IV
Criptozoológico.
Divagar
es, a menudo, una sana costumbre. La Afanadora Constante
echaba su mente a navegar por los recuerdos cada vez que tenía un
problema. Así fue como encontró que lo más atinado era contarle al
dragoncillo las anécdotas de toda esa caterva que, lo aceptara o no,
ya era como de su familia. Ella también resultaba entrañable para
todos esos seres dignos de sendas reseñas en un bestiario.
No era gratuito que ya la respetaran. Se lo había ganado a pulso,
después de soportar que La Última en Darse Cuenta de que
le Estaban Poniendo los Cuernos la golpeara en el zaguán, además
de amenazar con deshacerla en ácido, al más apegado estilo de las
mafias que trabajan para lavarle las manos a alguna que otra
celebridad que no quiere ensuciarse.
Le
habló del tambo que permanecía en el elevador desde que sacaron a
los jovencitos mariguanos. Lleno de ácido y ahí dentro, ni siquiera
se percibiría el olor a cadáver. Se dejaría abierta la puerta de
madera, labrada en sus buenos tiempos, que daba acceso al patio, que
originalmente era de servicio, pero, por no funcionar el elevador, se
había transformado en el paso de toda la gente, y se tendría una
buena ventilación. No faltaría quién limpiara las escaleras. Lo
que sobraba en el mundo, eran mujeres con mentalidad de sirvienta,
pero ahí se le acabó el poder. Para cumplir promesas de esa índole
se necesitan recursos que no tenía, cosa que hasta un niño de
primaria podría ver. Lo que más lastimó su prepotencia, fue la
serenidad con que La Afanadora escuchó, para
responderle que por favor no la desapareciera. Adoptando las poses
más teatrales de que pudo echar mano, preguntó:
–¿Qué
vas a hacer sin mí? Piénsalo, ¿quién crees que se dejará madrear
como me he dejado yo? ¡Ni creas que voy a permitir que le des a
otros mis trancazos! ¡No seas ratera, faltaba más! –La
Última en Darse Cuenta
se dobló de la risa y, ¡santo remedio! La
Afanadora Constante supo
que no volvería a ser agredida. Tranquilamente recorrió los nueve
metros de patio hasta las escaleras y desapareció.
Ante
sí misma, La Última en Darse Cuenta no podía admitir que le
encabronaba que vinieran hombres a preguntar por la del siete. Sin
importar quiénes eran, lo mismo daba el galán, que el plomero o el
cobrador. La enfurecía que fueran hombres y que la buscaran. Pero ya
no fue necesario ningún examen de conciencia. Acababa de pasar el
relajo que destapara a Lady Manflower; así que, a los
pocos días, La Última en Darse Cuenta se marchó del
edificio, dejando a todos la encomienda de recordarla como paradigma de lo ruin y lo culero. Me dio tristeza. Su ausencia le quitó lo
angustioso al ambiente. Ya no tenía que protegerme de nada y no tuve
más motivo para seguir el trato con La Afanadora Constante.
La
vida siguió insoportablemente tranquila, hasta que otro día, por
ahí, Al Que No Rompe ni un Plato se le olvidó poner la bomba
y estuvimos día y medio sin agua, hasta que Aquella Señora de la
Grasa Corporal consiguió una llave maestra para abrir la puerta
del garage y activar la bomba que subiría el vital líquido hasta
los confines de la cisterna. Ella y La Afanadora
entraron, pero una repentina picazón en las piernas casi les impide
subir el switch. Salieron de inmediato, sin embargo, veinte
minutos después, hubo que soportar otro escozor. El caso es que en
quince días, La Afanadora Constante había sanado de
los piquetes de pulga, pero no así Aquella Señora, que
necesitó visitar al médico porque las ronchas le supuraban y
descubrió que tenía diabetes. Desde
entonces, comenzó a emitir comentarios venenosos y a demostrarle
envidia a la que, más adelante, ocuparía su lugar en la faena de
limpiar las escaleras. Su guerra para hacerla aparecer como una tonta
no conoció cuartel.
