XI
Diluyendo
la maldad
En
tu época de hija de familia, estabas ilusionada con el dinero,
aunque te creyeras angustiada por la falta de él –dijo
el saurio de nuestro corazón a La
Afanadora y
dio un sorbo a su café. Masticó rápidamente su galleta y continuó.
–¡Date
cuenta, dejaste tu lugar de origen nada más para repetir! Aquí, por
un golpe de suerte no pagas renta; allá, con tu gente, pensabas que
el dinero que aportabas sólo servía para medio ayudar con el gasto.
Ellos insistieron en seguirte manteniendo para que pensaras que lo
tuyo no servía. Es la mejor manera de inutilizar a una persona. Allá
aceptabas que tu familia te ninguneara; ahora puedes ir de rajiche a
la delegación y eso te da la idea de que te estás defendiendo. En
realidad, nada más ayudas a una bola de burócratas,
que
desprecian a todo mundo, a justificar el pan que se comen sin
merecerlo –La
Afanadora
brincó de su silla:
–¡Ah!
Entonces, ¿lo adecuado era dejar que Lady
Manflower
entrara a mi casa a robarse lo que le diera la gana? ¿Me estás
diciendo que debí quedarme de brazos cruzados cuando
La
Última en Darse Cuenta
me golpeó en el zaguán?
–Te
estoy diciendo que debes aprender a pagar con la misma moneda. Esta
gente está buscando que te tropieces. –La
Afanadora
frunció el ceño.
–Te
hacen y te hacen cosas para que vayas y estés allá, queja tras
queja, y el día menos pensado, te la van a voltear y quedarás
detenida. No te han perdonado que te hayas puesto del lado de La
Princesa de las Corrientes Antipsiquiátricas y Contraculturales
cuando
le vaciaron su casa, ni te lo piensan perdonar en lo futuro.
La
Afanadora guardó
silencio. Se bebió de un trago lo que restaba de su taza de café. Y
se mantuvo en la conclusión de que hizo lo adecuado. En la
delegación se levantó el acta en contra de la vecina que la
amenazó. Si fuera cierto lo que afirmaba su mascota, no habrían
sucedido las cosas como se dieron.
En
la audiencia con el Juez Cívico, La
Suprema Reina de la Muleta Ficticia se quedó sin habla. La
Afanadora Constante presentó una película en la que se veía a
la señora caminar por el pasillo sin sus muletas, además de subir y
bajar escaleras. En una toma cargaba dos cubetas llenas de agua; en
otra, subió peldaños de dos en dos y bajó con un montón de ropa
seca, por lo cual no se agarraba del pasamano.
No
pensó que su imagen fuera a ser apreciada por tan altas mercedes. El agente del Ministerio Público y su séquito de achichincles
miraban el celular en cuya pantalla lucía La Suprema Reina,
avejentada, pero muy fotogénica. Con sus dos cubetas de 20 litros de
agua cada una, hizo equilibrios y se dio el gusto de empujar, con un
puntapié, al pequeñito que gateaba por ahí. La Afanadora,
en pleno tribunal, se la sentenció. Si volvía a intentar algo en
contra de ella, le enseñaría el vídeo a la madre de ese bebé,
¡para que deveras tenga por qué andar con muletas, vieja
simuladora horrible!
Y
así, la vieja simuladora sintió tan horrible que regresó al
momento en que cargaba toda esa ropa seca. El aroma del suavizante la
hacía feliz. Por eso era la expresión tan contenta. Ni se dio
cuenta de que estaba siendo filmada. Ahora lo venía a saber y se
sentía impotente.
Así
se redujo a nada su condición de minusvalía y, aunque se aferró a
su reinado, se le vino abajo el sueño de sacar, por ese medio, una
pensión que el juez podía haber determinado que pagara La
Afanadora.
Eso
explica por qué mejor se les dice discapacitados:
diz que están capacitados para estorbar con armatostes, para
dar y recibir lástima y encontrar tontos que les resuelvan la vida a
partir de sentimientos de culpa. ¡Sí que tienen capacidades
diferentes! ¡Son expertos en preservar el resentimiento social! Un ser como La Suprema Reina no podría existir
si la condición de inválido no fuera, en realidad, envidiable,
aunque menos digna que la de un animal. Porque a éste se le
sacrifica si tan solo se rompe una pata. Quizá no haya sido tan
errática Esparta con su roca Tarpeya. Tal vez, lo bondadoso, en realidad no es tan bueno…
Ambas
quedaron advertidas, por igual, de no ofender. Pasaron algunos días
y sucedió lo que nunca: ¡La Suprema Reina se levantó
a las cinco de la mañana y comenzó a lavar su tambache de ropa!
