martes, 25 de septiembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos


IV

Criptozoológico.

Divagar es, a menudo, una sana costumbre. La Afanadora Constante echaba su mente a navegar por los recuerdos cada vez que tenía un problema. Así fue como encontró que lo más atinado era contarle al dragoncillo las anécdotas de toda esa caterva que, lo aceptara o no, ya era como de su familia. Ella también resultaba entrañable para todos esos seres dignos de sendas reseñas en un bestiario. No era gratuito que ya la respetaran. Se lo había ganado a pulso, después de soportar que La Última en Darse Cuenta de que le Estaban Poniendo los Cuernos la golpeara en el zaguán, además de amenazar con deshacerla en ácido, al más apegado estilo de las mafias que trabajan para lavarle las manos a alguna que otra celebridad que no quiere ensuciarse.

Le habló del tambo que permanecía en el elevador desde que sacaron a los jovencitos mariguanos. Lleno de ácido y ahí dentro, ni siquiera se percibiría el olor a cadáver. Se dejaría abierta la puerta de madera, labrada en sus buenos tiempos, que daba acceso al patio, que originalmente era de servicio, pero, por no funcionar el elevador, se había transformado en el paso de toda la gente, y se tendría una buena ventilación. No faltaría quién limpiara las escaleras. Lo que sobraba en el mundo, eran mujeres con mentalidad de sirvienta, pero ahí se le acabó el poder. Para cumplir promesas de esa índole se necesitan recursos que no tenía, cosa que hasta un niño de primaria podría ver. Lo que más lastimó su prepotencia, fue la serenidad con que La Afanadora escuchó, para responderle que por favor no la desapareciera. Adoptando las poses más teatrales de que pudo echar mano, preguntó:

¿Qué vas a hacer sin mí? Piénsalo, ¿quién crees que se dejará madrear como me he dejado yo? ¡Ni creas que voy a permitir que le des a otros mis trancazos! ¡No seas ratera, faltaba más! –La Última en Darse Cuenta se dobló de la risa y, ¡santo remedio! La Afanadora Constante supo que no volvería a ser agredida. Tranquilamente recorrió los nueve metros de patio hasta las escaleras y desapareció.

Ante sí misma, La Última en Darse Cuenta no podía admitir que le encabronaba que vinieran hombres a preguntar por la del siete. Sin importar quiénes eran, lo mismo daba el galán, que el plomero o el cobrador. La enfurecía que fueran hombres y que la buscaran. Pero ya no fue necesario ningún examen de conciencia. Acababa de pasar el relajo que destapara a  Lady Manflower; así que, a los pocos días, La Última en Darse Cuenta se marchó del edificio, dejando a todos la encomienda de recordarla como paradigma de lo ruin y lo culero. Me dio tristeza. Su ausencia le quitó lo angustioso al ambiente. Ya no tenía que protegerme de nada y no tuve más motivo para seguir el trato con La Afanadora Constante.


La vida siguió insoportablemente tranquila, hasta que otro día, por ahí, Al Que No Rompe ni un Plato se le olvidó poner la bomba y estuvimos día y medio sin agua, hasta que Aquella Señora de la Grasa Corporal consiguió una llave maestra para abrir la puerta del garage y activar la bomba que subiría el vital líquido hasta los confines de la cisterna. Ella y La Afanadora entraron, pero una repentina picazón en las piernas casi les impide subir el switch. Salieron de inmediato, sin embargo, veinte minutos después, hubo que soportar otro escozor. El caso es que en quince días, La Afanadora Constante había sanado de los piquetes de pulga, pero no así Aquella Señora, que necesitó visitar al médico porque las ronchas le supuraban y descubrió que tenía diabetes. Desde entonces, comenzó a emitir comentarios venenosos y a demostrarle envidia a la que, más adelante, ocuparía su lugar en la faena de limpiar las escaleras. Su guerra para hacerla aparecer como una tonta no conoció cuartel.

Sumergida en la creencia de que la conserje era su amiga, la entonces futura  limpiadora de escaleras llegó una tarde a buscar a Aquella Señora para enseñarle la oferta que aprovechó del supermercado. Escuchó ruido de pleito. Al tocar, la puerta cedió y El Hijo de Aquella Señora, a punto de cachetear a su madre, abrió unos ojos descomunales y saludó con una sonrisita de conejo que no sirvió para disimular el momento, pues La Afanadora alcanzó a escuchar que era un maldito estorbo pendejo. La mujer gorda se abotonó la blusa, se acomodó el despeinado y puso a hervir agua para café.

¡Saluda, tú! ¡Burro, pelado! –Dijo la portera, con disgusto. El muchacho inclinó levemente la cabeza. La Afanadora contestó de igual modo y luego dijo: 

Si quieres, vengo al rato. Nada más quería enseñarte mi cafetera nueva. Es igual a la tuya pero más grande, ¡o ya sé! Subes mañana y te preparo un café.

No, no, no, linda, no –contestó, zalamera, Aquella Señora de la Grasa Corporal– quédate, por la cara que tienes, pudiste traer algo más, ¿no?

