible!

Y así, la vieja simuladora sintió tan horrible que regresó al momento en que cargaba toda esa ropa seca. El aroma del suavizante la hacía feliz. Por eso era la expresión tan contenta. Ni se dio cuenta de que estaba siendo filmada. Ahora lo venía a saber y se sentía impotente. 

Así se redujo a nada su condición de minusvalía y, aunque se aferró a su reinado, se le vino abajo el sueño de sacar, por ese medio, una pensión que el juez podía haber determinado que pagara La Afanadora.



Eso explica por qué mejor se les dice discapacitados: diz que están capacitados para estorbar con armatostes, para dar y recibir lástima y encontrar tontos que les resuelvan la vida a partir de sentimientos de culpa. ¡Sí que tienen capacidades diferentes! ¡Son expertos en preservar el resentimiento social! Un ser como La Suprema Reina no podría existir si la condición de inválido no fuera, en realidad, envidiable, aunque menos digna que la de un animal. Porque a éste se le sacrifica si tan solo se rompe una pata. Quizá no haya sido tan errática Esparta con su roca Tarpeya. Tal vez, lo bondadoso, en realidad no es tan bueno…

Ambas quedaron advertidas, por igual, de no ofender. Pasaron algunos días y sucedió lo que nunca: ¡La Suprema Reina se levantó a las cinco de la mañana y comenzó a lavar su tambache de ropa! Tenía todos los lavaderos ocupados y no había sitio para nadie más. El dragoncito empujó la lavadora y buscó un sitio que quedara cerca del caño para dirigir ahí la manguera del desagüe, todo esto ante la vecina atónita, La Afanadora, mientras tanto, sacó sus cordones, conectó el aparato, lo llenó de agua con jabón, echó la ropa y, ¡chin! ¡Estaba roto el cordón de tocar tierra!

La Suprema Reina esbozó una sonrisa burlona, pero La Afanadora, sin decir nada, sacó un cuchillo y un desarmador, peló algunos cables de ese cordón y volvió a amarrarlos. Una vez sellados con cinta de aislar, echó a funcionar la máquina. Eso dio al traste con la alegría de La Suprema Reina, que se quedó con las ganas de unos buenos catorrazos que sirvieran de pretexto para volver con el juez.


Dentro de las abominables paredes del edificio, hay iniciativa privada. La vivacidad, en estos sitios, florece en todo su esplendor, al aprovechar las coyunturas de hacerse de bienes materiales, al ser capaz de confiar ciegamente en un tramposo, de sonsacar al galán de la vecina para obtener la llave de su puerta, de agilizar la mente en la creación de mitos y manías, especialmente cuando se anuncia algún ajuste de cuentas; de inventar sencillas tácticas para amenazar con madrazos y lograr que las mulas hagan el trabajo sucio. Siempre hay algo productivo, como celebrar, con quien se deje, tratos que más parecen una película de aventuras. La última aún se comenta, pues hubo todos los elementos de un gran episodio de policías y ladrones: sexo, dinero, una dama en apuros, un villano y un rescatador.

Todo transcurría como siempre en el humilde vecindario. De pronto, se escuchó por todos los pasillos una voz de mujer que gritaba: “¡Güero, güero!”. Y el güero nunca llegó. ¡Vaya! Ni siquiera dijo “aquí estoy”. Por las señas particulares que daba la mujer, La Afanadora dedujo que se trataba Del que no Rompe ni un Plato, pero se guardó muy bien de decir algo. El caso era que esa mujer buscaba al güero incapaz de romper un plato, porque le había entregado diez mil pesos a cambio de un departamento.

La transacción se celebró dos noches antes, en el garaje del edificio, en la parte de los tinacos. Mientras el güero tomaba el tiempo, ya que se encargaba de poner la bomba, convenció a la mujer para que le entregara todos sus ahorros: al cabo te vas a venir a vivir a un lugar mejor y te vas a quitar de pedos, aquí tú, tu situación y ya. Acto seguido, se la cogió y la infeliz partió con una bola de fantasías en la cabeza, pero, dos días después, o sea en ese momento, enfrentó la realidad. El camión de mudanzas esperaba la orden para empezar a bajar los muebles y El que no Rompe ni un Plato jamás apareció. La ilusionada mujer no solo no tomó posesión de ningún departamento. Ahí supo que había sido estafada. Desde entonces, esa parte del garaje es conocida como Los Tinacales del Amor.



El que no Rompe ni un Plato omite mencionar que, una semana después, hubo balazos en las escaleras para que devolviera, al menos, la mitad del dinero. Los niños y –créase o no– algunos adultos, estaban felices porque vivieron momentos de emoción como si fueran de una serie del oeste. ¡Igualito que en la tele!

Y por increíble que parezca, sí hay nuevos inquilinos. Compradores de buena fe que obtuvieron, junto con el pedazo de aire y concreto adquirido, las broncas del vendedor. Incautos que han entregado cifras estratosféricas de dinero por un cuarto o un departamento, para caer en la cuenta, con el tiempo, de que nada más pagaron por ponerse en medio de un juego de pelota y nunca tendrán chance de investigar la procedencia del pelotazo.

Ardelina Borregán platicaba con El Viejito de la Casa de Junto. En la azotea de ese señor estaba el cadáver de su gatita, a la que buscaba desde hacía una semana. Se había dado valor para correr a su Ginecólogo Astral, pues pensó que él había echado al animal a la calle, pero ya revisando, vio la pared del edificio, que mostraba las marcas que había dejado su mascota al intentar agarrarse con las uñas. Había sido arrojada desde la azotea y el mariguano que vivió en su casa era demasiado perezoso. No era lo mismo subir ocho pisos para fumarse un carrujito, que ir, por todas esas escaleras, luchando con un gato. Por lo tanto, no había sido él.