Tenía todos los lavaderos ocupados y no había sitio para nadie más.
El dragoncito empujó la lavadora y buscó un sitio que quedara cerca
del caño para dirigir ahí la manguera del desagüe, todo esto ante
la vecina atónita, La Afanadora, mientras tanto, sacó
sus cordones, conectó el aparato, lo llenó de agua con jabón, echó
la ropa y, ¡chin! ¡Estaba roto el cordón de tocar tierra!
La
Suprema Reina
esbozó una sonrisa burlona, pero La
Afanadora,
sin decir nada, sacó un cuchillo y un desarmador, peló algunos
cables de ese cordón y volvió a amarrarlos. Una vez sellados con
cinta de aislar, echó a funcionar la máquina. Eso dio al traste con
la alegría de La
Suprema
Reina,
que se quedó con las ganas de unos buenos catorrazos que sirvieran
de pretexto para volver con el juez.
Dentro
de las abominables paredes del edificio, hay iniciativa privada. La
vivacidad, en estos sitios, florece en todo su esplendor, al
aprovechar las coyunturas de hacerse de bienes materiales, al ser
capaz de confiar ciegamente en un tramposo, de sonsacar al galán de
la vecina para obtener la llave de su puerta, de agilizar la mente en
la creación de mitos y manías, especialmente cuando se anuncia
algún ajuste de cuentas; de inventar sencillas tácticas para
amenazar con madrazos y lograr que las mulas hagan el trabajo sucio.
Siempre hay algo productivo, como celebrar, con quien se deje, tratos
que más parecen una película de aventuras. La última aún se
comenta, pues hubo todos los elementos de un gran episodio de
policías y ladrones: sexo, dinero, una dama en apuros, un villano y
un rescatador.
Todo
transcurría como siempre en el humilde vecindario. De pronto, se
escuchó por todos los pasillos una voz de mujer que gritaba:
“¡Güero, güero!”. Y el güero nunca llegó. ¡Vaya! Ni
siquiera dijo “aquí estoy”. Por las señas particulares que daba
la mujer, La Afanadora dedujo que se trataba Del que no
Rompe ni un Plato, pero se guardó muy bien de decir algo. El
caso era que esa mujer buscaba al güero incapaz de romper un plato,
porque le había entregado diez mil pesos a cambio de un
departamento.
La
transacción se celebró dos noches antes, en el garaje del edificio,
en la parte de los tinacos. Mientras el güero tomaba el tiempo, ya
que se encargaba de poner la bomba, convenció a la mujer para que le
entregara todos sus ahorros: al cabo te vas a venir a vivir a un
lugar mejor y te vas a quitar de pedos, aquí tú, tu situación y
ya. Acto seguido, se la cogió y la infeliz partió con una bola
de fantasías en la cabeza, pero, dos días después, o sea en ese
momento, enfrentó la realidad. El camión de mudanzas esperaba la
orden para empezar a bajar los muebles y El que no Rompe ni un
Plato jamás apareció. La ilusionada mujer no solo no tomó
posesión de ningún departamento. Ahí supo que había sido
estafada. Desde entonces, esa parte del garaje es conocida como Los
Tinacales del Amor.
El
que no Rompe ni un Plato omite
mencionar que, una semana después, hubo balazos en las escaleras
para que devolviera, al menos, la mitad del dinero. Los niños y
–créase o no– algunos adultos, estaban felices porque vivieron
momentos de emoción como si fueran de una serie del oeste. ¡Igualito
que en la tele!
Y
por increíble que parezca, sí hay nuevos inquilinos. Compradores de
buena fe que obtuvieron, junto con el pedazo de aire y concreto
adquirido, las broncas del vendedor. Incautos que han entregado
cifras estratosféricas de dinero por un cuarto o un departamento,
para caer en la cuenta, con el tiempo, de que nada más pagaron por
ponerse en medio de un juego de pelota y nunca tendrán chance de
investigar la procedencia del pelotazo.
