Confidencias
de la escoba y el mechudo
En realidad, ella
no ha sido la única afanadora de que disfrutan las escaleras de este
edificio, pero se convirtió en la más constante. Cuando llegó, no
había conserje y El
Anciano que se Ostentaba Como Dueño era
quien, de vez en cuando, trapeaba y barría. Después vino una señora
con el cargo de portera, que apenas podía
con su grasa corpórea, en virtud de lo cual se echó para atrás
ante la idea de acarrear cubetas de agua cada dos pisos, y las pobres
escaleras agarraron un tono grisáceo que iba oscureciéndose a
medida que bajaba uno de nivel, como vestido degradado. No llegaron a
ponerse color de hormiga, pero se estacionaron un buen tiempo en el
gris rata. Fue cuando aparecieron, escritos en dos peldaños, unos
letreros:
Atentamente:
yo
fui el que te robó tu estéreo, pendeja.
¡Ojalá
y te agarren, criaturita de albañal,
anda
a robarle a tu chingada madre,
que
no te supo educar!
El que escribió
atentamente leía el segundo letrero y no podía caminar. ¡En su
vida le habían dicho que era una criaturita! Sintió bonito. Estaba
ahí, regocijándose, sin importar que lo consideraran digno de un
albañal.
Subió los dos escalones de una zancada, como si tuviera miedo de
estropear la palabra criaturita, ¡dirigida a él! La
Vecina de Todos Ustedes, Menos Mía se
lo encontró, alelado, acariciando las letras con los ojos. Lo miró
de arriba a abajo y poco faltó para que siguiera estrictamente el
protocolo perruno. Es decir, que no le faltaron ganas de aventarle
tierra, pues solamente los animales pagan la hospitalidad con rapiña.
Lo más enojoso de todo, era que nunca más volvería a ver su
estéreo.
La
Afanadora Constante, al
mismo tiempo que pasaba la escoba y el mechudo, repasaba también con
los ojos aquellos caracteres y concebía la idea de que era una
privilegiada. Al ver cómo iba cediendo el enojo a la acción del
detergente, podía decir que era testigo presencial de que en esta
vida se borran los recuerdos. Cada semana las letras se fueron
difuminando, hasta que el mosaico blanqueado mostró algún puntito
rebelde por ahí, como una cicatriz que poco o nada va a significar
para aquellos que habitarán el lugar después de los funestos
sucesos; pero, para ella, era la señal indiscutible de que las
escaleras están vivas, y, aunque no hablen, los objetos ahí
depositados son verdaderos recados que no necesitan palabras, partes
de un rompecabezas que van embonando hasta que llega a tenerse el
cuadro completo, tan claro y limpio como esos peldaños cuarteados.
Gracias a ellos, La
Afanadora Constante supo,
como ya sabían todos,
que la vecina robada se estaba desgañitando, porque no hallaba, en
ningún libro de cocina, la receta del postre alvaradeño, pues
alguien le había sugerido que ofreciera ese platillo en desquite a
la persona que le dejó el aviso. ¡Si, por lo menos, supiera dónde
se vende el Baño María! De los rincones salían, al llamado de la escoba, listoncitos hechos
nudo, bolas de tela con alfileres, polvos blancos: sal o azúcar;
tierra, cabellos, envolturas de dulces, los pedazos de una carta.
Un
día encontró tal regadero, pues parecía que algún apache arrancó
a destajo cueros cabelludos en la tertulia del tercer piso. Y sí. El
pleito fue tan sonado que llegó la policía y el que dejó el
recadito en la escalera de arriba, se fue a esconder unos días y se
respiró la paz. La
Afanadora Constante limpiaba,
volvía a limpiar y, mientras tanto, a su mente acudían las ideotas
que le daban los recuerdos de una niñez infeliz: se le apareció su
madre cuando Aquel
Recaderito se
presentó en la vivienda y amenazó con golpearla, si no limpiaba las
heces que algún gatito dejó en las escaleras. Pero ese tal gatito
ni era propiedad de ella, sino del escribidor. Cuando empezaba a
trapear, comenzó a escuchar los gritos de la autora de sus días:
¡Inútil!
¡Para eso habías de ser viva! ¡Mira cómo me tienes la casa!
¿Crees que con unos pinches cubetazos que avientas ya hiciste el
quehacer, pendeja? ¡Ay de ti si esas manchas no se quitan, cochina!
Un
extraño paliativo
eran tales remembranzas, porque servían de motor para acabar la
faena.