Pues sí, la cafetera está llena de sobrecitos del café que nos gusta y te traía la mitad. ¡Creí que nunca iba a tener esta belleza, pero sí se me hizo! –La Afanadora estaba feliz y contemplaba la caja en que venía empacada su adquisición.

¡Ja, ja, ja, ya lo creo! ¡Después de la vergüenza que pasaste la semana pasada recorriendo tiendas a lo loco, ja, ja, ja! –Dijo Aquella Señora con retintín.

¡Ora sí! ¡Ya voy a tener quién me haga mi cafecito express! El Hijo de Aquella Señora había recuperado el aplomo. Desnudó con los ojos a la visita de su mamá. Eso desató los celos de la señora de la casa, que no tuvo empacho en recordar la hazaña de La Afanadora, quien, al ir de tienda en tienda buscando el anhelado cacharro, nada más consiguió que los vendedores se rieran de ella.

¿Y cómo no se iban a pitorrear, mamacita, si te viste de a tiro de rebozo? ¿A quién se le ocurre decir quiero una cafetera pequeña, que es así como licuadora, pero no es licuadora porque es cafetera? ¡Ya ni la amuelas, mi reina!

Bueno, pero ahora ya sé cómo pedirla, porque hay más grande que ésta y sí me la voy a comprar –dijo, tan contenta, que no reparó en que había echado a perder un encuentro incestuoso.

En realidad, lo que pasaba con La Afanadora era que, al igual que El Anciano, pero por diferentes motivos, tampoco tenía amigos y confundió con amistad la insana disposición de Aquella Señora para escucharla. Fue así como esa mujer, con su hijo, le creó una fama de chismosa no del todo indemostrable; aunque las confidencias hechas a la portera rápidamente se divulgaban en edición corregida y aumentada.


Ese día, horas más tarde, llegaba del trabajo El Que no Rompe ni un Plato, y se encontró con El Militante Seco de la Veneranda Orden de la Cruda Alegre, que no cabía en sí del orgullo, porque recibió su diploma de fin de cursos, en una escuela de esas que se anuncian con el slogan: “Aprenda inglés en dos por tres”. Ver llegar a su amigo, le sugirió la oportunidad de mostrar sus conocimientos y entonces, casi con altavoz, le preguntó:

¿Cómo has estado, mi buen… qué te dice tu vecina la crazy? –antes de que el aludido pudiera contestar, La Afanadora, sabiendo que se refería a ella, contestó, a grito pelado:

¿Hi, how do you do now, mi chaparrín? This is the crazy. ¿What do you think about our neighbor, the thief? ¡Así se dice “nuestro vecino el ratero” en inglés! –El Militante Seco subió a decirle unas verdades a la mujer, que ya lo esperaba sin inmutarse. En cuanto lo vio, La Afanadora preguntó por el estado de salud de su hermanito el drunk, y aclaró que that english word means borracho in spanish. Demostró que podía enseñarle, además, que puta es whore, por lo que mandó my regards to your daughter. El Militante Seco, entonces, más bien, escurrido, dio las buenas noches y se fue a dormir. Jamás podría competir con alguien que había estudiado su secundaria en una escuela bilingüe.

Schahrazada ante el sultán no hubiera sido mejor cuentacuentos. La Afanadora se regodeaba en los relatos para un visitante que no solo había instalado su mesa y su banquito, sino que estaba apoltronado en un divancillo plegable, como todas sus pertenencias, y con ello le había quitado tres cuartas partes del antecomedor. ¡Qué fastidio! ¡Casi no tenía espacio para poner su café y el pan a la hora del desayuno, pero no se atrevía a limitar al dragón! Después de todo, era el único ser que realmente la aceptaba, además de que no había nada de malo en ser escuchada y, de acuerdo con sus fantasías más íntimas, así como se sentía la diosa Perséfone cuando trapeaba las escaleras, con el pequeño reptil había chance de ser la ufanadora constante y sí que lo disfrutó. Cuando tanteó que su oyente estaría confiado, lanzó una pregunta:

¿Por qué no tienes cola que te pisen? ¿Qué te pasó?

Es una historia muy larga. Y sucedió aquí mismo. Tengo, en este edificio, mucho más tiempo que túcontestó el saurio.

A ver, a ver, ¿cómo está eso?

Soy un ser que se abre paso a través de los afanes de la gente. Si no hubiera personas llenas de preocupaciones, no tendría forma de aparecer en ningún sitio, pero no en todos lados me aceptanadmitió el dragoncito, con un dejo de tristeza.

Pues mira, si en dondequiera te portas como verdolaga en patio de indio…

¡Oh, está bien, está bien! Acomodaré mis cosasde inmediato, el animal  saltó de su diván y lo empujó hacia la pared. De ese modo quedó establecido que cada quien tendría 
la mitad de la mesa. En seguida se acostó para continuar sus historias. ¡La Afanadora se enteró en esa forma de cada cosa!


Aquella Señora de la Grasa Corporal que fingió trapear en tiempos del Anciano que se Ostentaba Como Dueño, no había sido, ni con mucho, la primera encargada de la conserjería. Hubo otras dos, más limpias y cuidadosas, que superaron, incluso a las lesbianas, en materia de meterse a robar en las casas. Pero también se encargaron de que la jardinera, hoy convertida en mini desierto cuando no en franco basurero, adornara la entrada al zaguán. Cultivaron un Teléfono, una Chismosa, una Millonaria y una Sábila. Puntualmente las regaban y se turnaban para lavar cada día las escaleras. ¡Ah! ¡Fue la bella época del edificio!

