domingo, 15 de mayo de 2011

Las muertes de Ilhuitlaltepetl

En ese Pueblo de Fiesta hay muertes que lamentar. Son cuatro. Están en un altar grande que antes era de la Virgen. Ya no sé si realmente tienen o soy yo quien les atribuye algo maligno, porque sentí raro y feo al contemplar las estatuas, vestidas dos de ellas con ropas azules y doradas con tocado y encajes. Esas imágenes tienen, además, sendas pelucas Las otras están calvas; una se viste de rojo y trae el mundo en la mano izquierda y la otra, vestida de fraile, con una guadaña en la mano derecha.

Ni punto de comparación con las calacas de chocolate y azúcar que comemos el Día de Muertos. Nada qué ver con las ofrendas del 31 de octubre al 2 de noviembre, para conmemorar a los muertos y recordar que nosotros también moriremos el día menos pensado. Estas muertes no tienen nada de chusco, no me imagino a la Catrina ni a ninguna calaca de José Guadalupe Posada encaramada en semejante nicho, con una ofrenda por demás deslucida, no importa que haya manzanas embadurnadas con miel, agua, incienso, comida chatarra, alegrías cocadas, palanquetas y pepitorias, vino, veladoras, aguardiente. No había cempasúchiles; ni siquiera un arreglo de funeraria. El papel picado brilla por su ausencia, ¡qué lejos del colorido de las tumbas de Mixquic! Hasta las veladoras se perciben apagadas, con todo y que tienen flama.
Me quedé un ratotote para saber en qué estribaba lo feo, qué era exactamente lo raro que sentí, me quedé en Babia. Cuando un ser humano o un animal muere, al terminar el proceso de descomposición del cadáver nada más permanece, casi intacto, el esqueleto; por eso ha pasado a ser la calavera pelona el símbolo de la muerte, pero la muerte no es buena ni mala. Es un fenómeno natural.

El emblema de la calavera y los fémures cruzados en medio de una bandera negra, era la insignia universal de los piratas. Es dibujo que aún se usa en los frascos de veneno para advertir el peligro de muerte. Las amenazas de esa índole son el “ábrete sésamo” de los delincuentes.

Morir es un verbo y puede ser conjugado en todos los tiempos y personas. Es una especie de superlativo sin la partícula muy o la terminación ísimo: al morir de ganas de algo, no hacemos más que buscar imperiosamente restablecer las condiciones que nos permitirán seguir vivos; no es más que desear algo con toda la fiereza que nuestra vitalidad nos permite. Cuando estamos muertos de algo, estamos más vivos que nunca.

La Santa Muerte, la Mujer Inviolada, bueno, sí es una virgen, pero, ¿santa? ¿A santo de qué? Sí que conviene escuchar el testimonio de aquellos que se han convertido a ese culto; revela cosas interesantes:

“Cuando me critican, les digo que nadie va a disponer de mi vida sino Dios y que la Santa nos va a llevar a todos”, “Mi marido estaba a punto de morir, pero gracias a Dios y a ella se salvó”, “Ella era antes un ángel de Dios, pero cuando se llevaba un alma sufría mucho y por eso Diosito la hizo así, sin ojos ni oídos, para que no viera ni oyera nada” ¿Cómo es entonces que oye las plegarias de la gente y ve los sufrimientos en el mundo? “Ella se pone triste cuando la usan para el mal”, ¡pero concede lo que se le pide! ¡Qué cómodo! Convertirse a una religión en la que jamás se corre el riesgo de ofender a la deidad; nada más se la entristece, como a cualquier persona enferma, que no dice ni hace nada y acepta maltratos, rechazos, y se deja utilizar.

¿Qué tan bueno es poner a la Muerte como el sustituto de todas aquellas personas o cosas con las que podemos obsesionarnos y hacer de ello una religión? ¿Servirá de veras para revertir las tendencias de una personalidad enfermiza? A la Santa Muerte se le reza; a las personas se les dice lo que quieren oír, a la Parca se le hacen ofrendas; a la gente regalos. En toda relación patológica hay objetos que sirven de ancla; en la religión hay imágenes bendecidas, veladoras, misales, escapularios, amuletos, escudos simbólicos que nos hacen sentir que el santo de nuestra devoción nos cubre las espaldas.

Una versión moderna del escapulario puede ser el chaleco antibalas que usan los policías, que a la hora de los cocolazos nomás les sirve de adorno y a muchos de ellos, les queda más de brassiere.


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