Una y otra vez recorría con la mirada el surco dejado por ese ser que se había ido para siempre, como queriendo ver quién había tenido el corazón de correrlo de este mundo así, sin más y, al estar imaginando, creía ver unas manos femeninas cual tenazas, sujetando esas cuatro patitas, haciendo oídos sordos a cualquier maullido que la infeliz criatura se hubiera atrevido a emitir. Fue todo lo que pudo averiguar, pero bastó y sobró para echarle la viga a La Centroamericana que Recién Llegó.

Decidida a vengar la muerte de su minina subió, pero no encontró a la susodicha, sino un tendedero improvisado en el mismo lugar en que La Afanadora Constante dejaba, alineadas, sus tinajas de agua limpia. Era de la nueva, sin lugar a dudas, porque había pañales y zapatitos de estambre escurriéndose y nadie más tenía bebé. Sin pensarlo, cortó el lazo con las tijeras que llevaba. ¡Eso fue mejor que encajárselas en la panza! Además, quedaría protegida. Estaba asegurado que La Afanadora cargaría con la culpa. ¿Qué otra cosa pensaría la culera Centroamericana? Según ella, no había pierde; pero no contaba con que el dragoncito la vio.

A una palmoteada del saurio, cuerda y ropa volvieron a la normalidad, en las narices de la resentida. Pero eso no fue todo, cuando Ardelina optó por huir, el dragoncito la persiguió y le echó tres o cuatro bocanadas de lumbre directo a las nalgas, para que se fuera educando, por lo que pasadas unas horas, cuando La Afanadora llegó, después de la chamba, todo estaba en paz.



Una noche en calma, era un garbanzo de a libra. El folleto que le habían regalado tenía un artículo que resultaba interesante, aunque en realidad no decía nada nuevo para ella. Sin embargo, se detuvo en un párrafo. Para su gusto, era tendencioso: “…una imagen negativa de la mujer pobre que evoca con claridad la imagen de las madres pobres: inmorales, alcoholizadas, despreocupadas de sus hijos…” pero decía, entre líneas, una verdad. Las mujeres, para tener un poco de dinero, tienen que estar solas, lo que se dice huérfanas. Nadie debe depender de ellas y, aún así, apenas hay para irla pasando.

Había vuelto a la lectura para no hacer corajes, pues eran las tres de la mañana y había sido despertada por unos toquidazos a la puerta: El Salvador Fidedigno, en su estado natural, entiéndase de ebriedad, tamborileó hasta el cansancio. La Afanadora Constante se mantuvo quieta y callada hasta que el clon etílico de Romeo se fue a tiznar a su madre.

Ser mujer sola y vivir en una vecindad es bastante peligroso, más cuando se ha rebasado la treintena. Ya había tenido que sufrir interrogatorios al respecto, por gente que hasta quería comprobar que en realidad era miembro activo del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, pero nadie como La Madre del Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas, que se atrevió a decirle que estaba de remate si pensaba que a su edad se iba a encontrar algo mejor que su hijo, a lo que La Afanadora había contestado que más loca estaba ella si pensaba que, a su edad, estaba afanada en buscar un marido, y agregó:

Mire señora, para mí, el mejor partido es aquel que tiene a su madre muerta. Así que ya lo sabe, si en verdad quiere que acepte a su hijito, ¡haga ya lo que tiene qué hacer! –y le dio con la puerta en las narices.

Si había llegado a la edad que tenía y seguía siendo soltera, su buen trabajo le había costado y, si era cierto que nadie la había querido por mujer, como le gritaron por ahí, pues qué suerte había tenido, porque si ya estaba en la basura, santo y bueno. ¡Pero sola! Nunca refrendaría la basura con casorios o arrejuntes. Al fin y al cabo era de su conocimiento que, ni fue educada para ello, ni se le iba a acercar alguien que realmente la ayudara a mejorar de nivel.
















martes, 27 de noviembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


X

Mensoginia a flor de piel

La gran olla de barro, despostillada y con las escurridas de que alguna vez fue curada con cal para que no trasmine su contenido, venía siendo un toque de alegría en esa pequeña mesa repleta de cosas. La flor amarilla con hojas verdes dibujada en su panza cooperaba en mucho para que así fuera. Apenas quedaba un huequito para dejar a las notas de la farmacia que alternaran con la comida, el salero, los cuchillos y los muebles del dragón. Un paquete de tostadas a tres cuartos de consumir esperaba pacientemente a ser abierto de nuevo. La envoltura lucía como rumbera, con su gran tocado amarillo y la falda verde. Lo maravilloso de estas cosas es que son efímeras, pero de presencia fuerte. Como las tazas que pendían de los barrotes de la ventana.

Nuestro pequeño saurio trabajaba atareadísimo en ese rincón, que era el lugar más cálido de la casa de La Afanadora Constante. Más cálido aún que la misma estufa, si estuviera prendida. Había puesto el despertador a las cinco de la mañana y preparaba un manojo de ruda, como alquimista moderno, de acuerdo con la receta de sus antepasados para ayudar a la gente a recuperar el dinero perdido. Sabía que los pobres viven con la sensación de que nunca les pagan lo justo o, más bien, nunca les alcanza porque reciben lo justo a cambio de su trabajo.