Sumergida
en la creencia de que la conserje era su amiga, la entonces futura
limpiadora de escaleras llegó una tarde a buscar a Aquella Señora
para enseñarle la oferta que aprovechó del supermercado. Escuchó
ruido de pleito. Al tocar, la puerta cedió y El Hijo de
Aquella Señora, a punto de cachetear a su madre, abrió unos
ojos descomunales y saludó con una sonrisita de conejo que no sirvió
para disimular el momento, pues La Afanadora alcanzó a
escuchar que era un maldito estorbo pendejo. La mujer gorda se
abotonó la blusa, se acomodó el despeinado y puso a hervir agua
para café.
–¡Saluda,
tú! ¡Burro, pelado! –Dijo la portera, con disgusto. El muchacho
inclinó levemente la cabeza. La
Afanadora
contestó de igual modo y luego dijo:
–Si
quieres, vengo al rato. Nada más quería enseñarte mi cafetera
nueva. Es igual a la tuya pero más grande, ¡o ya sé! Subes mañana
y te preparo un café.
–No,
no, no, linda, no –contestó, zalamera, Aquella
Señora de la Grasa Corporal–
quédate, por la cara que tienes, pudiste traer algo más, ¿no?
–Pues
sí, la cafetera está llena de sobrecitos del café que nos gusta y
te traía la mitad. ¡Creí que nunca iba a tener esta belleza, pero
sí se me hizo! –La
Afanadora
estaba feliz y contemplaba la caja en que venía empacada su
adquisición.
–¡Ja,
ja, ja, ya lo creo! ¡Después de la vergüenza que pasaste la semana
pasada recorriendo tiendas a lo loco, ja, ja, ja! –Dijo Aquella
Señora
con retintín.
–¡Ora
sí! ¡Ya voy a tener quién me haga mi cafecito express! –El
Hijo de Aquella Señora
había recuperado el aplomo. Desnudó con los ojos a la visita de su
mamá. Eso desató los celos de la señora de la casa, que no tuvo
empacho en recordar la hazaña de La
Afanadora,
quien, al ir de tienda en tienda buscando el anhelado cacharro, nada
más consiguió que los vendedores se rieran de ella.
–¿Y
cómo no se iban a pitorrear, mamacita, si te viste de a tiro de
rebozo? ¿A quién se le ocurre decir quiero
una cafetera pequeña, que es así como licuadora, pero no es
licuadora porque es cafetera?
¡Ya ni la amuelas, mi reina!
–Bueno,
pero ahora ya sé cómo pedirla, porque hay más grande que ésta y
sí me la voy a comprar –dijo, tan contenta, que no reparó en que
había echado a perder un encuentro incestuoso.
En
realidad, lo que pasaba con La Afanadora era que, al
igual que El Anciano, pero por diferentes motivos, tampoco
tenía amigos y confundió con amistad la insana disposición de
Aquella Señora para escucharla. Fue así como esa mujer, con
su hijo, le creó una fama de chismosa no del todo indemostrable;
aunque las confidencias hechas a la portera rápidamente se
divulgaban en edición corregida y aumentada.
Ese
día, horas más tarde, llegaba del trabajo El Que no Rompe ni un
Plato, y se encontró con El Militante Seco de la Veneranda
Orden de la Cruda Alegre, que no cabía en sí del orgullo,
porque recibió su diploma de fin de cursos, en una escuela de esas
que se anuncian con el slogan: “Aprenda inglés en dos por
tres”. Ver llegar a su amigo, le sugirió la oportunidad de mostrar
sus conocimientos y entonces, casi con altavoz, le preguntó:
–¿Cómo
has estado, mi buen… qué te dice tu vecina la crazy?
–antes de que el aludido pudiera contestar, La
Afanadora,
sabiendo que se refería a ella, contestó, a grito pelado:
–¿Hi,
how do you do now, mi
chaparrín? This
is the
crazy.
¿What
do you think about our neighbor, the
thief?
¡Así
se dice “nuestro vecino el ratero” en inglés! –El
Militante Seco
subió a decirle unas verdades a la mujer, que ya lo esperaba sin
inmutarse. En cuanto lo vio, La
Afanadora
preguntó por el estado de salud de su hermanito el drunk,
y aclaró que that
english word means borracho
in
spanish.