¿Pero eso qué tiene que ver con que no tengas cola? –Preguntó, impaciente, La Afanadora.

Para allá voycontestó el dragón–. Las plantas son seres tan vivos que agarran poco a poco los defectos de quien los cuida. No les importaba que esas mujeres las hubieran plantado ni el empeño que ponían en que nada les faltara. Para todas, Venenice y Guarralumpen eran un par de rateras aunque nada se les había comprobado. No podían decirle a la gente cuántas veces las vieron ni aconsejarle a nadie que reparara en cómo se molestaban si alguien cambiaba la chapa de su departamento. Ningún vecino las apreciaba y ellas tampoco se querían. A menudo a una o a otra se les veía con moretones y rasguños y se escuchaban gritos y maldiciones por los pleitos que sostenían, hasta que una se suicidó. Entonces fue que perdí la cola y gané el marsupio.

¿Qué? –El asombro de La Afanadora era grande.

Paciencia, te estoy diciendo que la historia es larga. No vayas a creer que lamento la pérdida. Era una cola que me tenía esclavizado. Cultivo desde ese día la costumbre de no compadecer a las personas, porque no quiero que me vuelva a crecer. Entre más me entristeciera por el infortunio de los humanos, más centímetros alcanzaba. Tenía que enrollarla para poder caminar. Eso me agotaba; de volar, mejor ni hablamos. Aquella vez hice lo que nunca: cedí a la tentación y la desenrollé para sentirme relajado.

Más detalladamente, el dragoncito narró su tragedia. Estaba acostumbrado a posarse para tomar el sol en el pretil de la ventana de arriba del baño de la conserjería. De pronto, alguien jaló su cola y la amarró en un clavote. Y ni cómo voltear, porque sintió que perdería el equilibrio si osaba moverse. Nada más alcanzó a agarrarse de la ventila y recibió un jaloncísimo.  El estómago se le partió. Entonces, escuchó un golpazo y se descubrió liberado. Al fin pudo voltear. Guarralumpen se había estampado en el patio, con la cabeza en un charco de sangre. La mujer quiso ahorcarse y confundió con una soga la cola del pequeñín. El peso le reventó la panza. A la señora se le cumplió el gusto de morirse, pero fue consecuencia del batacazo.

Venenice, en verdad lamento lo que ha sucedido –decía, cortés, La Gran Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera, cuya ventana pagó los platos rotos del deceso que sería la comidilla en los siguientes seis meses–, pero, lamentablemente, la vida sigue y a los gastos del funeral, habrá que agregar los de la reparación de mi ventila. ¿Cuándo cree estar en condiciones de que hablemos de eso?

¡Nunca! ¿Qué no está viendo que ni siquiera tengo para sacar a mi hermana del forense? ¡La echarán a la fosa común y ya ni modo! –la portera sobreviviente se escuchaba entre llorosa y enojada.

Pues mira, si tu hermana no vale nada para ti es tu problema, pero mi ventana sí me la tienes que pagar. Yo no tengo la culpa de los pleitos entre ustedes ni le dije a ella que se matara –La Gran Exponente estaba decidida a cobrar.

¿Usted qué sabe de cómo me siento? –preguntó Venenice, francamente enojada.

Mira, conmigo no tomes esa pose de víctima. Esto no fue ningún golpe para ti, no te hagas  –¡sí que era buena La Gran Exponente para hincar el colmillo!

Si fue o no fue un golpe, es cosa que a usted no le importa, ¡y no le voy a dar nada, vieja bruja! ¡Pídale a sus amantes, vaya a buscarlos y ruégueles, que yo no tengo la culpa de que ya casi no vengan, ni de que usted no se de cuenta de que ya le dieron la patada por vieja! –Eso calló, de una vez por todas, a la linda señora.

Guarralumpen debió ser más discreta, pero no. Tenía que dejarle a la gente su imagen llena de sangre, a su hermana más sentimientos de culpa, amén de una cartita repleta de tonterías. Además, ¡qué mal gusto! Se mató de una manera muy poco femenina. ¡Mira que darse un tortazo cuando podía haberse envenenado!

 –¿Que cómo fue el luto de Venenice? –dijo, con gravedad, el dragón. –Podría decir que se enfermó y se enfermó y se enfermó hasta que se la llevaron al  hospital y ya no regresó, pero eso es poco. Antes de irse, le hizo honor a sus apellidos. Se fue haciendo flaca y seca como leña y el día que se la llevaron en camilla los de la Cruz Roja, estaba horrenda de yagas y no se podía mover. Los quejidos llamaron la atención de La Ricachona de Aquí y La Madre del Salvador Fidedigno, que forzaron la puerta con la anuencia del Anciano que se Ostentaba Como Dueño, ese fue el que llamó a la ambulancia. No se volvió a saber de ella. El comedorcito que tiene Aquella Señora de la Grasa Corporal era de Las Porteras de la Maldad, con ese nombre también se les conoció. El edificio es más famoso desde entonces. La noticia del suicidio salió en la página roja de todos los diarios y se juntaba la gente en el zaguán para leer la esquela que La Gran Exponente pusiera en honor de la occisa:

La  comunidad  de  vecinos  otorga  el  reconocimiento  Charles  Darwin  a  Guarralumpen  Leña  Horréndez,  por  contribuir  al  mejoramiento de la  especie  humana, borrándose  ella  misma  del  mapa.”











martes, 18 de septiembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos



Gentuza se escribe con J

La puerta de lámina se terminó de abrir. El cuarto se iluminó. La cucaracha que deambulaba por la estufa corrió a esconderse debajo de un quemador. En el piso de cemento aparecían huellas, como garras de un cocodrilito. La Afanadora Constante pensó que ahora sí estaba perdiendo la cabeza. Sin duda, alguien había entrado durante su ausencia. Siguió las pisadas, decidida a llegar hasta la madriguera de esa rata que la había estado molestando, y que, según ella, La Acarreadora de Chinches le hizo el favor de meter. De pronto, se oyó un golpeteo. Volteó y conoció al visitante: ¡un pequeño dragónque se rascaba! ¡Un pequeño dragón anacoluto apareció en su casa, sin más ni más, sin ser invitado ni nada por el estilo! Era un ser que despertaba más ternura que deseo de aplastarlo. Además, no podía establecerse en una primera impresión si de verdad era fauna nociva.



¡No me mates!suplicó. La mujer se quedó petrificada. Para ella, el alebrije estaba en su imaginario, aunque en realidad se encontrara parado junto a la olla de barro que contenía el agua hervida para beber.

¡Soy dragón! ¡Soy dragón! ¡Por favor! ¡Conóceme!rápidamente, se interpuso entre la mujer y la escoba, recargada en el rincón.

¿Cómo has entrado? –preguntó La Afanadora, con sequedad.

Por ahícontestó el dragoncito y señaló el agujero que había detrás de la estufa, por donde pasaba el tubo del gas.

Muy bien, Don Dragón, haga el favor de marcharse por ahí mismo –El pequeñín la miró entristecido.

¡Oh! ¡Pensé que te haría feliz conocerme! ¡Tu casa es tan bonita!La Afanadora puso cara de incredulidad– ¡Me moriré de tristeza si no vuelvo a contemplar esta flor tan hermosa de tu ollota de barro! Hace mucho que no estaba en un sitio tan acogedor.

¡Pero da la casualidad que no le doy hospedaje a roedores, por bien disfrazados que vengan! –Dijo, rotunda, La Afanadora Constante.

¡Oh, caramba! ¡Que no soy ningún roedor!dijo el reptil, herido en su orgullo. Acto seguido, lanzó una bocanada de fuego que envolvió en llamas el librerito que estaba junto a la puerta de entrada.



¡Quedó claro que no era ningún roedor! Pero no dejó tan contenta a La Afanadora. Toda su biblioteca se redujo a polvo. Lo peor vino después, cuando La Ricachona de Aquí y La Gran Exponente del Agachonismo y Peleonería Vecindera llamaron a la puerta, asustadas por el humo y el olor a quemado. Fue todo un embrollo esconder al dragoncito y decirles a las vecinas que la estufa le había dado el flamazo,pero que todo estaba controlado. Agradeció el interés, cerró de golpe y porrazo y enfrentó al animal, decidida a echarlo. El dragoncito eludió un manotazo. Ágil, corrió hasta el montón de pavesas, palmoteó y el librero, con todo su contenido, emergió de las cenizas y volvió al estado anterior.

¡Vaya que le costó su trabajo al pequeño convencer a la señora de que lo dejara quedarse! Por lo menos La Afanadora ya no tendría que comprar veneno para ratas y eso le trajo una cierta tranquilidad. ¿Pero cómo había llegado el animalito hasta allí? No era fácil subir y subir escaleras hasta un octavo piso, y menos para un dragón que no pasaba de medir una cuarta. Él extendió sus alas color de rosa, como de murcielaguito, que hacían contraste con lo verde botella de su cuerpo. Después de unas cuantas cabriolas en el aire, tomó asiento en la azucarera.

¿De dónde vienes? –preguntó la anfitriona involuntaria.

De tus afanes. ¿Me regalas un café?Y el dragoncito alargó su taza diminuta, con plato, cuchara y toda la cosa. Hurgó de nuevo en su marsupio, del mismo color que sus alas, y sacó una tabla, a la que le desdobló cuatro patas.

¿Te gusta con azúcar?

Sí.

Entonces, te recomiendo que veas si traes por ahí algún banquito –El lagarto se puso serio. De todos modos le perdonó la franqueza. No en cualquier lado lo recibían con esa cordialidad. ¡Había logrado instalar la mesa! De otros lugares acababa por marcharse. La mayoría de las veces porque la gente no era capaz de verlo, a pesar del violento contraste que hacían los colores de su cuerpo y tener, en todo el lomo y las patas, escamas que tornasoleaban ante la luz, cosa que no pasó inadvertida para nuestra Afanadora, que reparó en que tenían la forma de signo de pesos en el lomo y de centavos en las patas.