La tradición indicaba que la ruda, para que surta efecto, tiene que ser regalada o robada de algún jardín. Esa es una de tantas engañifas que han servido para decirles a los miembros de la sociedad, de manera subrepticia, que la honradez consiste en seducir, merecer que le regalen a uno los implementos para la supervivencia y que, si no se cuenta con ese carisma, es válido robar. En realidad, lo inteligente es sembrarla. Así lo hizo La Afanadora, pero nunca le atinaba a la cantidad de sol que necesitaba la yerba. El animalito la había asesorado: si lo que se siembra es ruda macho, el sol debe llegar por la izquierda del jardín y, si es ruda hembra, por la derecha; pero, a cada intento, seguía una semana de cuidados y la planta estaba totalmente negra, carbonizada. La tercera fue la vencida, porque La Afanadora puso una pequeña lámina transparente como techo para la maceta y eso dio una protección de  invernadero que le permitió a la nueva ruda crecer frondosa, lo cual despertó en la mascota la sospecha de que ya había rudas gay, y qué mejor momento para confirmarlo que esas deshoras de la madrugada. Rápidamente desechó tal pensamiento. El tiempo apremiaba. La vela blanca y la amarilla estaban encendidas. Sólo faltaba el recipiente de madera que no aparecía por ningún lado. Cuando al fin lo sacó del cajón de las tapaderas, las velas ya eran pabilos; pero, de cualquier manera, salió a cortar una rama e inició su ritual. Cubrió el fondo del recipiente con la planta y, como si estuviera apisonando uvas para el vino, se metió a la ensaladera, como niño sobre un colchón, brincó sobre la cama de tallos y hojas y, de vez en cuando, se sacudía como perro. Las escamas, al caer, sonaban cual pesos y centavos en el juego de águila o sol. Pronunció entonces las palabras del conjuro, que harían de aquella pasta de hierbas un poderoso amuleto contra envidias, además de un imán para el dinero. Cuando la ruda adquirió el aspecto de un tejido de palma, el dragoncito hizo una especie de mixiote para que no se salieran las escamas, que, al contacto con la madera, se convirtieron en veintes, quintos y tostones de cobre.



Hasta ahí, todo iba bien. El problema comenzó cuando quiso abrir el monedero de La Afanadora. De acuerdo con sus conocimientos, el envoltorio debe llevarse ahí para asegurar su eficacia; pero, como encendió las velas en plena oscuridad, nada más había sentido que la vela amarilla quedó sobre un lugar blando. No le dio mayor importancia porque no se le iba chueca; mas ahora, que iba a dar fin a su trabajo, ¡el monedero estaba sepultado en la parafina derretida y era imposible abrirlo! Inmediatamente buscó una cuchara para servirse de ella como de una pala. En esta forma, despegó la plasta de la mesa; lo siguiente, era ponerla en una cacerola con agua, llevarla a la estufa y prender a todo fuego hasta que el agua soltara el hervor. Era lo más rápido y seguro. A bocanadas, terminaría quemándolo todo y más cansado de lo que ya estaba, pasaban de las tres de la mañana. Al empezar los borbotones en la cacerola se despegó el monedero, que de inmediato fue puesto a secar junto al paquete de tostadas. El mixiote mágico fue a dar al frutero, con las cebollas, plátanos y jitomates. Nuestro saurio, entonces, se tendió cuan largo era en su diván y se entregó al merecido descanso.


La Afanadora Constante dormía con placidez, pero despertaría a la hora convenida. Había otro ritual que ella y el dragón hacían diariamente, para que no se obsesionara con la falta de billete. Creo que, más bien, los rezos y los sahumerios eran parafernalia. Hubo plata en la casa a raíz de que se volvió menos desvelada. Después de todo, el dicho afirma que el que temprano se moja, tiempo tiene de secarse, y aunque la Afanadora era de la idea de que no por mucho madrugar amanece más temprano, terminó por convencerse de algo muy cierto: cuando hay problemas monetarios no quedan mas que dos opciones: levantarse en armas o levantarse temprano. La traducción de esto a lenguaje esotérico es: al que madruga, Dios lo ayuda.

El despertador sonó tal y como había sido programado, pero su timbre no fue lo que despabiló a La Afanadora y a su dragoncito, sino los golpes en la puerta que, sin querer, había dado Lady Manflower. A ella también le dio por despertar a las cinco de la mañana, para dejar en la puerta de su enemiga toda clase de objetos raros y sortilegios que, día con día, le eran devueltos sin que mediara palabra. Sencillamente, La Afanadora o el dragón barrían las basuras de la puerta y las arrinconaban donde vivía la vecina.

Nunca habían visto a alguien que tuviera tan arraigada la idea de que es malo ser mujer, como Lady Manflower. Si sus familiares no le atribuyeran o, mejor dicho, le exigieran la fuerza y la valentía de un hombre, y si ella no se hiciera la ilusión de que consigue ambas cosas, hace mucho que habría seguido el ejemplo de Guarralumpen Leña Horréndez, ¡solo que no contaría con mi cola! decía, en tono de broma, el dragón.

En realidad había que agradecer la presencia de gente así, que quiere hacer daño, pero lo más que consigue es provocar risa. La Afanadora se carcajeaba mientras el dragoncito seguía con su perorata, y en mucho, tenía razón. Lady Manflower desprecia a todas sus congéneres porque no ocultan ni minimizan que son mujeres, aunque sepan que las discriminarán. Cuando las ve pintadas, acicaladas y con sus faldas multicolores, siente que tienen algo que a ella le falta, que ni aún robando podrá recuperar. Lo peor de todo es que conserva la fantasía de que si, al nacer, hubiera sido niño, la familia la habría aceptado y la trataría bien. ¡Ja! ¡Ahorita! ¡Sí! ¡Cómo no!


Esta vez, La Afanadora Constante no buscó ponerle a su mascota ningún tapón en la boca. Lo que decía de la vecina era verdad, cualquiera se daba cuenta. Con tal de victimizarse porque era mujer, Lady Manflower había sido capaz de renunciar al desarrollo de un oficio, pero en cambio, alimentó un ofidio: cada vez que veía trapeando a La Afanadora Constante, se burlaba de ella en pensamiento, palabra, obra  y omisión.

La del siete era una incapaz, no era más que una loquita que volaba p’a limpiar la escalera, que quitaba dos que tres brujerías y barriendo aquí la sal, se encontraba tierra allá, ¿y los fantasmas? ¡No los pudo pepenar! ¿De qué podía estar orgullosa? No la andaban buscando, ni un estéreo se vino robando, ni mató a una señora en la calle y ni la puerta desvencijaba. Era una pobre, ahí, solitaria. No tenía la prosapia de Lady Manflower y sus hermanos, pues cuenta la historia que asaltaban en las escaleras, que aventaban muebles desde arriba, ¡que a una patrulla sí la aplastaron! A pesar del desagrado, hablaba y pensaba en verso, como Lalo K lo hiciera la vez que puso el letrero por aquellos hombres puercos que orinaron el zaguán.