Demostró que podía enseñarle, además, que puta es whore,
por lo que mandó my
regards to your daughter. El Militante Seco, entonces,
más bien, escurrido, dio las buenas noches y se fue a dormir. Jamás
podría competir con alguien que había estudiado su secundaria en
una escuela bilingüe.
Schahrazada ante el sultán no hubiera sido mejor cuentacuentos. La
Afanadora se regodeaba en los relatos para un visitante que no
solo había instalado su mesa y su banquito, sino que estaba
apoltronado en un divancillo plegable, como todas sus pertenencias, y
con ello le había quitado tres cuartas partes del antecomedor. ¡Qué
fastidio! ¡Casi no tenía espacio para poner su café y el pan a la
hora del desayuno, pero no se atrevía a limitar al dragón! Después
de todo, era el único ser que realmente la aceptaba, además de que
no había nada de malo en ser escuchada y, de acuerdo con sus
fantasías más íntimas, así como se sentía la diosa Perséfone
cuando trapeaba las escaleras, con el pequeño reptil había chance
de ser la ufanadora constante y sí que lo disfrutó. Cuando tanteó
que su oyente estaría confiado, lanzó una pregunta:
–¿Por
qué no tienes cola que te pisen? ¿Qué te pasó?
–Es
una historia muy larga. Y sucedió aquí mismo. Tengo, en este
edificio, mucho más tiempo que tú –contestó
el saurio.
–A
ver, a ver, ¿cómo está eso?
–Soy
un ser que se abre paso a través de los afanes de la gente. Si no
hubiera personas llenas de preocupaciones, no tendría forma de
aparecer en ningún sitio, pero no en todos lados me aceptan
–admitió el
dragoncito, con un dejo de tristeza.
–Pues
mira, si en dondequiera te portas como verdolaga
en patio de indio…
–¡Oh,
está bien, está bien! Acomodaré mis cosas –de
inmediato, el animal saltó de su diván y lo empujó hacia la
pared. De ese modo quedó establecido que cada quien tendría
la
mitad de la mesa. En seguida se acostó para continuar sus historias.
¡La
Afanadora
se enteró en esa forma de cada cosa!
Aquella
Señora de la Grasa Corporal que
fingió trapear en tiempos del Anciano
que se Ostentaba Como Dueño,
no había sido, ni con mucho, la primera encargada de la conserjería.
Hubo otras dos, más limpias y cuidadosas, que superaron, incluso a
las lesbianas, en materia de meterse a robar en las casas. Pero
también se encargaron de que la jardinera, hoy convertida en mini
desierto cuando no en franco basurero, adornara la entrada al zaguán.
Cultivaron un Teléfono,
una Chismosa,
una Millonaria
y una Sábila.
Puntualmente las regaban y se turnaban para lavar cada día las
escaleras. ¡Ah! ¡Fue la bella época del edificio!
–¿Pero
eso qué tiene que ver con que no tengas cola? –Preguntó,
impaciente, La
Afanadora.
–Para
allá voy –contestó
el dragón–. Las
plantas son seres tan vivos que agarran poco a poco los defectos de
quien los cuida. No les importaba que esas mujeres las hubieran
plantado ni el empeño que ponían en que nada les faltara. Para
todas, Venenice
y
Guarralumpen
eran
un par de rateras aunque nada se les había comprobado. No podían
decirle a la gente cuántas veces las vieron ni aconsejarle a nadie
que reparara en cómo se molestaban si alguien cambiaba la chapa de
su departamento. Ningún vecino las apreciaba y ellas tampoco se
querían. A menudo a una o a otra se les veía con moretones y
rasguños y se escuchaban
gritos y maldiciones por los pleitos que sostenían, hasta que una se
suicidó. Entonces fue que perdí la cola y gané el marsupio.
–¿Qué?
–El asombro de La
Afanadora era
grande.
–Paciencia,
te estoy diciendo que la historia es larga. No vayas a creer que
lamento la pérdida. Era una cola que me tenía esclavizado. Cultivo
desde ese día la costumbre de no compadecer a las personas, porque
no quiero que me vuelva a crecer. Entre más me entristeciera por el
infortunio de los humanos, más centímetros alcanzaba. Tenía que
enrollarla para poder caminar. Eso me agotaba; de volar, mejor ni
hablamos. Aquella vez hice lo que nunca: cedí a la tentación y la
desenrollé para sentirme relajado.