¡Años
habían transcurrido! Ya no tenía la desgracia de encontrarse al
recadero y hacía todavía más años que esas
voces
maternas no eran una realidad. Pero ella seguía insistiendo en
limpiar los recuerdos y, en la espiral hacia abajo que
implicaba la trapeada, volvía a escuchar a su madre y contemplaba a
su hermana. Mucho más dócil y también más demandante de un
reconocimiento por parte de esa tirana que nada más pudo dar un
poquito de dulzura al primogénito, al varón. ¡Pobre
Alejandro! Por eso murió de un coma diabético. ¿De
manera que las armas que nos daba para defendernos en la vida eran
estas? ¿Saber barrer y trapear? Eso quiere decir que a Marilusa y a
mí nos estaba entrenando para que fuéramos sirvientas, pero además,
sirvientas de ella. El
efecto de estas reflexiones era más contundente, si, en ese justo
momento, alguna costra cedía ante los golpes del cuchillito sin filo
que era parte medular del instrumental de trabajo. Entonces podía
fantasear con ser una gran arqueóloga,
incluso creerse diosa o aventurera en una novela. Era la gran heroína
que penetraba aquel Hades
y
se apropiaba de huesos, cenizas y todo vestigio servible para
explicar su presente. No
ha dejado de ser dura la pobreza. Ella enfermó a mi madre y me
engañó. Me prometió libertad. Me aseguró que no estaba reñida
con la limpieza. ¡Y es menos trabajoso fregar ocho pisos de
escaleras que el cuarto donde vivo! ¿Más vale ser pobre, pero
honrado, que rico y ladrón? Pero
aquel vecino confeso no era rico. Ninguno de los habitantes del
edificio era dueño de más de mil pesos.
La
Afanadora Constante ha podido confirmar que en reveses de fortuna,
todos enseñan el cobre. Al exprimir el mechudo, el rostro de
Guadalupe, la pareja del borracho, con un resplandor de espuma
y unas burbujas grandotas que hacían de manto sagrado, se le
apareció de pronto y le advirtió, una vez más, que iría a la
delegación y la acusaría de locura, porque su excelso marido no
podía estarla hostigando. Después, al cambio de agua, otra vez La Guadalupe que llegaba a despedirse con su cara de tristeza
por los años que se fueron y todas las pertenencias que su ejemplar
concubino le obligó a dejar atrás.
En
eso, alguien que llegaba y le decía con
permiso, la
sacaba del recuerdo. Pero se volvía a meter, porque se preguntaba
qué tenía de semejante esa mujer arruinada, con ella misma, de
joven, cuando su madre le dijo que, si quería irse de casa, tendría
que ser con lo puesto. Los lugares donde vivimos reproducen las
raíces, los usos y las costumbres del medio en que se nació.
El
sonido de la puerta cuando alguien metía la llave, la remitía al
chasquido del cordón que escuchaba cuando niña, que le indicaba que
había olvidado pasar el trapo de sacudir por debajo de un adorno. Se
confundía con el ardor punzante en cualquier parte del cuerpo, que
horas después luciría con sendos rayones negros.
Lo
mismito sintió cuando El
Ginecólogo Astral salió,
pistola en mano, a reclamar airado por el ruido que le hacía con
mover el trapeador. Sabrá Dios cómo escuchó el drogadicto el ruido
de la escoba y el mechudo, ¡para saber cuál fue la percepción del
mariguano que hasta se puso en alerta, solo porque chocó el jalador
con la reja de su entrada! ¡Muy valiente con una vecina indefensa,
pero un manso corderito ante sus compinches, que seguido lo madreaban
y le ajustaban cuentas! El caso es que se la pasaba oyendo serpientes
y ese día salió decidido a matarlas.
La
Afanadora Constante le dio la espalda al vecino para olvidar ese
miedo, para que nadie lo viera, pero él cortó cartucho. Dos días
después, una comisión encabezada por El Campeón de
Levantamiento de Tarro, se apersonó en casa del tal por cual
Ginecólogo, para reclamar.
–Ponte
a pensar, maestro, –decía
y manoteaba El
Campeón–, nadie más lo hace, ella era la única que las limpiaba.
A ver, ahora, ¿quién lo va a hacer? ¿Tú? ¿La pendeja de
Ardelina? ¿Vas a poner a tus amigotes a que lo hagan? ¡Mira nada
más! ¡Pinches escaleras!