¡Como yo también lo hacía por todas esas canciones que nunca pude olvidar! ¡Cómo extraño, aún ahora, las noches maravillosas en ese inframundo lleno de colorido y ventura! En el edificio pobre que alguna vez fue de ricos, donde pululan recuerdos y se cobijan ensueños, donde el pan se multiplica aunque los peces no se hallen.

La Acarreadora de Chinches todavía no confirmaba, pero tenía la sospecha: La Afanadora Constante, ¡también mataba a los gatos! Soñó que el suyo le hablaba, le señalaba esa puerta, la casa de aquella mustia, ese lugar que sentía como si fuera su casa, con una intrusa ahí, dentro, difícil de eliminar.


A jicarazos, Lady Manflower iba deshaciendo el chongo sostenido con jabón. La rosa roja tatuada en su espalda, a la altura del hombro izquierdo, quedaba más luminosa a medida que caía la espuma. El agua hacía la develación de un cuerpo blanco, turgente, esbelto y una hermosa mata de pelo ondulado, castaño, hasta la cintura. Afuera, las escaleras lucían como tacita de plata. Entonces, se escuchó el grito:

¡Ayyy! ¡Nooo! ¡Qué cosa tan horriiiibleeee! ¡Auxiliooo! ¡Por Diooos! ¡Por favooor, venga alguieeen! ¡Ayúdenmeeee! –La Afanadora Constante y La Acarreadora de Chinches se miraron perplejas. ¿Qué podía haber en el baño para que la valiente Lady Manflower perdiera los estribos? Se acercaron. La Afanadora preguntó si podía ayudar en algo. La mujer, envuelta en una toalla, salió como tapón de sidra. Estaba aterrorizada y señalaba hacia la coladera.

 –¡Ahí! ¡Ahí! ¡Ay, Dios mío!

Pero, ¿qué es? ¿Qué viste? –preguntó La Afanadora sorprendida.

¡Ahí, ahí, mira, ahí! –decía Lady Manflower, presa, aún del terror. La Afanadora no percibía ninguna señal de peligro. Solamente se veía el baño anegado.

¡Ahí está, ahí está! –dijo Lady Manflower. La Afanadora entró mientras preguntaba si era un ratón o qué. Quitó la tapa de la coladera, metió la mano y sacó un manojo de pelusa y cabellos. El agua se fue de inmediato. Entonces comprendió la estrategia de la vecina, que ya se alejaba muy mátalas callando. La Acarreadora de Chinches también se dio cuenta y le cortó el paso.

¡No, no, no! ¿A dónde te crees que vas, mamacita? –Le dio coraje nada más de pensar que se lo hubiera hecho a ella. La Afanadora alcanzó a milady y le puso la cataplasma en el pelo.

¿Esto te daba miedo, pendeja? –Lady Manflower se le quiso ir a golpes, pero La Afanadora sabía torear. La dejó llegar y cuando le soltó el manotazo, la esquivó. En una de esas, Lady Manflower perdió el equilibrio porque se le movió una de las chanclas de hule que llevaba, y La Afanadora aprovechó para jalarle la toalla y aventársela a un charco de lodo. Al agacharse milady a recoger su prenda, cayó redondita por el empujón que recibió. La Acarreadora de Chinches le aventó una cubetada de jabonadura. Desnuda y más sucia que antes de entrar a bañarse, Lady Manflower lloró su derrota.

Hoy me da risa recordar estas cosas. Siempre me achacaron que sobajaba a las vecinas. Que las desgreñaba con palabras cuando hablaba de ellas. Creo que, en el fondo, envidiaban mis buenos modales. Según ellas, yo sentía un íntimo deseo de pertenecer a ese grupo. ¡Desde luego que nunca! Ya parece que me iba a estar rebajando a tratarlas como iguales si no lo éramos. No es lo mismo estar de paso en un lugar, por circunstancias ajenas, que ser una mierda de ese lodazal.







martes, 6 de noviembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


IX
Fiestecitas al chas, chas

En este edificio los escándalos se cuelan como cucarachas y si Dios tiene a bien escuchar algunas plegarias, las preferencias en materia de radio y televisión se imponen sobre gritos y sombrerazos. A veces, los habitantes son como niños: si alguien llora en una casa, todos rompen a llorar. Entonces puede contemplarse la pobreza como un caleidoscopio que muy bien supera en atractivo a la cara de Frankestein.

Una semana después de la asamblea, tuvo lugar el evento que sería más apropiado llamar bataclán y menos apropiado llamar desmadre:

En la calle, la gente boquiabierta. Se estrellaban a sus pies toda clase de implementos de cuidado personal: chanclas, pijamas, calzones, toallas, rasuradora eléctrica... el asunto empezó a ponerse feo cuando apareció una bacinica (afortunadamente sin contenido), seguida de tres cacerolas y un horno de microondas. Poco faltó para que llegara, muy obediente con la gravedad, una televisión.

Pero eso no era lo llamativo. El verdadero espectáculo estaba a cargo de La Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía. Presa de un súbito frenesí, ejecutaba una danza contemporánea de la lluvia, por ver si del cielo caía su estéreo. Nadie salió. Todos estaban absortos en ver las barbas de su vecino pelar. Luego entonces, acarreaban con diligencia el agua, sin ver gotear.

Otros, simplemente, estaban inmersos en derribar un muro a marchas forzadas, aunque no fuera el de Jericó ni mucho menos el de Berlín. Bastaba, sobraba y alcanzaba con que fuera la pared que señala en dónde acaba un espacio para pasar a casa del vecino ausente, para romper la barrera que impide tener más aire, más holgura, más libertad.  