En aquellos días hacía mucha falta el dinero. El vecino que había organizado la asamblea, hostigaba a quien se cruzara en su camino. Según él, quería completar ya la cantidad para los pagos del servicio eléctrico y el suministro del agua. La Afanadora Constante no se salvó, pese a que fue de las primeras en dar la parte que le tocaba, pero no se la dio a él: eso lo enfureció. Se ganó la animadversión del Empedernido Rey del País del Chipotle Vengador, cuando informó a los vecinos que el gasto del agua podía cubrirse, directo, en la dependencia correspondiente y que nadie tendría que entregarle dinero al susodicho, que presumía de grandes influencias y contactos con gente aún más poderosa que Los Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus Casas. Eran días de apretarse el cinturón. Ese señor y su familia no dejaban de llamarla “loquita” y en la chamba no le estaba yendo tan bien que digamos.

Como salía muy lentamente para los gastos y no la veía llegar, La Afanadora Constante siguió con la idea de que ese monstruillo, salido de algún libro de cuentos, era una alucinación, producto de su angustia, y decidió desenmascararle, pero sin violencia. El que se enoja pierde, y más tratándose de esos lances en los que entran en juego la palabra loca, sinónimos y derivados.

En primera instancia, no podía cometer la burrada de contarle a nadie de la presencia del extraño inquilino y, mucho menos, pedir ayuda al vecino hostigador, con todo y que era el único al que le repapaloteaba para andar comprando problemas ajenos. Además de hojalatear carros de dudosa procedencia, no había otra cosa que le saliera mejor, aunque, para decir lo cierto, nunca era debidamente reconocido.

Hacía algún tiempo, se enganchó en una batalla campal con La Suprema Reina de la Muleta Ficticia y estuvo a punto de ir a la cárcel. A veces creo que más por incumplir sus amenazas de violación y muerte. A consecuencia del pleito, la enorme calva que ya tenía le creció hasta el punto que fue a la Villa a dar gracias porque no tenía las orejas paradas. Desde entonces, vive con la certeza de que no lo confundirán con otra persona de infausta memoria, que no viene al caso nombrar. De cualquier forma, no se ha escapado de alimentar su ego de glorias pasadas y necesita demostrar, a cada rato, por qué le dicen Transformer. Se ostenta como Gato Violador o Bull Terrier de Pacotilla. Presume su guante de oro porque molió a puñetazos a un anciano y a una mujer embarazada; pero ni así ha logrado convencer a La Afanadora Constante de que se acueste con él.


Un día, ella pasaba por el garage, muy cerca de él, que estaba tendido en el suelo, junto a un carro, a punto de entrar a revisarle el motor. El majadero le vio hasta el cuello del útero y la llamó para enseñarle una fotografía que almacenó en la memoria de su teléfono portátil. ¡No lo hubiera hecho! En menos de una hora, el vecindario estaba enterado de que se retrató con los calzones bajados hasta las rodillas, para enseñar un pitote de medio metro que no la impresionó en lo más mínimo, porque nadie lo tiene tan largo. Tales fueron las palabras de La Afanadora Constante, para todo el que quiso oírla. Divertía a la gente cada vez que diseminaba que algo le estaba pasando, por eso la escuchaban; pero en realidad, a nadie le interesaba que se estuviera muriendo de miedo y que no supiera cómo ni a quién pedirle auxilio.

Supe de todo esto porque ella me lo contó. También me confió la presencia del dragoncito en su casa. Lloró de angustia. ¡Me guardé muy bien de decirle que ya lo conocía! Pero a raíz de esa plática, no dejé pasar un día sin que desayunáramos juntas. Creo que eso no le gustó a su mascota. Siempre fue un desatento conmigo. Jamás salió a saludar. Una mañana, al llamar a la puerta, recibí en plena cara un pastelazo. De todos modos no se salió con la suya. Simplemente, él no era el dueño de la casa y seguí platicando con mi amiga y disfrutando del almuerzo que siempre me invitaba. No le quedó más remedio que conversar con las dos.


 En el pintoresco alcázar que, por obra y gracia del terremoto del ochenta y cinco bien podría ser la Torre de Pisa mexicana, La Afanadora Constante lleva un fiel registro de todos y cada uno de los irigotes que han hecho historia en el ir y venir de los años con los mismos pendejos de siempre.

Han cobrado fama algunos de sus letreros, colgados en la puerta de su casa y dirigidos a gente como el recadero del capítulo anterior. Son letreros que dicen las verdades, que levantan ámpula. Ella ha sido una especie de catalizador que pone en evidencia la elaboración de los cocteles amorosos y amorales en esa comunidad. Uno de esos letreros lo pegó en el baño, a petición de algunos vecinos que estaban hartos de contemplar las paredes y el retrete embadurnados de caca:

Acomoda bien las nalgas,
cuando vayas a cagar.
Que si te gusta embarrarte,
no lo debes compartir.

Era claro y notorio el tamaño del malestar. En cualquier vecindad hay que frenar las actividades que le resultan molestas a la mayoría de los habitantes. ¡Y vaya que hacerlo sirve para detectar traviesos! Solo se necesita observar quién se da por aludido cuando aparece el letrero o se toma la medida precautoria con el fin de evitar que las conductas non gratas vuelvan a aparecer.