Más
detalladamente, el dragoncito narró su tragedia. Estaba acostumbrado
a posarse para tomar el sol en el pretil de la ventana de arriba del
baño de la conserjería. De pronto, alguien jaló su cola y la
amarró en un clavote. Y ni cómo voltear, porque sintió que
perdería el equilibrio si osaba moverse. Nada más alcanzó a
agarrarse de la ventila y recibió un jaloncísimo. El estómago
se le partió. Entonces, escuchó un golpazo y se descubrió
liberado. Al fin pudo voltear. Guarralumpen se había
estampado en el patio, con la cabeza en un charco de sangre. La mujer
quiso ahorcarse y confundió con una soga la cola del pequeñín. El
peso le reventó la panza. A la señora se le cumplió el gusto de
morirse, pero fue consecuencia del batacazo.
–Venenice,
en verdad lamento lo que ha sucedido –decía,
cortés, La
Gran Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera, cuya
ventana pagó los platos rotos del deceso que sería la comidilla en
los siguientes seis meses–,
pero, lamentablemente, la vida sigue y a los gastos del funeral,
habrá que agregar los de la reparación de mi ventila. ¿Cuándo
cree estar en condiciones de que hablemos de eso?
–¡Nunca!
¿Qué no está viendo que ni siquiera tengo para sacar a mi hermana
del forense? ¡La echarán a la fosa común y ya ni modo! –la
portera sobreviviente se escuchaba entre llorosa y enojada.
–Pues
mira, si tu hermana no vale nada para ti es tu problema, pero mi
ventana sí me la tienes que pagar. Yo no tengo la culpa de los
pleitos entre ustedes ni le dije a ella que se matara –La Gran
Exponente estaba
decidida a cobrar.
–¿Usted
qué sabe de cómo me siento? –preguntó
Venenice,
francamente
enojada.
–Mira,
conmigo no tomes esa pose de víctima. Esto no fue ningún golpe para
ti, no te hagas –¡sí
que era buena La
Gran Exponente para
hincar el colmillo!
–Si
fue o no fue un golpe, es cosa que a usted no le importa, ¡y no le
voy a dar nada, vieja bruja! ¡Pídale a sus amantes, vaya a
buscarlos y ruégueles, que yo no tengo la culpa de que ya casi no
vengan, ni de que usted no se de cuenta de que ya le dieron la patada
por vieja! –Eso
calló, de una vez por todas, a la linda señora.
Guarralumpen
debió
ser más discreta, pero no. Tenía que dejarle a la gente su imagen
llena de sangre, a su hermana más sentimientos de culpa, amén de
una cartita repleta de tonterías. Además, ¡qué mal gusto! Se mató
de una manera muy poco femenina. ¡Mira que darse un tortazo cuando
podía haberse envenenado!
–¿Que
cómo fue el luto de Venenice?
–dijo, con gravedad, el dragón.
–Podría decir que se enfermó y se enfermó y se enfermó hasta
que se la llevaron al hospital y ya no regresó, pero eso es
poco. Antes de irse, le hizo honor a sus apellidos. Se fue haciendo
flaca y seca como leña y el día que se la llevaron en camilla los
de la Cruz Roja, estaba
horrenda de yagas y no se podía mover. Los quejidos llamaron la
atención de La
Ricachona de Aquí y
La
Madre del Salvador Fidedigno, que
forzaron la puerta con la anuencia del Anciano
que se Ostentaba Como Dueño, ese
fue el que llamó a la ambulancia. No se volvió a saber de ella. El
comedorcito que tiene Aquella
Señora de la Grasa Corporal era
de Las
Porteras de la Maldad, con
ese nombre también se les conoció. El edificio es más famoso desde
entonces. La noticia del suicidio salió en la página roja de todos
los diarios y se juntaba la gente en el zaguán para leer la esquela
que La
Gran Exponente pusiera
en honor de la occisa:
“La
comunidad de vecinos otorga el
reconocimiento Charles Darwin a Guarralumpen
Leña Horréndez, por contribuir al
mejoramiento de la especie humana, borrándose
ella misma del mapa.”