Las féminas de la vecindad, igual que las de clases sociales más favorecidas, rigen sus vidas por dos obsesiones: que toda la gente crea que son buenas y adelgazar. Por lo mismo, se ponen metas que sólo Dios, si es que existe, sabe para qué: encontrar la diferencia entre mujer, monjer y brujer; determinar quién de ellas deambula con más garbo por la azotea, pasillos y otras áreas comunes, como si esos lugares fueran la pasarela de Otumba,* pretenden desarrollar poderes psíquicos para conectarse con el flautista de Hammelin** e hipnotizar a las ratas de dos y de cuatro patas en cualquier circunstancia: con flauta, sin flauta y a pesar de la flauta. Hacen venta y remate de mercaderías insólitas con desplantes de reina, delirios de grandeza y patentes para fabricar amenazas con la fuerza del uso y la costumbre. La que no se cree Inmaculada Concepción, se comporta como una de las once mil vírgenes y resulta una simple señorita con chamacos.

La única de todas que no se ocupaba en esos quehaceres era Lady Manflower. Era ella quien echaba su casa por la ventana, y si su padre y hermanos no salen huyendo por las escaleras, también hubieran caído en lo duro. De hecho, estaba harta de que sus familiares pusieran el estéreo a todo volumen, como si estuvieran ofreciendo un alquiler de equipo de sonido, para amenizar tertulias estilo congal; pero, más bien, esa fue la gota que derramó el vaso.

A raíz del escándalo con las lesbianas, éstas habían tenido que huir del edificio y milady, con su gente, se apropió del departamento que dejaron; pero ni así se pudo quitar los reproches que le hacían su padre y hermanos cuando se atrevía a decir que estaba cansada. Si quería medirse con los hombres hasta el punto de acostarse con una mujer, tendría que ser igual de resistente que ellos, además de buena proveedora. Con ese pretexto, ninguno de sus familiares trabajaba y el que lo hacía, se guardaba muy bien de decir que tenía dinero. Eso, sin contar las veces que había ido la policía por dos de sus hermanos y los irigotes que se provocaban para esconderlos, negarlos o despistar a los policías. En realidad quisieron orillarla a que se fuera, pero el plomazo les salió por la culata y ellos resultaron corridos.

El pleito fue interrumpido por un grito desgarrador: ¡AAAAAYYYY, MI CUUUUULOOOOO!

La Afanadora Constante recogió su cubeta y el mechudo. Estuvo a punto de montarse en la escoba, despavorida. La Suprema Reina de la Muleta Ficticia, también cagada del susto, le gritó que no la dejara sola. Entonces no me quedó más remedio que levantarla en vilo. A la señora se le acabó de aflojar el mastique, pero no dejó de mover brazos y piernas hasta que la deposité, con suavidad, frente a la puerta de su casa.


Ese aullido que pusiera a correr a las vecinas, era señal inequívoca de que  Ardelina Borregán no se encontraba gozando de la compañía de su novio, tipo dedicado a vender y consumir alcohol y mariguana, que cuando no la golpeaba, se la cogía con todo, menos con lo adecuado. Ellos dos integraban la familia más sonada del edificio por los guamazos que intercambiaban y las idas a la delegación, para después acabar en reconciliaciones que bien poco tenían de erótico y menos aún de romántico.

Al señorcito le dio por experimentar diversas formas de placer con los objetos más inusuales; entonces, Ardelina Borregán  ya no sabía si era mejor un orgasmo provocado con el palo de una escoba o si le apetecía más que la masturbaran con un zapato. Y es así: masturbaran y ellos. Las reuniones que el galán organizaba en esa casa, eran más bien un swinger al chingadazo.

Todo empezó un día en que el caballero llegó de improviso a buscar a su dama y la encontró platicando con una ex compañera de trabajo que estaba ahí de visita. El hombre montó en cólera por no encontrar a la señora de la casa a su entera disposición, pero en lugar de agarrarla a cachetadas, como era su costumbre, optó por entablar una charla más o menos cordial y pedirle a la anfitriona que saliera a comprar refrescos.

Al regresar, Ardelina y su amiga se encontraron con que ya las esperaba el tipejo con otros dos compinches. Se sirvieron las cubas y los jaiboles, circularon las botanas y las conversaciones tontas, hasta que nadie supo ni cómo, pero el galán de la anfitriona y uno de los gandules, manoseaban a la visita.

Más que el inicio de una orgía, aquello se asemejaba a una reunión de caciques para ponerse de acuerdo en la división de un territorio: de la cintura hacia abajo.., o no, mejor de derecha a izquierda.., ¡pero yo llegué primero!

El otro compinche empezó a besar a Ardelina en la nuca. El último arresto que tuvo la visita para esquivar las caricias, fue definitivamente apagado con un puñetazo.

En esa forma quedó establecido el patrón de organizar reuniones cada semana, y, cuando se dio cuenta la infeliz anfitriona, su hombre estaba viviendo ahí; no le permitía comer otra cosa que no fuera granola y dormían en el suelo porque su galán la convenció de que eso es mejor que una cama, que los muebles son un estorbo y en pocas semanas quedó convertida en chiquero la que había sido una vivienda que reflejaba felicidad.



Como el amor suele perdonarlo todo, Ardelina vivía orgullosa de compartir su vida con el Ginecólogo Astral, quien decía, displicente, que esa era su nueva profesión, que a ello dedicaría su vida cuando dejara el alcohol y las drogas en un futuro próximo. Por lo pronto, sus ocupaciones eran torturar a su novia o derrengarla a madrazos, o bien salir a hacer patrañas con la misma metralleta de juguete con la que asustó a La Afanadora  Constante.