El intercambio de insultos no se hizo esperar. Se fueron plasmando palabrotas y recordatorios de diez de mayo en los mosaicos, que daban la impresión de que se iban a deshacer en la próxima cubetada de jabón. A La Afanadora Constante no le hacían mella esas cacallacas. Para saber con qué podía espantar a un vecino, bastaba con recibir un amago. También sabía que quien le reclamaba sus llamados de atención con esos letreros era un tipo que andaba por el mundo con un tatuaje en la cara, ¡pero que no quería destacar! Su escuela cundió entre los jóvenes, pero se hizo notorio tiempo después de que pusiera en su ventana el primer punto de su manual de remedios caseros para convivir con la violencia y el terrorismo. Fue una estrategia sencilla de urbanidad en condominio:

FÓRMULA E.G.A.R.R., PARA VIVIR MEJOR:
Enójese a gusto.
Grite con calma.
Amenace con tacto.
Rompa madres u hocicos en silencio.
Recuerde que todos tenemos derecho
a dormir a pesar de las broncas de usted.

El zafarrancho que interrumpió las pesadillas de todo mundo tuvo lugar en la madrugada, exactamente diez horas antes de que apareciera este nuevo aviso, y dio al traste con la buena imagen de la sobrina del Empedernido Rey del País del Chipotle Vengador, por haber sido encontrada en pleno clinch amoroso con una de las lesbianas que vivían en el quinto piso. Desde entonces fue conocida como Lady Manflower. Lo bueno es que su marido la había dejado unos meses antes, pero tengo entendido que le tocó una parte de la infidelidad. Quizá se haya ido sin saberlo. La golpiza comenzó a las cinco de la mañana, cuando llegó La Última en Darse Cuenta de que le Estaban Poniendo los Cuernos. Como si fuera el preso número nueve, sintió en su pecho el rencor. Segundos antes, iba contenta pa su jacal. ¿Así es la vida?

En vecindad, sí.contestó el dragoncito, mientras daba un sorbo a su café. Transcurrió la velada en esa agradable charla, al cabo de la cual, La Afanadora Constante no tuvo inconveniente en permitir que el animalito desempacara del marsupio todo su equipaje. Al pequeño le gustaba la lectura y comentaron algunos de los libros resucitados de la quemazón. Con el paso de los días, la mujer se acostumbró a las conversaciones de sobremesa conmigo y  con su mascota, interlocutor, visita, visión, ¡o ya no entiendo!

Una de las diversiones favoritas del saurio era examinar los letreros que se habían escrito en fechas recientes y que hacían, de las paredes del edificio,  un verdadero pasquín. Lo último que analizaron, fue un mensaje que la diligente señora acababa de recibir en su teléfono celular. No creyó que fuera a ofenderse el remitente si le avisaba que había cometido algunas faltas de ortografía en el letrero que puso a la entrada del edificio, para reclamar por las habladurías en torno a Lady Manflower. Para ella, no había nada ofensivo en decirle que ínfulas va sin hache y con acento en la i, que bondad llevaba b de burro y voluntad era la de v de vaca, pero el acabose era aquel recado en la pantalla: “JENTUSA SE ESCRIBE ASÍ PORQUE LO DIGO YO, Y YA NO VOY A CONTESTAR TUS LOQUERAS.”



martes, 11 de septiembre de 2012

Los nuevos señores, los nuevos villanos



Confidencias de la escoba y el mechudo

En realidad, ella no ha sido la única afanadora de que disfrutan las escaleras de este edificio, pero se convirtió en la más constante. Cuando llegó, no había conserje y El Anciano que se Ostentaba Como Dueño era quien, de vez en cuando, trapeaba y barría. Después vino una señora con el cargo de portera, que apenas podía con su grasa corpórea, en virtud de lo cual se echó para atrás ante la idea de acarrear cubetas de agua cada dos pisos, y las pobres escaleras agarraron un tono grisáceo que iba oscureciéndose a medida que bajaba uno de nivel, como vestido degradado. No llegaron a ponerse color de hormiga, pero se estacionaron un buen tiempo en el gris rata. Fue cuando aparecieron, escritos en dos peldaños, unos letreros:

Atentamente:
yo fui el que te robó tu estéreo, pendeja.

¡Ojalá y te agarren, criaturita de albañal,
anda a robarle a tu chingada madre,
que no te supo educar!

El que escribió atentamente leía el segundo letrero y no podía caminar. ¡En su vida le habían dicho que era una criaturita! Sintió bonito. Estaba ahí, regocijándose, sin importar que lo consideraran digno de un albañal. Subió los dos escalones de una zancada, como si tuviera miedo de estropear la palabra criaturita, ¡dirigida a él! La Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía se lo encontró, alelado, acariciando las letras con los ojos. Lo miró de arriba a abajo y poco faltó para que siguiera estrictamente el protocolo perruno. Es decir, que no le faltaron ganas de aventarle tierra, pues solamente los animales pagan la hospitalidad con rapiña. Lo más enojoso de todo, era que nunca más volvería a ver su estéreo.