A
La
Afanadora, después
de reconfortarla y volverla a convencer de que siguiera limpiando, le
explicaron que el arma era de juguete, que nada había sido real.
Para sus lindos vecinos, aquello no era importante, pero la angustia
vivida y la orfandad que sintió no fueron una ficción. Ella
aguantaba la vara. Vivió un ambiente malsano y, aunque no estaba
contenta o tal vez creía no estarlo o ni sabía cómo estaba, aceptó
su realidad y aceptó el trabajo duro. En su casa hubo locura, del
mismo modo que ahora: en este viejo edificio, no hay dueño que ponga
un orden, ni portero que lo ejecute. En el caos de la familia el que
tenía más saliva, pues tragaba más pinole.
Y en el del
edificio, había que moverse mucho porque no era conveniente salir en
todas las fotos. Lo entendió La
Afanadora cuando
llegó de la chamba y estaba todo vacío. No se escuchaba ni un alma.
De pronto, el murmullo desde abajo. Sin entender qué decían fue
distinguiendo las voces: El
que no Rompe ni Un Plato, los
gritos de Don
Mongelio, los
comentarios hirientes de La
Acarreadora de Chinches, ¡y
La Ricachona de Aquí!
Reunidos
en el garage, todos estaban atentos al discurso de unos cuates que
les fueron a ofrecer ayuda para cambiar. Los
Políticos de Quinta que no Eran Conocidos ni a Dos Cuadras de sus
Casas hablaban
con entusiasmo de irse a manifestar, asistir a los plantones, hacerse
oír del gobierno para que les dieran casa y una vida mejor.
Acudieron al llamado de uno de los vecinos que iba a esas reuniones
de los partidos en pugna, de la polaca
en chiquito. Ahí prometen al que llega, que tendrá más de una casa
si ayuda al lidercillo a conectarse con gente a quien llevar de
acarreada a mítines, peloteras, servir, en fin, de paleros, a ver si
en algunos años ya viven con dignidad.
Los
Políticos de Quinta hicieron
dos gestioncitas y una
legión de ingenieros del gobierno del Distrito fue al edificio con
la encomienda de tomar medidas y fotografías del estado que guardaba
ese lugar, lo cual le dio a La
Afanadora oportunidad
de entrar a casa de sus vecinos y se sintió transportada al
cuchitril de su hermana.
¡Tampoco
a ellos les lucían sus espacios! ¡Hacían falta cobijas en las
camas! ¡Tenían un solo grifo de agua para abastecer necesidades de
baño y cocina! ¡Desconfiaban hasta de su sombra! ¡Esos
departamentos, de los que tanto presumían, apestaban a mierda y
orines de sus mascotas, igualitito que allá!
Mientras
bajaba las dos últimas cubetas de jabonadura para fregar en la
planta baja, La
Afanadora Constante sintió
por un momento que no llevaba esa carga, sino su mochila de todos los
días, cuando salía a trabajar, y volvió a ver Al
Hijo de Aquella Señora de la Grasa Corporal, incómodo
mensajero para Alguna
Vecinita que Pidió Guardar Silencio por
la muerte del anciano que ya no podría decir que era dueño del
lugar.
Esa
noche hubo fiesta en la azotea. Había sido una mala persona. No
tenía amigos. Nadie lo quería en el barrio. Los habitantes bailaban
al son de las cumbias. Y la espuma crepitaba a los golpes de la
escoba.
La
Afanadora Constante no tomó la decisión que la podía haber
salvado de toda aquella molicie. Se quedó en el edificio porque no
tenía dinero para pagar la mudanza, mas tampoco lo tenía cuando era
una jovencita. Por su libertad dejó no solo sus bienes, sino también
a su hijita. Exactamente como un trapeador por el suelo, pasó por su
mente que aquel cuartucho era de ella, que era su golpe de suerte.
Esta vez no renunciaría a lo suyo. Hoy le daba más valía defender
su lugar en el malhadado edificio, que si hubiera luchado ayer por un
sitio nada honroso en su enfermo sistema familiar.
Eres una mamada Adriana Jajaja Pero Me divierte
ResponderEliminarNo, no, no, a ver, momento. Una cosa es que escriba mamadas y otra que sea yo una mamada. Todas las entradas de este blog que tengan el título "Los nuevos señores, los nuevos villanos", son del mismo relato. Me dio para un librito pequeño. Hay un capítulo que le vas a dar gracias a Dios de que no me haya vuelto famosa, porque si te pusiera a dar autógrafos no te la acabas.
Eliminar