Según él, era tan exigente que buscaba en una mujer la inteligencia de Madame Curie, la espiritualidad de Teresa de Calcuta, la lucidez de Simone de Beauvoir, la belleza de Marilyn Monroe y la cachondez de Xaviera Hollander. Luego entonces, nadie se explicaba qué le pudo haber visto a la señorita Borregán que había demostrado, hasta el cansancio, que era ciega, sorda y muda, pero no como Hellen Keller.

Afuera, la bola de gente ya era considerable porque La Vecina de Todos Ustedes Menos Mía suspendió bruscamente su baile. Estaba desmayada en el pavimento. La causa, una maceta que Lady Manflower aventó desde su balcón para terminar de una vez por todas con la descarga de la furia que le provocaron su padre y hermanos, que, ya en la calle, no supieron si recoger sus pertenencias, ayudar a la caída o abrirse paso entre los curiosos y echarse a correr.

Casi inmediatamente después de ellos, salió Ardelina Borregán. Iba dejando un rastro de sangre. La perseguía su gañancito, que mejor se fue a esconder detrás de los tambos de basura, cuando vio que llegaba una ambulancia y escuchó las sirenas de las patrullas.

El gran descuaje empezó cuando los paramédicos no supieron si llevarse a La Vecina de Todos Ustedes o cargar con Ardelina, que ya parecía hoja de papel por toda la sangre que había perdido. A punta de amenazarla con negarle atención médica si no decía cómo se hizo la hemorragia, lograron los policías que la bovina mujer denunciara a su amante.

El padre de Lady Manflower de inmediato balconeó a su hija para aclarar lo de la desmayada, se pidieron refuerzos para entrar a buscar a don patán y a milady y se peinó la zona sin éxito.
        
Los perseguidos habían escapado. Todos estaban distraídos, culpándose unos a otros. Había, entre los curiosos, quienes le echaron el ojo a las cacerolas abolladas que momentos antes navegaban en el aire. Al intentar alguien de ellos agarrarlas, un hermano de Lady Manflower, que era mejor conocido como El Tapón de Alberca debido a su chaparrez, enfrentó a la gente. Como no fue apoyado, los aprendices de rata se le fueron con todo, como si obedecieran a una fuerza extraña que los impulsaba a pelearse. Como si le hicieran, entre todos, reclamos a la vida por no estar en un lugar y en un momento mejor.

Todos olvidaron que El Tapón de Alberca era líder de los chavos de la cuadra porque sabía boxear y en las tardes, si no llovía, se ponían allí en la calle a improvisar un ring. Nadie de sus pupilos apareció. Mandó al suelo al primero que lo atacó, pero nada pudo hacer contra la turba que llegó inmediatamente después.

Un alud de recuerdos le cayó y volvieron a salir los hematomas del alma: su padre, que le decía: “vas a ser un pinche boxeador enano, ya estás descalificado, nomás vas a alcanzar los huevos de tu contrincante, nunca vas a ganar”. Su hermana, resentida por no ser hombre, lo golpeó varias veces por la espalda, para después gritarle que no servía ni para un tongo. Y esa palabra, “tongo”, resonó con cada puntapié recibido ahí, en el suelo, ensangrentado. Hecho ovillo, aún tuvo tiempo de contemplar la cara del réferi: “¡Ya déjate, no te levantes, déjate ya!”. El rictus de dureza desapareció. También la vocinglería y las sirenas de la ambulancia. Todo, todo se fue. Hasta la última oportunidad de una pelea profesional.  



*En un pueblo del estado de México llamado Otumba, se celebra cada primero de mayo la Feria del Burro. En ella los jumentos desfilan adornados con flores, vestidos de papel u otros materiales y se les ponen nombres chuscos. Esto es aprovechado para hacer mofa de algunos personajes públicos: funcionarios, artistas, comunicadores, etc.

**Corría el año 1284 y la ciudad de Hamelin, en Alemania, hervía de ratas. Apareció un desconocido que ofreció a la gente sus servicios para acabar con la plaga a cambio de una recompensa. Los habitantes se comprometieron a pagarla. Entonces, el hombre comenzó a tocar una flauta que llevaba consigo y los roedores, encantados con la música, lo siguieron hasta el río Weser, donde murieron ahogados. Una vez resuelto el problema, los habitantes de Hamelin se negaron a dar lo pactado. El músico, enojado, se fue y volvió un tiempo después. Aprovechó la fiesta de los santos Pedro y Pablo. Con su música llamó a los niños, a quienes condujo a una cueva de donde nunca pudieron salir. Esta leyenda fue documentada por los hermanos Grimm, quienes le dieron final feliz, y por el poeta inglés Robert Browning.
 

viernes, 26 de octubre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


VIII

Querellas de Don Mongelio y otros entuertos de ayer

Estimados besinos se les suplica
de la manera mas atenta
que ayuden a conserbar limpias las escaleras
no arrojando bazura
y por fabor tampoco es un sitio para miarse allí mantener limpio el edifisio  abla  bien  de nosotros
atentamente la mesa directiba.

Las letrotas impresionaban. Todo, en esa cartulina, reflejaba el estado de ánimo de la comunidad. Cada uno de los caracteres danzaba, al ritmo de un tam, tam, imaginario, ira mal disimulada que los puso así formados, vestidos todos de rojo, anunciando una guerra que no se declara. Los vecinos, absortos en el contraste con el fondo blanco, percibimos la voz que nos hablaba como si fuera el timbre de un despertador.

Así nomás pueden hacerse las cosas bien fácil, ¿para qué poner recitaciones cursis que quién le entiende a hombres puercos que orináis, y la suave fetidez?  ¡Pinche lenguaje dominguero!
        
Así se expresaba, en plena asamblea, Mongelio Sultán. Eran ya las nueve de la noche y no se completaba el quórum. Había llevado su propuesta de letrero. Estaba peinado de raya en medio, como todos los demás, incluida yo, por el aviso contundente que aparecía junto a la recitación y que sirvió para convocar, a todos, a una reunión de última hora. Era ya demasiado. A raíz de los versos que levantaron ámpula, apareció un nuevo letrero que insultaba claramente a los habitantes.