La Afanadora Constante, al mismo tiempo que pasaba la escoba y el mechudo, repasaba también con los ojos aquellos caracteres y concebía la idea de que era una privilegiada. Al ver cómo iba cediendo el enojo a la acción del detergente, podía decir que era testigo presencial de que en esta vida se borran los recuerdos. Cada semana las letras se fueron difuminando, hasta que el mosaico blanqueado mostró algún puntito rebelde por ahí, como una cicatriz que poco o nada va a significar para aquellos que habitarán el lugar después de los funestos sucesos; pero, para ella, era la señal indiscutible de que las escaleras están vivas, y, aunque no hablen, los objetos ahí depositados son verdaderos recados que no necesitan palabras, partes de un rompecabezas que van embonando hasta que llega a tenerse el cuadro completo, tan claro y limpio como esos peldaños cuarteados. Gracias a ellos, La Afanadora Constante supo, como ya sabían todos, que la vecina robada se estaba desgañitando, porque no hallaba, en ningún libro de cocina, la receta del postre alvaradeño, pues alguien le había sugerido que ofreciera ese platillo en desquite a la persona que le dejó el aviso. ¡Si, por lo menos, supiera dónde se vende el Baño María! De los rincones salían, al llamado de la escoba, listoncitos hechos nudo, bolas de tela con alfileres, polvos blancos: sal o azúcar; tierra, cabellos, envolturas de dulces, los pedazos de una carta.
        
Un día encontró tal regadero, pues parecía que algún apache arrancó a destajo cueros cabelludos en la tertulia del tercer piso. Y sí. El pleito fue tan sonado que llegó la policía y el que dejó el recadito en la escalera de arriba, se fue a esconder unos días y se respiró la paz. La Afanadora Constante limpiaba, volvía a limpiar y, mientras tanto, a su mente acudían las ideotas que le daban los recuerdos de una niñez infeliz: se le apareció su madre cuando Aquel Recaderito se presentó en la vivienda y amenazó con golpearla, si no limpiaba las heces que algún gatito dejó en las escaleras. Pero ese tal gatito ni era propiedad de ella, sino del escribidor. Cuando empezaba a trapear, comenzó a escuchar los gritos de la autora de sus días: ¡Inútil! ¡Para eso habías de ser viva! ¡Mira cómo me tienes la casa! ¿Crees que con unos pinches cubetazos que avientas ya hiciste el quehacer, pendeja? ¡Ay de ti si esas manchas no se quitan, cochina! Un extraño paliativo eran tales remembranzas, porque servían de motor para acabar la faena.


¡Años habían transcurrido! Ya no tenía la desgracia de encontrarse al recadero y hacía todavía más años que esas voces maternas no eran una realidad. Pero ella seguía insistiendo en limpiar los recuerdos y, en la espiral hacia abajo que implicaba la trapeada, volvía a escuchar a su madre y contemplaba a su hermana. Mucho más dócil y también más demandante de un reconocimiento por parte de esa tirana que nada más pudo dar un poquito de dulzura al primogénito, al varón. ¡Pobre Alejandro! Por eso murió de un coma diabético. ¿De manera que las armas que nos daba para defendernos en la vida eran estas? ¿Saber barrer y trapear? Eso quiere decir que a Marilusa y a mí nos estaba entrenando para que fuéramos sirvientas, pero además, sirvientas de ella. El efecto de estas reflexiones era más contundente, si, en ese justo momento, alguna costra cedía ante los golpes del cuchillito sin filo que era parte medular del instrumental de trabajo. Entonces podía fantasear con ser una gran arqueóloga, incluso creerse diosa o aventurera en una novela. Era la gran heroína que penetraba aquel Hades y se apropiaba de huesos, cenizas y todo vestigio servible para explicar su presente. No ha dejado de ser dura la pobreza. Ella enfermó a mi madre y me engañó. Me prometió libertad. Me aseguró que no estaba reñida con la limpieza. ¡Y es menos trabajoso fregar ocho pisos de escaleras que el cuarto donde vivo! ¿Más vale ser pobre, pero honrado, que rico y ladrón? Pero aquel vecino confeso no era rico. Ninguno de los habitantes del edificio era dueño de más de mil pesos.


La Afanadora Constante ha podido confirmar que en reveses de fortuna, todos enseñan el cobre. Al exprimir el mechudo, el rostro de Guadalupe, la pareja del borracho, con un resplandor de espuma y unas burbujas grandotas que hacían de manto sagrado, se le apareció de pronto y le advirtió, una vez más, que iría a la delegación y la acusaría de locura, porque su excelso marido no podía estarla hostigando. Después, al cambio de agua, otra vez La Guadalupe que llegaba a despedirse con su cara de tristeza por los años que se fueron y todas las pertenencias que su ejemplar concubino le obligó a dejar atrás.

En eso, alguien que llegaba y le decía con permiso, la sacaba del recuerdo. Pero se volvía a meter, porque se preguntaba qué tenía de semejante esa mujer arruinada, con ella misma, de joven, cuando su madre le dijo que, si quería irse de casa, tendría que ser con lo puesto. Los lugares donde vivimos reproducen las raíces, los usos y las costumbres del medio en que se nació.
       