Ardelina
Borregán platicaba
con El
Viejito de la Casa de Junto. En
la azotea de ese señor estaba el cadáver de su gatita, a la que
buscaba desde hacía una semana. Se había dado valor para correr a
su Ginecólogo
Astral,
pues pensó que él había echado al animal a la calle, pero ya
revisando, vio la pared del edificio, que mostraba las marcas que
había dejado su mascota al intentar agarrarse con las uñas. Había
sido arrojada desde la azotea y el mariguano que vivió en su casa
era demasiado perezoso. No era lo mismo subir ocho pisos para fumarse
un carrujito, que ir, por todas esas escaleras, luchando con un gato.
Por lo tanto, no había sido él.
Una
y otra vez recorría con la mirada el surco dejado por ese ser que se
había ido para siempre, como queriendo ver quién había tenido el
corazón de correrlo de este mundo así, sin más y, al estar
imaginando, creía ver unas manos femeninas cual tenazas, sujetando
esas cuatro patitas, haciendo oídos sordos a cualquier maullido que
la infeliz criatura se hubiera atrevido a emitir. Fue todo lo que
pudo averiguar, pero bastó y sobró para echarle la viga a La
Centroamericana que Recién Llegó.
Decidida
a vengar la muerte de su minina subió, pero no encontró a la
susodicha, sino un tendedero improvisado en el mismo lugar en que La
Afanadora Constante dejaba, alineadas, sus tinajas de agua
limpia. Era de la nueva, sin lugar a dudas, porque había pañales y
zapatitos de estambre escurriéndose y nadie más tenía bebé. Sin
pensarlo, cortó el lazo con las tijeras que llevaba. ¡Eso fue mejor
que encajárselas en la panza! Además, quedaría protegida. Estaba
asegurado que La Afanadora cargaría con la culpa. ¿Qué otra
cosa pensaría la culera Centroamericana? Según ella, no
había pierde; pero no contaba con que el dragoncito la vio.
A
una palmoteada del saurio, cuerda y ropa volvieron a la normalidad,
en las narices de la resentida. Pero eso no fue todo, cuando Ardelina
optó por huir, el dragoncito la persiguió y le echó tres o
cuatro bocanadas de lumbre directo a las nalgas, para que se fuera
educando, por lo que pasadas unas horas, cuando La Afanadora
llegó, después de la chamba, todo estaba en paz.
Una
noche en calma, era un garbanzo de a libra. El folleto que le habían
regalado tenía un artículo que resultaba interesante, aunque en
realidad no decía nada nuevo para ella. Sin embargo, se detuvo en un
párrafo. Para su gusto, era tendencioso: “…una
imagen negativa de la mujer pobre que evoca con claridad la imagen de
las madres pobres: inmorales, alcoholizadas, despreocupadas de sus
hijos…” pero
decía, entre líneas, una verdad. Las mujeres, para tener un poco de
dinero, tienen que estar solas, lo que se dice huérfanas. Nadie debe
depender de ellas y, aún así, apenas hay para irla pasando.
Había
vuelto a la lectura para no hacer corajes, pues eran las tres de la
mañana y había sido despertada por unos toquidazos a la puerta: El
Salvador Fidedigno, en su estado natural, entiéndase de
ebriedad, tamborileó hasta el cansancio. La Afanadora
Constante se mantuvo quieta y callada hasta que el clon etílico
de Romeo se fue a tiznar a su madre.
Ser
mujer sola y vivir en una vecindad es bastante peligroso, más cuando
se ha rebasado la treintena. Ya había tenido que sufrir
interrogatorios al respecto, por gente que hasta quería comprobar
que en realidad era miembro activo del Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, pero nadie como La
Madre del Salvador Fidedigno de las Fuerzas Eléctricas,
que se atrevió a decirle que estaba de remate si pensaba que a su
edad se iba a encontrar algo mejor que su hijo, a lo que La
Afanadora había contestado que más loca estaba ella si
pensaba que, a su edad, estaba afanada en buscar un marido, y agregó:
–Mire
señora, para mí, el mejor partido es aquel que tiene a su madre
muerta. Así que ya lo sabe, si en verdad quiere que acepte a su
hijito, ¡haga ya lo que tiene qué hacer! –y le dio con la puerta
en las narices.
Si
había llegado a la edad que tenía y seguía siendo soltera, su buen
trabajo le había costado y, si era cierto que nadie la había
querido por mujer, como le gritaron por ahí, pues qué suerte había
tenido, porque si ya estaba en la basura, santo y bueno. ¡Pero sola!
Nunca refrendaría la basura con casorios o arrejuntes. Al fin y al
cabo era de su conocimiento que, ni fue educada para ello, ni se le
iba a acercar alguien que realmente la ayudara a mejorar de nivel.