Lo que nos motivó a hacer acto de presencia en el zaguán, era la convicción de que debíamos reclamar; pero todavía no se comprobaba quién era Lalo K ni por qué había puesto semejante ordinariez. Las investigaciones habían sido infructuosas. Mongelio esperaba que saliera la verdad, exhibir al autor de ese último aviso era, en aquel momento, su más cara aspiración y trajo, con su voz, a la memoria colectiva, ese otro anuncio, que era como un ejército contrario. Las letras, de un azul tranquilizante, hacían pensar en un grupo de estrategas que presenciaba, sereno, el desarrollo de lo que se sabe que va a pasar cuando se avienta una granada.

Una vez más se les exhorta a no dejar de asistir a las juntas, ya que en ellas se tratan asuntos importantes para mejorar nuestra estadía en el edificio, por lo que es imprescindible que todos estén enterados y opinen acerca de los problemas que se ventilan y las decisiones que se toman.

Se agradecerá, por tanto, la presencia absolutamente de todos: gatas, taxistas, putas, rateros, judiciales, borrachos, loquitos y limosneros y demás personas de mal vivir.
        
Mongelio Sultán decía indignado a todos los oyentes que esas eran majaderías. Sospechaba de la persona a la que le hizo la confidencia de que estaba harto de convivir con gatas y con taxistas. En un momento cervecero se lo había dicho Al que no Rompe ni un Plato. Terminó su perorata de una manera por demás asertiva:

Exactamente, como dice aquí La Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía, nos está haciendo falta objetividad, éstas juntas son cosas serias y los avisos se tienen que escribir con el debido respeto.

¡Ay, oiga, no exagere! ¡Si usted también se avienta sus disparates! ¡El otro día le dijo mezzanine al tapanco! –La Ricachona de Aquí era la única facultada para cerrarle la boca.
        
Por ahí se coló una risilla que hizo voltear al orador hacia La Afanadora Constante, quien se encontraba, ahora sí afanada en darle un codazo al dragoncito, que, a la sazón, medía casi tres cuartas.

¡Ah, qué! ¡Si ese es uno de los meones! –protestó el animal.

¡Ya lo sé! –Contestó La Afanadora– ¡Pero dijiste que te ibas a estar callado!

¡Órale, vieja loca! –Dijo El Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas.–¡Todavía de que habla sola me está metiendo de codazos! ¡Que se la enchufe su madre!

Aún vivía orgulloso de su hazaña, cada vez más añeja: se atrevió a conectar la bomba del agua de manera subrepticia cuando nos cortaron la luz. Sin saber ni jota de electricidad, se aventó el tiro de unir cables, subió el switch, salió una chispa, se oyó un tronido y quedó sentado en el suelo, ileso de puro milagro. La bomba trabajó desde entonces y, cuando la echaban a andar, el hombre sentía que era más valioso que el Héroe de Nacozari.* ¿Cómo se fuera poniendo la mujercilla ésta que limpia las escaleras, con que él le arrimara el camarón? En su soberbia, era lo único que podía pensar. Como tenía que mantener a su madre, cosa que hacía de muy mala gana, no concebía que una mujer sola pudiera encargarse de sí misma y se emborrachaba cada vez que alguna de nosotras llegaba con muebles nuevos. Se vio muy claro el día que unos cargadores preguntaron por La Afanadora Constante para entregarle su lavadora.

El Salvador Fidedigno estaba en el zaguán cuando llegaron los hombres. Sirvió de guía hasta la vivienda y en el camino les comenzó a platicar, a gritos, como si de verdad supiera vida y milagros de su vecina, con cuántos fulanos se había acostado para tener ese armatoste y no contento con eso, horas después, cortó con un cuchillo todos los lazos en donde La Afanadora había tendido la primera ropa que lavó en el estreno de su adquisición.

Después, ella se apersonó en casa del susodicho, llamó a la puerta y cuando el mentecato Salvador abrió, sin mediar palabra le soltó tres cachetadas ante la perplejidad de la madre, que nada más acertó a pedir auxilio porque una ninfómana le estaba pegando a su hijo.



Lo de los letreros pasó como al mes. Tengo mi teoría de quién puso los versos, pero mejor ya ni la dije. Los vi dibujarse solos en la pared, así como después las letras azules. Creo que fue nuestro dragón, pero si hablaba todos me iban a decir que de cuál había fumado, así que mejor dejé que permanecieran en la ignorancia y siguieran conjeturando.

Me divertí de lo lindo en la asamblea, cuando El Salvador Fidedigno se quejaba de los codazos de La Afanadora, quien optó por cambiarse de lugar; pero, al ver que su mascota no la seguía, se regresó a jalonearla. Nuestro pequeño saurio se escondió y La Afanadora Constante hizo el ridículo de su vida, al meterse entre las patas de las sillas. El dragoncito le decía:

Hey, tú, hola, estoy aquíy la hizo correr por todos lados, hasta quedar, nariz con nariz, frente al Salvador Fidedigno. Los vecinos comenzaron a cuchufletearse y a gritar a coro:

¡Beso, beso!

A lo que La Afanadora, muy indignada, vociferó:

¡Qué beso ni qué ocho cuartos! ¡A ese ya lo besó el diablo! ¡Además le apesta la boca!

¿Y a poco usted no se huele, vieja bruja? –Dijo El Salvador, herido en lo más profundo de su amor propio.

¡Orden! ¡Orden por favor, vecinos! No hay que caer en el juego de estas personas. ¡Ya sabemos que la señora es buscapleitos y al otro también le ronca la madre! –Decía Mongelio, conminando a toda la gente a que de nuevo pusiera atención. –Estábamos viendo lo de poner mejor mi letrero...