El sonido de la puerta cuando alguien metía la llave, la remitía al chasquido del cordón que escuchaba cuando niña, que le indicaba que había olvidado pasar el trapo de sacudir por debajo de un adorno. Se confundía con el ardor punzante en cualquier parte del cuerpo, que horas después luciría con sendos rayones negros.

Lo mismito sintió cuando El Ginecólogo Astral salió, pistola en mano, a reclamar airado por el ruido que le hacía con mover el trapeador. Sabrá Dios cómo escuchó el drogadicto el ruido de la escoba y el mechudo, ¡para saber cuál fue la percepción del mariguano que hasta se puso en alerta, solo porque chocó el jalador con la reja de su entrada! ¡Muy valiente con una vecina indefensa, pero un manso corderito ante sus compinches, que seguido lo madreaban y le ajustaban cuentas! El caso es que se la pasaba oyendo serpientes y ese día salió decidido a matarlas.

 
La Afanadora Constante le dio la espalda al vecino para olvidar ese miedo, para que nadie lo viera, pero él cortó cartucho. Dos días después, una comisión encabezada por El Campeón de Levantamiento de Tarro, se apersonó en casa del tal por cual Ginecólogo, para reclamar.

Ponte a pensar, maestro, –decía y manoteaba El Campeón–, nadie más lo hace, ella era la única que las limpiaba. A ver, ahora, ¿quién lo va a hacer? ¿Tú? ¿La pendeja de Ardelina? ¿Vas a poner a tus amigotes a que lo hagan? ¡Mira nada más! ¡Pinches escaleras!

A La Afanadora, después de reconfortarla y volverla a convencer de que siguiera limpiando, le explicaron que el arma era de juguete, que nada había sido real. Para sus lindos vecinos, aquello no era importante, pero la angustia vivida y la orfandad que sintió no fueron una ficción. Ella aguantaba la vara. Vivió un ambiente malsano y, aunque no estaba contenta o tal vez creía no estarlo o ni sabía cómo estaba, aceptó su realidad y aceptó el trabajo duro. En su casa hubo locura, del mismo modo que ahora: en este viejo edificio, no hay dueño que ponga un orden, ni portero que lo ejecute. En el caos de la familia el que tenía más saliva, pues tragaba más pinole. Y en el del edificio, había que moverse mucho porque no era conveniente salir en todas las fotos. Lo entendió La Afanadora cuando llegó de la chamba y estaba todo vacío. No se escuchaba ni un alma. De pronto, el murmullo desde abajo. Sin entender qué decían fue distinguiendo las voces: El que no Rompe ni Un Plato, los gritos de Don Mongelio, los comentarios hirientes de La Acarreadora de Chinches, ¡y La Ricachona de Aquí!

Reunidos en el garage, todos estaban atentos al discurso de unos cuates que les fueron a ofrecer ayuda para cambiar. Los Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus Casas hablaban con entusiasmo de irse a manifestar, asistir a los plantones, hacerse oír del gobierno para que les dieran casa y una vida mejor. Acudieron al llamado de uno de los vecinos que iba a esas reuniones de los partidos en pugna, de la polaca en chiquito. Ahí prometen al que llega, que tendrá más de una casa si ayuda al lidercillo a conectarse con gente a quien llevar de acarreada a mítines, peloteras, servir, en fin, de paleros, a ver si en algunos años ya viven con dignidad.

Los Políticos de Quinta hicieron dos gestioncitas y una legión de ingenieros del gobierno del Distrito fue al edificio con la encomienda de tomar medidas y fotografías del estado que guardaba ese lugar, lo cual le dio a La Afanadora oportunidad de entrar a casa de sus vecinos y se sintió transportada al cuchitril de su hermana.

 
¡Tampoco a ellos les lucían sus espacios! ¡Hacían falta cobijas en las camas! ¡Tenían un solo grifo de agua para abastecer necesidades de baño y cocina! ¡Desconfiaban hasta de su sombra! ¡Esos departamentos, de los que tanto presumían, apestaban a mierda y orines de sus mascotas, igualitito que allá!
       
Mientras bajaba las dos últimas cubetas de jabonadura para fregar en la planta baja, La Afanadora Constante sintió por un momento que no llevaba esa carga, sino su mochila de todos los días, cuando salía a trabajar, y volvió a ver Al Hijo de Aquella Señora de la Grasa Corporal, incómodo mensajero para Alguna Vecinita que Pidió Guardar Silencio por la muerte del anciano que ya no podría decir que era dueño del lugar.
        
Esa noche hubo fiesta en la azotea. Había sido una mala persona. No tenía amigos. Nadie lo quería en el barrio. Los habitantes bailaban al son de las cumbias. Y la espuma crepitaba a los golpes de la escoba.

La Afanadora Constante no tomó la decisión que la podía haber salvado de toda aquella molicie. Se quedó en el edificio porque no tenía dinero para pagar la mudanza, mas tampoco lo tenía cuando era una jovencita. Por su libertad dejó no solo sus bienes, sino también a su hijita. Exactamente como un trapeador por el suelo, pasó por su mente que aquel cuartucho era de ella, que era su golpe de suerte. Esta vez no renunciaría a lo suyo. Hoy le daba más valía defender su lugar en el malhadado edificio, que si hubiera luchado ayer por un sitio nada honroso en su enfermo sistema familiar.