¡Cierra tu bocota, meón! –Lo interrumpió el dragoncito y le dio dos puñetazos. Después de todo, qué atrevimiento era ese de quitar el letrero en redondillas que tanto esfuerzo le había costado. Él era Lalo K, estoy segura, pero ni La Afanadora sabía.

El orador, frustrado, increpó a la mujer; El Salvador se interpuso. El dragoncito, raudo y veloz, aleteó y les puso una buena cachetiza. Como no se desmayaban, a uno le echó una bocanada de humo y al otro, con un pedo, lo tiró. Además le dejó la camisa garapiñada.

Como en todos los sanquintines, nunca faltan validos de la ocasión. El Contemplador de la Luna y El Campeón de Levantamiento de Tarro, taxistas ambos, pero el segundo, casado con una gata, oyeron la solemne confidencia que días atrás hiciera Mongelio. Como se sintieron aludidos, se la sentenciaron, y el día de la asamblea, precisamente porque había público, se aventaron a los catorrazos y aquello fue toda una exhibición callejera de box, karate, lucha libre y no te entiendo.

Los Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus Casas habían inculcado en la gente el hábito de celebrar asambleas; pero, al ver que salía junto con pegado, terminaron por aburrirse. Hacía mucho que ya nos habían dejado, que ni siquiera pensaban en asomarse, pero Mongelio Sultán seguía teniéndoles fe. Algún día regresarían y era preciso que encontraran el lugar en buenas condiciones, hacer patente la superación de todos los habitantes, demostrar que habían puesto en práctica las reglas de civilidad aprendidas en los discursios de los señorones tan cultos, héroes modernos que nos darían vivienda.

Eso fue lo que dijeron una y otra vez. Parecían discos rayados. Cada vez que llegaban, nos agarraban la mente para que volteáramos a ver las rebanadas de lujo que provocaban más hambre. Los recibíamos como si fueran dioses. Hasta que pidieron firmas para afiliarnos a su partido. Querían que fuéramos al Zócalo a darle aplausos a un señor resentido porque no pudo ser presidente, pero que insistía en ser el candidato que todos esperan. Y fuimos. Sentí que moriría de asfixia en ese mar de gente mugrienta.



En el templete, el señor resentido se colocaba una banda, imitación de la insignia presidencial. ¿Por una vivienda nueva teníamos que presenciar esa ridiculez? La Afanadora Constante fue la única de todos que se atrevió a preguntarles eso a Los Políticos de Quinta en la última asamblea en que se les vio por ahí. Yo quería que me tragara la tierra cuando les dijo, con todas sus letras, que su candidato era una mierda que no servía para nada, que era un señor que ya no estaba en sus cabales y que ella no participaba más en esa chingadera. Entonces, los demás se envalentonaron e hicieron ostensible su rechazo a seguir sirviendo de acarreados.

De alguna manera, La Afanadora ahuyentó a esas personas y es algo que el Empedernido Rey no le perdona. Casi se puso de alfombra para que Los Políticos de Quinta salieran hasta su carro. Ya mero se hincaba para que, al menos, los tomaran en cuenta nada más a él y a su familia. Con tal promesa volvió a la tranquilidad.

Mongelio, más sereno, trató de restarle importancia al incidente porque La Afanadora, para todos, no estaba bien de la cabeza. En algún lugar de su mente albergó la idea de que iban a regresar. Volvió a la infancia y recordó a su padre, cuando abandonó el hogar. Como si tuviera un cincel, se grabó las recomendaciones de que fuera un buen muchacho, al poco tiempo, comenzó a trabajar. Fue el empleado del mes, y del año y así, hasta que lo corrieron porque la empresa necesitaba reducir sus costos, pero lo más doloroso fue que su padre nunca estuvo para ver lo buen muchacho que fue. Llegó la madurez, también la esposa y los hijos y el nuevo trabajo, peor pagado que el otro, y llegaron Los Políticos de Quinta a remover con su labia aquellas viejas heridas. Y él seguía como niño, confiado en verlos volver.

Pero ellos no regresaban. Después de todo, ¿qué les importaba que Lady Manflower haya entrado a robar a la casa de La Afanadora y que nadie le tuviera confianza al rencoroso Salvador Fidedigno, que, ni arriesgando su vida para que todos tuvieran agua, pudo reivindicarse de las acusaciones que la gente le hacía de borracho comecuandohay? Estaban tan acostumbrados a ver cómo se ventilan estas quejumbres, que, afortunadamente para sus propósitos, son infinitas y proveen de gente iracunda, pasiva y desesperanzada, acarreable para cualquier mitin. Rígidos, hostiles y aislados, son los mejores escudos humanos a la hora de algún desacuerdo con los partidos contrarios. Para ellos no hay compasión.

Esta asamblea para descubrir al autor de los letreros ofensivos, como todas, tuvo un final idéntico al rosario de Amozoc.** Una junta de vecinos es lo mismo que una fiesta de Juchitecos, pero sin música, ni comida: los invitados se van derechito al pleito.




*Jesús García Corona, trabajador ferrocarrilero, es conocido como “El Héroe de Nacozari” por haber sacado del pueblo un tren cargado de carbón, envuelto en llamas, para que estallara a campo traviesa y así salvar al mayor número de personas posible. El hecho ocurrió en el camino de Nacozari a la mina de Pilares, en el estado de Sonora, el 7 de noviembre de 1907.

**En la época virreinal, en plena catedral de Puebla, dos grupos de artesanos de la comunidad de Amozoc de Mota, protagonizaron una riña durante la celebración de la fiesta anual de la Virgen del Rosario. La zacapela fue comenzada porque a uno de estos grupos, que quería participar en los preparativos, no le permitieron dar su aportación económica. Los rechazados, entonces, acudieron al acto religioso únicamente para desquitar su coraje. En esta leyenda se originó el dicho terminará como el rosario de Amozoc, para referirse a cualquier empresa que da señales de que acabará mal.